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Sí —contestó él, y vio cómo su cara se quedaba rígida de horror.

— No sabía —susurró ella—. Oh, Dios, y yo me quedé allí. Si…

—No es culpa tuya. Fue culpa mía.

— No comprendes —dijo ella, angustiada—. Quería que pidiera el traslado a Pediatría. —Se levanto—. Decía que Urgencias era peligroso. ¡Peligroso!

El la tomó la mano.

—Vielle, escúchame. No fue culpa tuya. Yo tenía el busca desconectado. Si…

Ella se zafó de su mano, sintiéndose culpable.

Ni siquiera habría estado en Urgencias si yo la hubiera escuchado. ¡ Bajo allí para hablar de la noche del picoteo, por una estúpida película! —dijo, y salió de la habitación y echo a correr por el pasillo.

— ¡Vielle, espera! —dijo él, y corrió tras ella, pero ya había desaparecido en el ascensor.

Pulsó el botón de bajada impaciente, y el otro ascensor se abrió.

—Oh, bien —dijo una mujer de mediana edad vestida de verde—. Venía a verlo. Soy Salí y Zimmerman de Cirugía. Sólo quería traerle esto.

Le tendió un libro con portada amarilla y naranja cuyo título era Ocho grandes ayudas contra la pena.

—Es muy bueno —dijo—. Tiene todo upo de ejercicios y actividades.

—Cuando uno piensa que no puede empeorar —murmuro Richard.

—Eso también aparece allí —dijo ella, recuperando el libro y pasando las páginas—. Aquí está. “Cómo elevar tu cociente de esperanza.”

Al día siguiente vino el señor Wojakowski.

—Lamento haber metido la pata de esa forma con Joanna —dijo—. Nadie me había contado lo que pasó. —Sacudió la cabeza—. Morirse así. Uno nunca se acostumbra. Los tienes a tu lado un minuto en la cubierta de cañones y al siguiente ya no están. Bucky Tobías, mí compañero de catre. Diecinueve años. ¿Crees que los japos saben dónde estamos?, me dijo, y diez segundos más tarde, ¡zas, media cubierta desaparece y no queda nada! He oído decir que estaba drogado —dijo, y por un instante Richard pensó que estaba hablando de su camarada del Yorktown—. Dieciséis años —dijo el señor Wojakowski—. Maldito desperdicio. Sigo sin poder creerlo. —Sacudió la cabeza—. La vi aquel día en Medicina interna buscándolo.

— ¿Buscándome? —preguntó Richard, y sintió dolor en el costado, como si lo atravesara un cuchillo.

— Sí, y fuera lo que fuese lo que intentaba averiguar para usted, debía de ser importante. Prácticamente me atropello a la carrera. “¿Ha llamado alguien a los puestos de combate?”, le pregunté, de rápido que iba.

—¿Cuándo fue eso? —exigió saber Richard.

— El lunes por la mañana. Yo estaba visitando a un amigo mío (le dio un jamacuco bailando claque), después de mi sesión de investigación auditiva, matando el tiempo.

— ¿A que hora la vio?

— Vamos a ver —dijo, rascándose la cabeza—. Debía de ser cosa de la una. Me la encontré cuando salía de los ejercicios de recuperación para la artritis, que son desde las once a la una menos cuarto.

—La una —pensó Richard—. Debía de ir camino de Urgencias.”

—¿Y le dijo que me estaba buscando?

—Sí, dijo que tenía que encontrarlo inmediatamente, y que no tenía tiempo para charlar.

Joanna no estaba buscando a Vielle. Lo estaba buscando a el. Tenía que decírselo, para que no siguiera pensando que fue culpa suya. Era lo menos que podía hacer.

Solo quería que supiera lo mal que me siento —dijo el señor Wojakowski, recogiendo su gorra—. Era una chica magnífica. Me recordaba a una enfermera de la Marina con la que salí en Honolulu. Bonita como un pimpollo. La mataron en Tarawa. Los japos hundieron el transporte en el que la traían a casa.

