—Estoy ansioso por contarle al doctor Wright la experiencia de la señora Davenport —dijo él—. Una de las enfermeras me dijo que está intentando reproducir la ECM en el laboratorio, cosa que es, por supuesto, imposible. Varios investigadores lo han intentado, usando privación sensorial y drogas y vibraciones sónicas, pero ninguno de ellos ha podido reproducir la ECM porque es algo espiritual, no físico.
Joanna vio que dos mujeres venían hacia ellos por el pasillo, con la esperanza de que fueran conocidas, pero estaba claro que sólo eran visitantes. Una de ellas llevaba un ramo de tulipanes.
—La ECM no puede explicarse por la anoxia, endorfinas o sinapsis que se disparan al azar, como demostré en mi libro La luz al final del túnel —dijo el señor Mandrake mientras dejaban atrás a las visitantes—. La única explicación es que han estado de verdad en el Otro Lado. En mi nuevo libro, exploro los muchos mensajes que…
—Discúlpeme —dijo una voz tras ellos. Era la mujer de los tulipanes—. No he podido dejar de oírlo. Es usted Maurice Mandrake, ¿verdad? Sólo quería decirle…
Joanna no vaciló.
—Los dejo —dijo, y corrió hacia las escaleras.
—He leído su libro, y me dio tanta esperanza —oyó decir a la mujer mientras abría la puerta. Bajó a la segunda planta, cruzó corriendo Radiología hasta el pasillo que conectaba con el ala oeste y subió las escaleras hasta la cuarta planta.
Maisie no estaba allí. Debían de haberla llevado a hacerle alguna pruebas, supuso Joanna al asomarse a la habitación 456. La cama estaba deshecha, las sábanas revueltas, la tele encendida y en la pantalla un puñado de huérfanas bailaba subiendo y bajando escaleras. Annie.
Joanna se encaminó hacia el puesto de las enfermeras para averiguar cuándo volvería, y entonces vio a la madre de Maisie en el pasillo, sonriente.
—¿Estaba buscando a Maisie, doctora Lander? —preguntó—. Le están haciendo un ecocardiograma.
—Me he pasado a verla, señora Nellis. ¿Quiere decirle que vendré mañana?
—No sé si estará aquí mañana —dijo la señora Nellis—. Ha venido a hacerse unas pruebas de rutina. El doctor Murrow probablemente le dará el alta en cuanto terminen.
—¿Sí? ¿Cómo le va?
—Realmente bien —dijo entusiasmada la señora Nellis—. La nueva medicación para la arritmia está funcionando maravillosamente, mucho mejor que la anterior. He visto una mejora enorme. Creo que tal vez pueda empezar a ir otra vez a la escuela dentro de poco.
—Eso es maravilloso —dijo Joanna—. La echaré de menos, pero me alegro de que le vaya bien. Dígale que vendré a verla mañana temprano antes de que se vaya a casa.
—Lo haré —dijo la señora Nellis. Miró la hora—. Será mejor que me vaya. Tengo que comer algo, y quiero estar aquí cuando Maisie regrese. —Corrió hacia los ascensores.
«Espero que no cuente con la cafetería», pensó Joanna, y se dirigió hacia las escaleras.
—¡No te vayas! —gritó una voz. Joanna se dio la vuelta. Era Maisie, haciendo gestos frenéticos desde una sillita de ruedas que empujaba una enfermera.
Joanna se acercó a ellas.
—¿Ves? —le decía Maisie a la enfermera, triunfante—. Te dije que siempre viene a verme en cuanto se entera de que estoy aquí. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Te dijo el doctor Wright que tenía algo que contarte?
—Sí —respondió Joanna, y se dirigió a la enfermera—. Puedo llevarla de vuelta a su habitación. La enfermera sacudió la cabeza.
—Tengo que conectarla a los monitores y encargarme de que se meta en la cama y descanse —le dijo entre bromas y veras a Maisie.
—Lo haré —dijo Maisie—, pero primero tengo que decirle algo a Joanna. Sobre las ECM. He estado leyendo ese libro sobre el Hindenburg —le dijo a Joanna mientras la llevaban a su habitación—. Es tope guai. ¿Sabes que tenían un piano? ¿En un globo?
La enfermera introdujo la silla de ruedas en la habitación y la acercó a la cama.
