—Estoy buscando a Joanna Lander —dijo él—. Tengo que encontrarla.
—Sí, señor, lo sé, señor —dijo ella, sacándolo de la sala de comunicaciones—, pero esta parte de…
—No comprende. Es urgente. Ella corre peligro. Estará en la Cubierta C. O en la Cubierta de Botes…
—Lo sé, señor —dijo ella, y su voz sorprendentemente, se suavizó—. Si quiere venir conmigo, señor.
Lo condujo por el corredor por el que había venido, la mano apoyada suavemente sobre su brazo.
—Su pasillo está en la Cubierta C —dijo él—. Da a la cubierta.
—Sí, señor. —Ella abrió una puerta y lo condujo por un tramo de escaleras.
—Mide como un metro sesenta y cinco —dijo—. Pelo castaño, gafas. Llevaba una rebeca y… —Se detuvo. No sabía qué más. ¿Una falda? ¿Pantalones? Trató de visualizar el montón de ropa de la camilla, pero no podía decir qué llevaba a causa de la sangre, la sangre—. Tengo que encontrarla inmediatamente.
—Sí, señor —dijo ella, y continuó caminando despacio por el pasillo.
—¡No comprende! ¡Es urgente! Ella…
—Comprendo que esté usted preocupado, señor —dijo ella, pero no avivó el paso.
—¡Corre peligro!
La mujer asintió y lo condujo lentamente por el pasillo hasta una esquina.
Un golpe, El alzó la cabeza, alarmado. Era un reloj, un gran reloj de pared con números romanos y un péndulo. Las dos menos cuarto. Y el Titanic se había hundido a las dos y veinte.
—¡No comprende! —dijo, agarrando a la mujer por los brazos y sacudiéndola—. ¡No hay tiempo! Tengo que encontrarla y hacerla volver. ¡Dígame cómo se llega a la Cubierta C!
Abrió mucho los ojos y se le llenaron de lágrimas.
—Si quiere venir por aquí, señor —dijo, suplicante—. Por favor, señor.
—¡No hay tiempo! ¡La encontraré yo solo!
Y echó a correr por el pasillo y atravesó la puerta del fondo. Y se topó con una masa de gente que se sacudía y agitaba.
“La Cubierta de Botes”, pensó, pero aquello también era una habitación cubierta, con grandes puertas dobles a un lado. Todo el mundo empujaba hacia las puertas. La Cubierta de Botes debía de estar más allá, y esperaban su oportunidad para subir a bordo. Richard estiró el cuello, tratando de ver por encima de los sombreros de copa de los hombres, de los sombreros de plumas de las mujeres, buscando la cabeza destocada de Joanna. No pudo verla.
Joanna había dicho que los pasajeros de la cubierta no tenían ni idea de lo que estaba sucediendo, pero aquella gente obviamente sí. Parecían asustados, los rostros de los hombres preocupados y tensos, los ojos de las mujeres enrojecidos.
Una chica joven se aferró a un hombre mayor, lloriqueando sin control contra un pañuelo de bordes negros.
—Vamos, vamos —dijo el anciano—. No debemos renunciar a la esperanza.
¿Significaba eso que todos los botes habían partido ya? ¿Cuándo arriaron el último? No hasta el mismo final, había dicho Joanna, pero no podía ser el final. La cubierta no estaba inclinada.
Si pudiera atravesar la multitud… Empujó, buscando a Joanna, estirando el cuello, tratando de ver por encima del mar de sombreros, tratando de avanzar, pero la multitud se apretujaba, y mientras él intentaba abrirse paso le bloquearon el camino.
—Disculpe —dijo, empujando a un joven con traje marrón y sombrero. Llevaba un periódico bajo el brazo. “En un momento como éste”, pensó Richard—. Tengo que pasar. Estoy buscando a alguien.
—¿Cómo se llama? —preguntó el joven, sacando de su bolsillo una agenda encuadernada en cuero—. ¿Viaja en primera clase?
—Está en la Cubierta C.
—Cubierta C —dijo el joven, anotándolo—. ¿Viaja sola?
—Sí. Viaja sola.
—¿Nombre? —pregunto, tomando más notas.
—Joanna Lander. Por favor. Tengo que pasar. Tengo que encontrarla.
