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—… y no sé qué pasó entonces —dijo—. Todo fue muy rápido.

—¿Está malherida la doctora Lander? —preguntó Richard, bajando las escaleras.

—No lo sé. Había mucha sangre. El guardia de seguridad le disparó al tipo.

Bajó las escaleras, cruzó el pasillo, Medicina interna.

—La enfermera Howard me dijo que lo llamara al busca, pero usted no respondía, así que me dijo que fuera a buscarlo. Vine lo más rápido que pude, pero me equivoqué de ala…

Una escalera de metal bloqueaba el pasillo, y cinta amarilla impedía el paso.

—No podemos pasar por ahí —dijo Nina. Richard atravesó la cinta, pasó bajo la escalera y se encaminó pasillo abajo, esquivando los botes de pintura y sorteando las lonas de plástico.

—No se puede pasar por debajo de una escalera —dijo Nina tras él—. Trae mala suerte.

Llegó a las escaleras de servicio, bajó a la primera planta, cruzó el pasillo. ¿Y si habían llevado a Joanna a la UCI?

Atravesó la puerta lateral, entró en Urgencias. Había policía por todas partes, y el sonido de sirenas en la distancia, acercándose. Dos agentes negros junto a la puerta, otro oficial hablando con un hombre con bata rosa, otros dos más arrodillados en el suelo junto a la mesa, al lado de un cuerpo.

“Joanna no —rezó Richard—. Joanna no. Está en una de las salas de trauma.” Y empezó a cruzar Urgencias. Un guardia de seguridad alzo su arma, y un oficial de policía se plantó delante de Richard.

—No puede pasar nadie.

—Es el doctor Wright. La enfermera Howard lo ha mandado llamar —dijo Nina. El policía asintió y retrocedió un paso, y Nina lo guió rápidamente hasta la sala de trauma. Abrió la puerta.

El no sabía lo que podía encontrarse allí. A Joanna, sentada en una camilla, recibiendo puntos en el brazo, volviendo la cabeza para sonreírle tímidamente. O ruido, actividad, enfermeras colgando bolsas de sangre, insertando tubos, médicos ladrando órdenes. Y a Vielle, apartándose de la camilla para explicarle el estado de Joanna, diciendo: “se pondrá bien.”

No aquello. No a una docena de personas con ropa quirúrgica manchada, con guantes empapados de sangre apartándose de la camilla, aturdidos y silenciosos, sin decir nada, ningún sonido excepto el pitido monocorde del monitor cardíaco.

No al residente entregándole las palas a una enfermera y sacudiendo la cabeza, y a Vielle, agarrando la mano flácida y blanca de Joanna diciendo, en un sollozo:

—¡No, no puede ser! ¡Inténtelo otra vez! La tranquila y profesional Vielle sollozando.

—¡Hagan algo! ¡Hagan algo!

El residente se quitó la mascarilla.

—No sirve de nada. No hemos podido salvarla.

“No hemos podido salvarla”, pensó Richard, y finalmente, finalmente miró a Joanna. Yacía con el cabello en abanico alrededor de la cabeza, como el de Amelia Tanaka, pero su melena castaña estaba manchada de sangre, y había sangre en su boca, en su cuello, en su pecho, sangre por todas partes. Destacaba rojo oscuro contra su piel blanca.

Le habían insertado una vía de aire en la garganta, y había sangre allí también. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada.

—He traído al doctor Wright —dijo Nina absurdamente en mitad del silencio, y el residente se volvió a mirarlo, el rostro solemne.

—Lo siento, doctor Wright. Me temo que la hemos perdido.

—Perdido —repitió Richard estúpidamente. El residente tenía razón. Ella ya no estaba. El cuerpo que allí yacía, con su blanca, blanca piel y sus ojos ciegos estaba vacío, abandonado. Joanna se había marchado.

Marchado. A través de un túnel y un pasillo, donde una luz dorada brillaba desde debajo de una puerta. Y pasajeros congregados en cubierta con sus camisones, preguntándose qué había ocurrido. Y la sala de correo estaba ya sumergida unas pulgadas, la sala de calderas ya estaba llena, y el agua entraba en la Cubierta D, las cubiertas empezaban a inclinarse. “Si el barco se hunde —había dicho Joanna, sin ver bajo el antifaz, tanteando en busca de su mano—, prométeme que vendrás a salvarme.”

