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“No parece un corte muy grande”, había dicho Maisie, escrutando el diagrama del Titanic. Y no lo era, pero bajo las cubiertas, dentro, el agua entraba en los compartimientos estancos, llegando a la sala de máquinas y la cavidad pectoral y los pulmones. “¿Es muy grave?”, había preguntado el capitán Smith, y el arquitecto sacudió la cabeza: “Ha cortado la aorta.”

—¿Qué ocurre? —preguntó Greg, soltándole la muñeca—. ¿Qué pasa?

—Nada —respondió ella, pensando: “Tienes que llevarle el mensaje a Richard”—. Necesito algo para abrir la botella.

—No hay tiempo. Tenemos que subir a la Cubierta de Botes —dijo él, y su rostro era furioso, frenético, como el rostro del chico con la chaqueta de Avalanche, girando hacia ella…

—Primero tengo que hacer esto —dijo Joanna, y empezó a abrir cajones, buscando entre la cubertería.

—He encontrado esto —dijo Greg, y le tendió un cuchillo. Un cuchillo. Tenía un cuchillo. Pero cuando miró, no pudo verlo. Porque ya había entrado. “Tenemos una herida de arma blanca aquí”, había dicho el residente. Pero era demasiado tarde. Bajo las cubiertas avanzaba un rugido, en los camarotes y escaleras, apagando los incendios de las calderas, inundando los pasillos. Inundándolo todo.

—Démelo —dijo Greg, y le quitó la botella de la mano. Sacó el corcho con la punta del cuchillo, torpemente. El vino cayó sobre la alfombra, rojo oscuro, empapando la alfombra y su rebeca y la ropa de Vielle.

“Tenemos una herida de arma blanca aquí”, le había dicho el residente a Vielle, pero no era la sangre de Vielle, era la suya. Se hundió contra la barra, sujetándose el costado.

Greg estaba inclinado sobre ella, tendiéndole la botella abierta.

—¿Podemos subir ahora a la Cubierta de Botes? “Todos los botes se han ido —pensó ella, mirando aturdida la botella—. No hay salida.”

—Me voy —dijo Greg, y le puso la botella en la mano—. Tiene que haber botes al otro lado. No pueden haberse ido todos.

“Pero se han ido —pensó Joanna, viéndolo marchar—. Porque yo soy el barco que se hunde. Me estoy muriendo —pensó asombrada—, me mató antes de que pudiera decírselo a Richard.” Y recordó para qué quería la botella.

Había querido enviar un mensaje, pero era imposible. Los muertos no podían enviar mensajes desde el Otro Lado, a pesar de lo que dijera el señor Mandrake, a pesar de los telegramas psíquicos de la señora Davenport. Estaba demasiado lejos. Pero Joanna se levantó y vertió el vino en la alfombra, mirando fijamente la mancha oscura. Dobló el papel con el membrete de White Star y lo metió en la botella, encajó el corcho y luego lo sacó y metió también la nota para la hermana del señor Roger.

Subió a la Cubierta de Botes, agarrándose a la barandilla con la mano libre porque las escaleras habían empezado a inclinarse, y se acerco a la amura y lanzó la botella, muy lejos, para que no se estrellara en una de las cubiertas inferiores, y se esforzó por oír el golpe contra el agua. Pero no oyó nada, y aunque se puso de puntillas y se asomó a la baranda, contemplando el negro vacío, no vio el agua debajo, ni la luz del Californian, sólo oscuridad.

—SOS —murmuró Joanna—. SOS.

41

¡Oh, Cristo, ven rápido!

Ultimas palabras de una monja franciscana ahogada en el naufragio del Deutschland.

Richard recuperó el análisis de neurotransmisores de la primera sesión de Joanna y estudió la lista. No había ninguna teta-asparcina, y tampoco la había habido en la ECM del señor Sage.

Recuperó su segunda sesión. Ninguna tampoco. La teta-asparcina no era un inhibidor de endorfinas, pero podía afectar al A+R o a la estimulación del lóbulo temporal. La doctora Jamison había dicho que tenía un estudio con nuevos descubrimientos en la investigación de la teta-asparcina. Se preguntó si habría vuelto de su recado, fuera cual fuese.