En cuanto el señor Wojakowski se marchó, Richard conectó el teléfono y llamó a Urgencias. Vielle no estaba. Hizo que la llamaran al busca, y luego se quedó sentado junto al teléfono, esperando que lo llamara. No lo hizo, pero sí la señora Brightman. Y su antiguo compañero de habitación.

—Estaba viendo la CNN —dijo Davis, sin más preámbulos—. ¿En qué puñetera clase de hospital estás trabajando? ¿Conocías a esa Lander?

—Sí.

¿Pero estás bien? —preguntó Davis, y fue más una aseveración que una pregunta.

Richard se preguntó que diría Davis si le decía: “Las ECM no son alucinaciones del lóbulo temporal. Son reales.” Ya lo sabía: “¡No puedes creer eso en serio!” y “¿Primero Foxx y ahora tú? ¡Sabia que era un virus!” y “¿Has llamado ya al Star? Haz que te paguen una exclusiva, al menos. Vas a necesitar el dinero ahora que te vas a quedar sin trabajo.

—Estoy bien —dijo.

—¿Seguro? —preguntó Davis, y parecía verdaderamente preocupado.

—Si —contestó Richard, y bajó a Urgencias a hablar con Vielle. Habían retirado la cinta amarilla, pero había policías en todas las puertas. Comprobaron la identificación de Richard en un ordenador antes de dejarle pasar. Vielle estaba en el mostrador principal, escribiendo en una gráfica con la mano vendada.

— No fue culpa tuya —dijo él—. No te estaba buscando ese día para hablar de la noche del picoteo. Me estaba buscando a mí.

—¿A ti? —dijo ella, aturdida—. Pero tú no estabas…

— Le dije que iba a hablar con la doctora Jamison.

Y la doctora Jamison acababa de estar aquí —dijo ella, y él pudo ver el alivio en su rostro, como si le hubieran quitado un peso de encima.

—Cuando te preguntó por la película Titanic, ¿dijo lo que estaba intentando…?

Richard vio que ella no le escuchaba. Había alzado la cabeza, mirando hacia la puerta, y de pronto se quedó inmóvil. Richard se volvió.

Joanna estaba en la puerta. El corazón de Richard empezó a latir frenéticamente, como un pájaro enjaulado que sacude sus alas contra los barrotes. No estaba muerta. Todo, todo, la sanare y la línea plana y las oficinas de la compañía White Star, todo era un sueño, y sólo había parecido real por los niveles elevados de acetilcolina y la estimulación del lóbulo temporal.

—Joanna —susurró, y dio un paso hacia ella.

—Soy June Wexler, la hermana de Joanna Lander —dijo la mujer de la puerta, y fue como oír de nuevo la noticia, “hila está muerta”, pensó, y finalmente lo creyó. Llevaba tres días muerta.

—Me alegro de haberlos encontrado a los dos juntos —dijo la hermana de Joanna, subiéndose las galas sobre la nariz—. Tengo entendido que los dos trabajaban con Joanna. Me preguntaba si podría hablar con ustedes sobre ella.

Su voz se parecía también a la de Joanna, pero un poco más ronca. “Es de llorar”, pensó Richard, mirándole los ojos enrojecidos, el Kleenex en sus manos.

— Hacía varios meses que no hablaba con ella y… —Se frotó los ojos con el pañuelo—. Siempre creernos que habrá tiempo de sobra y de repente ya no hay tiempo… Me estaba preguntando si sabían ustedes si se salvo.

Richard se preguntó si de algún modo la mujer se había enterado de que el la había seguido y había fracasado.

—¿Si se salvó? —dijo Vielle.

—Si aceptó a Nuestro Señor Jesucristo como su salvador personal —dijo la hermana de Joanna—. Intente varias veces atraerla al Señor, pero siempre Satán endureció su corazón contra mi.

—Satán —dijo Vielle.

—Si. Intenté advertirla, hablarle de la destrucción que espera a quienes no se arrepienten, del juicio de Dios y del fuego que nunca se apagará. —Se trotó de nuevo los ojos.