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No intentes moverte, cariño —dijo, y parecía preocupada—. Quédate quieta.

Joanna siempre se había preguntado si la expresión preocupada de Vielle asustaba a sus pacientes, pero no era así. Era reconfortante.

“Me pregunto por qué”, pensó, e intentó ver si era algo en su cara lo que resultaba reconfortante, pero no logró verlo. Sólo pudo ver la coronilla de Vielle y la del residente, ambos con sus gorritas verdes, y la coronilla del guardia de seguridad, de pie sobre el chico de la chaqueta de Avalanche. El chico estaba tumbado boca abajo en el suelo de baldosas, y ella distinguió el logotipo blanco y azul en el dorso de la chaqueta marrón, y una mancha bajo la cara del chico, donde el guardia le había disparado.

La coronilla del guardia era calva y brillante, y reflejaba la luz del fluorescente mientras Joanna la miraba.

—¡Aguanta, Joanna! —dijo Vielle, sosteniéndole la mano, cosa que era curiosa, porque Joanna estaba allí arriba, y Vielle estaba allí abajo.

Pero ella estaba allí abajo también. Todos lo estaban, el interno y el residente y no podía decir quién más porque lo único que veía eran sus coronillas mientras la atendían, tomándole la tensión sanguínea y conectándole vías.

—Setenta y cinco sobre cincuenta —dijo uno de ellos.

—Se está desangrando. Debe de haber alcanzado la aorta —dijo alguien más, no distinguió quién, estaba demasiado por debajo.

“Estoy cerca del techo —pensó Joanna. Podría asomarse y ver el alféizar. Se preguntó si habría una zapatilla roja, y entonces pensó—: Estoy teniendo una experiencia extracorporal. Por fin. Tengo que decírselo a Richard.

“Richard —pensó con una especie de pánico—. Tengo que decirle a Richard lo de la ECM y el SOS.”

—Despejad —dijo el residente, y luego—: ¿Dónde demonios está el cirujano? ¿Lo habéis llamado?

“A Carson no, a Richard”, pensó Joanna, mirando al residente, y ahora pudo verle la cara, no tan preocupada, tranquila e impasible, y eso también era reconfortante.

—Llama a Richard. Es importante —dijo, pero no salió nada, sus labios no se habían movido, y una enfermera intentaba ponerle algo en la boca, tratando de introducírselo en la garganta.

—No —dijo, volviendo la cabeza para esquivarla, buscando a Vielle.

—Estoy aquí, cariño —dijo Vielle, sujetando la mano de Joanna y alguien debía de haberle vendado la mano, porque era blanca, y tan brillante que apenas podía mirarla.

—Llama a Richard —dijo, pero no supo si Vielle la había oído. Había un pitido curioso. Una de las enfermeras debía de haber conectado la alarma de código—. Llama a Richard y dile que he descubierto lo que es la ECM. Es un SOS —dijo, más fuerte, pero el pitido ahogaba su voz.

—¿Qué demonios es eso? —dijo el residente, haciéndole algo en el pecho.

—Su busca —dijo Vielle.

—Bien, pues desconecta el maldito aparato.

“Es Richard —pensó Joanna—. Le dije que me llamara. Dile que la ECM es una señal de auxilio. Dile que tiene que descifrar el código.” Para Maisie, trató de decir, pero ahora había otro sonido ahogándola. Un timbrazo. Un zumbido.

—Está en el laboratorio.

—Sesenta sobre cuarenta —dijo la enfermera.

—Se está desangrando —dijo el residente.

—Aguanta, Joanna —dijo Vielle, sujetándole la mano—. Quédate conmigo.

Pero ella ya no estaba allí. Estaba en el Titanic.

Pero no en el pasillo. Ni en la Gran Escalera. Y un puñado de pasajeros la rodeaba, abarrotando las escaleras. Ataviados con chaquetas de etiqueta y trajes de noche y chalecos salvavidas, subían las escaleras de mármol, arrastrándola consigo. “A la Cubierta de Botes —pensó Joanna—. Todos intentan llegar a la Cubierta de Botes.”