—¡Era un piano de aluminio, nada menos! —dijo Maisie, saltando de la silla antes de que la enfermera pudiera recoger los reposapiés. Rebuscó en el cajón de la mesilla de noche—. Apuesto a que se le cayó encima a alguien cuando el Hindenburg explotó.
«Apuesto a que sí», pensó Joanna.
—Maisie —dijo la enfermera, preparando los cables y el tubo de gel para conectar los electrodos a los monitores.
—¿Por qué no te acuestas? —sugirió Joanna—. Yo buscaré el libro.
—El libro no —dijo Maisie, todavía buscando—. El papel. El piano pesaba ochocientos kilos.
—Maisie —dijo la enfermera firmemente.
—¿Sabías que había un periodista presente? —dijo ella, quitándose la bata desenfadadamente para que la enfermera pudiera conectar los electrodos a su pecho plano de niña—. Informó de todo. «¡Oh, es terrible!» ¡Ay, está frío! «Oh, la humanidad.»
Siguió parloteando mientras la enfermera comprobaba el monitor, ajustaba diales y leía los indicadores.
No tenía nada que ver con las ECM, pero Joanna no esperaba que lo tuviera.
Maisie se había pasado casi tres años en hospitales: sabía exactamente cómo distraer a las enfermeras, retrasar procedimientos desagradables y, sobre todo, hacer que la gente se quedara a hacerle compañía.
—Muy bien, ahora no te levantes de la cama —ordenó la enfermera—. Encárguese de que descanse —le dijo a Joanna, y se marchó.
—Ya has oído lo que ha dicho —dijo Joanna, levantándose—. ¿Y si vengo a verte mañana por la mañana?
—No. No puedes irte todavía. No te he contado lo de la ECM. Sabes que no vi nada esa vez que estuve a punto de morirme, y el señor Mandrake dijo que sí, que todo el mundo ve un túnel y un ángel. Bueno, pues no. Este tipo, el que trabajaba en el Hindenburg, estaba dentro de la parte del globo cuando estalló, y todos los demás se cayeron, pero él no. Se agarró a las vigas de metal, que quemaban un montón. Se quemó las manos y se le convirtieron en garras negras —hizo la demostración—, y quería soltarse, pero no lo hizo. Cerró los ojos… y vio todas estas cosas diferentes.
Desplegó el papel y se lo tendió a Joanna. Era una fotocopia de una página de un libro.
—No sé si fue una experiencia cercana a la muerte o no porque, si estaba muerto, se habría soltado, ¿no? Pero vio cosas como éstas. Nieve y un tren y una ballena agitando la cola en el océano.
Se inclinó hacia delante, con cuidado para no desenganchar los electrodos, y le tendió a Joanna el papel doblado.
—Me gusta más la parte en que está en la jaula de pájaros y tiene que colgarse de los pies como si fuera de un trapecio para no caer al fuego.
Joanna desplegó el papel y leyó el testimonio de lo que el tripulante había visto: resplandecientes campos blancos y la ballena que Maisie había descrito y luego la sensación de que pasaba un tren. Le sorprendió que no se parara, decidió que debía de ser un expreso, pero eso no podía ser. No había expresos a Bregenz.
Joanna levantó la cabeza.
—Creo que tienes razón, Maisie. Creo que esto fue una experiencia cercana a la muerte.
—Lo sé —dijo Maisie—. Supuse que lo era cuando leí que veía la nieve, porque es blanca como la luz que todo el mundo dice que ve. ¿Ha llegado a la parte en la que la nieve se convierte en flores?
—No —dijo Joanna, y volvió a leer. El tripulante había visto a su abuela, sentada junto al fuego, y luego a sí mismo como un pájaro en una jaula que caía hacia el fuego, y luego otra vez los campos blancos, pero no de nieve, de capullos de manzana en flor, que se extendían bajo él en interminables prados celestiales.
—Bien, ¿qué te parece? —preguntó Maisie, impaciente.
«Ojalá fuera uno de los sujetos a los que entrevisto», pensó Joanna. Su testimonio estaba lleno de detalles y, exceptuando la mención de los prados celestiales, libre de la imaginería religiosa estándar y de los túneles y las luces blancas y brillantes. La clase de testimonio de ECM que soñaba y casi nunca obtenía.