—Puede que haya subido a uno de los botes.
—No. No puede salir por ahí. Tiene que volver al pasillo de la Cubierta C.
Pero el joven no le estaba escuchando. Se había vuelto hacia las puertas dobles. Y todo el mundo también. Las puertas se abrieron, y alguien debió de llegar porque todos miraron hacia allí, expectantes. Se hizo el silencio y la jovencita que había estado llorando se enderezó y agarró la mano del anciano.
Richard avanzó, abriéndose paso con los codos ante una pareja de mediana edad, una joven con un bebé, dos adolescentes, hasta que consiguió ver al hombre que había entrado por las puertas. Llevaba gatas y una levita y un chaleco negros, tenía un puñado de papeles. Se subió a algo (¿un pedestal?) y alzó las manos para hacer callar a la ya silenciosa multitud. ¿Quién era? ¿El capitán? ¿Uno de los oficiales? ¿Entonces por qué no iba de uniforme?
—Sé que todos están ansiosos por recibir noticias —dijo el hombre, poniéndose las gafas— Todavía no tenemos una lista de supervivientes.
“¿Qué?”
— Estamos en contacto por cable con el Carpathia, y en cuanto tengamos una lista completa…
— ¡No! —dijo Richard.
— Conténgase —dijo el joven, agarrándolo por el hombro— Puede que estuviera en uno de los botes.
— ¡No! —chilló Richard. Le arrancó el periódico de las manos y lo abrió. “El Titanic perdido”, decía. “Mil almas ahogadas.” Avanzó hacia el hombre de gafas y levita negra.
— ¿Que día es hoy? —preguntó, furioso. La mujer de pelo gris se dirigió a él, seguida por un hombre con maletín de médico. Richard agarró por las solapas al hombre de las gafas— ¿Qué día es hoy?
— Dieciocho de abril —respondió el hombre, nervioso— Puedo asegurarle que la compañía White Star lamenta profundamente…
— Señor —dijo la mujer de pelo gris, y el hombre del maletín médico lo asió por el brazo— Está usted tenso. Creo que será mejor que se tienda.
— ¡No! —gritó él, y fue un alarido, un rugido— ¡No!
El doctor intentó volver a agarrarle el brazo, y él se escabulló entre la multitud, empujando, apartando. Se abrió paso hacia la puerta y la atravesó y corrió por el pasillo. Cuatro minutos. ¿Y cuánto tiempo, cuánto tiempo había malgastado ya, se dijo mientras corría, el corazón redoblando, demasiado estúpido para darse cuenta de dónde estaba, de ver que eran las oficinas de la compañía White Star?
El reloj al pie de las escaleras estaba dando la hora. Richard pasó ante él y empezó a subir las escaleras, y una alarma sonó en alguna parte, como una campana de incendios o una alarma de parada, resonando, zumbando, por encima del reloj que todavía daba la hora.
Subió corriendo el resto de las escaleras, dejó atrás la habitación donde estaba sentado el operador de comunicaciones, anotándolo: mensajes recibidos. Del Carphatia, no del Titanic. Tendría que haberse dado cuenta, haber sabido que el Titanic estaría transmitiendo, no recibiendo, y que la sala de radio estaba en la cubierta equivocada. Tendría que haber visto al instante que aquello era un edificio, no un barco, y regresado, para que Tish volviera a enviarlo.
Dobló la esquina, jadeando, y corrió hacia la puerta, agarró el pomo, la abrió. Llegó al corredor oscuro. Y al laboratorio.
—¡Tish! —llamó, intentando quitarse los auriculares, pero no llevaba auriculares. Ni antifaz, porque veía luz. Era dolorosamente brillante. “Tendría que haberla cubierto con papel más grueso”, pensó, y trató de incorporarse. Pero no pudo. Estaba atado con cuerdas— ¡Tish!
—¡Oh, doctor Wright! —dijo Tish, interponiéndose entre la luz y él. Estaba envuelta en un halo y los rayos de luz deslumbrante parecían surgir de ella—. ¡Gracias a Dios que está bien!
—Tienes que volver a enviarme —dijo él—. Era el lugar equivocado, y el momento equivocado. Ella no estaba allí.