“Es real —había dicho ella—. No lo entiendes. Es un lugar real.” Un lugar real, con escaleras y salas de escritura y gimnasios. Y terror. Y una salida, si no estaba bloqueada, si podía llegar a ella a tiempo.

—Inicien la RCP —dijo Richard, y Vielle soltó la mano de Joanna avanzó como para consolarlo—. ¡Vielle, no dejes que desconecten nada! —Se volvió, hacia los demás—. Inicien la RCP. Sigan con las palas.

Y echó a correr.

—¡Richard! —llamó Vielle, pero él ya había atravesado la puerta, cruzado el pasillo, subido las escaleras. Cuatro minutos. Tenía cuatro minutos, seis como máximo, y por qué demonios el Mercy General no podía tener escaleras que subieran más de dos pisos, por qué demonios tenía que tener pasillos elevados en cada planta.

Corrió por el pasillo de la tercera planta, pensando: “¿Cuál es la forma más rápida de llegar al laboratorio? Joanna lo sabría. ¡Joanna!” Abrió las puertas como el corredor que rompe la cinta al final de la carrera y atravesó Medicina interna. El ascensor no. No había tiempo de esperarlo. Tenía cuatro minutos. Cuatro minutos.

Subió por las escaleras de servicio, rodeó el rellano. La cuarta planta. La ditetamina tardaría al menos dos minutos en hacer efecto, incluso usando una intravenosa. “No hay tiempo”, pensó. Pero una vez que estuviera bajo sus efectos, el tiempo no era un factor importante. Joanna había explorado todo el barco en dieciocho segundos. Joanna… La quinta planta. Treinta segundos para que Tish encontrara una vena, otros treinta para que introdujera la intravenosa e inyectara la ditetamina. ¿Y si Tish no estaba? No había tiempo para encontrarla, no había tiempo para…

Atravesó la puerta de la sexta planta, corrió pasillo abajo. Tish tenía que estar allí. La sesión de la señora Troudtheim estaba prevista para las dos. Tenía que estar allí.

—¡Tish! —gritó, y abrió la puerta del laboratorio—. ¡Tish! Tish levantó la cabeza.

—Tiene que llamar usted a Urgencias. Llaman cada dos minutos —dijo ella—. Y hay un mensaje de la doctora Lander. Ha vuelto a desconectar su busca, ¿no…?

Se detuvo al ver su rostro.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Busca una vía —dijo, acercándose al armario de las medicinas—. Salino y ditetamina.

—Pero Joanna no está aquí —dijo Tish—. He mirado en su despacho, y no está allí.

—Ha entrado en parada —dijo él, agarrando un frasco de ditetamina y una jeringuilla.

—¿Joanna ha entrado en parada? —dijo Tish, aturdida, acercándose al armarito—. ¿Qué quiere decir? ¿Ha tenido un accidente de coche?

—La han apuñalado —respondió él, llenando la jeringuilla.

—¿Apuñalada? ¿Está bien?

—Ya te lo he dicho, ha entrado en parada —dijo él. Se acercó rápidamente a la mesa de reconocimiento—. ¡Vamos a tener que usar una intravenosa!

Tish se lo quedó mirando.

—¿Intravenosa? Pero… ¿cómo la va a someter a la prueba si…? —Se detuvo, horrorizada—. ¿No ha muerto, verdad, y va a registrar su ECM?

—No ha muerto, y no va a morir —respondió él. Se quitó la bata y la arrojó sobre una silla—. Porque voy a seguirla.

—No comprendo —dijo Tish, asombrada—. ¿Qué quiere decir con que va a seguirla?

—Quiero decir que voy tras ella. Voy a traerla de vuelta. —Se subió la manga.

—Pero usted dijo que las ECM no eran reales —respondió Tish, parecía asustada—. Dijo que eran alucinaciones. Dijo que eran causadas por el lóbulo temporal.

—Dije un montón de cosas. —Richard colocó el brazo sobre la mesa, con la palma hacia arriba—. Busca una vía.