Miró la hora. Casi las dos. A menos que la doctora Jamison llamara en los próximos quince minutos, no podría reunirse con ella hasta después de la sesión de la señora Troudtheim, y él quería saber si había alguna posibilidad de que fuera la teta-asparcina y no la dosis de ditetamina lo que interrumpía la ECM de la señora Troudtheim.

Recuperó la tercera sesión y contempló la pantalla, frustrado. Allí estaba, grande como la vida, la teta-asparcina, y Joanna había estado en la ECM durante (comprobó el tiempo exacto) tres minutos y once segundos.

“Lo cual me devuelve a la casilla de salida”, pensó, y no tenía sentido repasar las otras sesiones de Joanna. Recuperó de nuevo sus sesiones y las de la señora Troudtheim, buscando alguna diferencia que Pudiera haber pasado por alto, pero todos los demás neurotransmisores estaban presentes en otros escaneos, incluido el cortisol.

¿Podría ser el cortisol solamente lo que abortaba el estado ECM? Estaba presente en otras sesiones, pero sólo la de Amelia Tanaka había mostrado niveles altos similares, y si el umbral de estado ECM de la señora Troudtheim fuera más bajo, podría ser necesario menos cortisol para interferir con las endorfinas. Se lo preguntaría a la doctora Jamison.

¿Y dónde estaba la doctora? ¿Y dónde estaba Joanna? Tish vendría de un momento a otro para preparar la sesión, y él esperaba que Joanna apareciera antes para poder preguntarle sobre su testimonio más reciente. Ella había dicho que había experimentado la sensación de que el señor Briarley había muerto, que era obviamente otra manifestación del sentido de significado, pero sólo había habido activación del lóbulo temporal a nivel medio en la zona de las fisuras silvianas.

Miró de nuevo la hora. Tal vez debería llamar a la doctora Jamison. Había dicho que lo llamaría al busca cuando volviera a su despacho.

“Apagaste el busca para que Mandrake no pudiera llamarte”, pensó, así que no era extraño que no hubiera tenido noticias de la doctora Jamison. Se sacó el busca del bolsillo y lo encendió. Empezó a sonar inmediatamente. Se dirigió al teléfono para llamar a centralita.

—¡Doctor Wright! —dijo una voz desde la puerta, y una joven hispana con uniforme rosa entró corriendo en la habitación—. ¿Es usted el doctor Wright? —preguntó, sin aliento, sujetándose el costado. Había sangre en su ropa.

—Sí —contestó él, colgando el teléfono y corriendo hacia ella—. ¿Qué ocurre? ¿Está usted herida?

Ella negó con la cabeza.

—Vengo… —dijo, jadeando—. Soy Nina. La enfermera Howard… hay una emergencia. Tiene usted que bajar a Urgencias. “Han herido a Vielle”, pensó.

—¿La envía la doctora Lander?

Ella negó con la cabeza, todavía tratando de recuperar el aliento.

—La doctora Lander, ella… Me envía la enfermera Howard. ¡Tiene que venir ahora mismo!

“Maisie —pensó él—. Ha vuelto a tener una parada.”

—¿Es por Maisie Nellis?

—¡No! —dijo ella, frustrada—. ¡Es la doctora Lander! La enfermera Howard me dijo que le dijera que es una emergencia. El la agarró por los hombros.

—¿Qué le pasa a la doctora Lander? ¿Está herida? Nina dejó escapar un sollozo.

—¿Ha dicho Urgencias? —preguntó Richard, y salió de la habitación y corrió al ascensor, donde pulsó una y otra vez el botón de llamada.

—Un tipo entró en Urgencias —dijo Nina, siguiéndolo—, y debía de estar colocado con picara porque de repente sacó un cuchillo…

Richard pulsó de nuevo el botón, una y otra vez. Miró las luces que indicaban la planta. Estaba en la primera. Empezó a bajar las escaleras con Nina pisándole los talones, agarrándose el costado.