—Tengo que volver a la Cubierta C —dijo Joanna, tratando de darse la vuelta, pero había gente apretujada junto a ella, alrededor de ella, detrás de ella, aplastándola—. Tengo que decirle a Richard que he descubierto el secreto —les dijo—. Tengo que volver al pasillo.

Nadie la oyó, continuaron empujándola escaleras arriba. Miró los pasamanos de hierro forjado, pensando: “Si pudiera alcanzar la barandilla y agarrarme, podría bajar, abriéndome paso entre la multitud.”

Con gran esfuerzo, se puso de lado, esforzándose por mover el brazo, el torso, y empezó a cruzar el flujo de pasajeros hacia la barandilla como alguien que chapotea en aguas profundas. La alcanzó, y tendió la mano hacia ella como si fuera un salvavidas. Pero eso fue peor. La gente usaba la barandilla para ganar impulso mientras subía, y se negaron a dejar pasar a Joanna. La empujaron hacia arriba como si no estuviera allí, llevando maletas y petates, casi derribándola.

—Déjeme… —le dio a una mujer que llevaba un pequinés y un paraguas plegado, y dio un paso, tratando de apartarse del camino de la mujer. Alzó el brazo, intentando alcanzar…

El paraguas la golpeó bruscamente en las costillas, y jadeó y se sujetó el costado. Soltó la barandilla y la multitud la empujó más allá del querubín, más allá de los ángeles del Honor y la Gloria coronando al Tiempo, a través de la puerta esmerilada y hacia la Cubierta de Botes.

Joanna se quedó allí un instante, sujetándose el costado, mientras pasaban ante ella, y luego se acercó a la puerta.

—Disculpe —dijo, pasando ante el hombre uniformado que había ante ella, y vio que era el empleado de la sala de correo. Llevaba una saca de lona al hombro que goteaba sobre la alfombra del vestíbulo. Dio un paso atrás, mirando la alfombra, las gotas oscuras.

—Será mejor que suba a un bote, señorita —dijo el empleado amablemente.

—No puedo. Tengo que volver por donde vine —dijo, tratando de pasar ante él sin pisar la mancha, sin tocar el saco chorreante—. Tengo que decirle a Richard lo que he descubierto.

Él asintió solemnemente.

—El correo debe ser entregado. Pero no puede usted bajar por ahí. Está bloqueado.

—¿Bloqueado?

—Sí, señorita. Tendrá que usar la escalera de popa. —Señaló la Cubierta de Botes—. ¿Sabe dónde está?

—Sí —respondió Joanna, y corrió hacia la popa, dejando atrás la orquesta que sacaba los instrumentos y preparaba los atriles. El violinista colocó la funda negra encima del piano y abrió los cierres.

Alexander’s Ragtime Band —djjo el director, y el contrabajista empezó a buscar la partitura.

Dejó atrás el bote salvavidas número 9, donde un joven se despedía de una muchacha vestida de blanco y con un velo.

—No importa, pequeña —dijo—. Ve tú, yo me quedo un rato.

Dejó atrás el número 11, al que el hombre del bigote que había visto en la sala de lectura y el vestíbulo, repartiendo mano tras mano de cartas, subía a dos niños. Dejó atrás el número 13, donde un oficial llamaba:

—¿Alguien más para este bote? ¿Alguna mujer o niño más? Joanna sacudió la cabeza y pasó de largo. Y se topó con un hombre con una camisa de franela y tirantes.

—No hay que dejarse llevar por el pánico, amigos —dijo, dirigiendo a la gente hacia la proa—. Caminen despacio. No corran. Hay tiempo de sobra.

Joanna se apartó de él. Y chocó con el oficial. Él la agarró del brazo.

—Tiene que subir a un bote, señorita —dijo, dirigiéndola hacia el número 13—. No hay mucho tiempo.

—No —dijo ella, pero él le agarraba el brazo con fuerza, empujándola hacia el pescante del bote.

—Esperen a esta joven —ordenó al tripulante.

—No —dijo Joanna—, no comprende. Tengo que…

—No hay nada que temer —dijo él, y su tenaza sobre su brazo parecía de hierro, le cortaba la circulación—. Es completamente seguro.