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—¡Rápido! —gritaron—. ¡Por aquí! ¡Llamada de emergencia! ¡Ahora!

Pasaron de largo corriendo. Ella los miró al pasar, intentando ver sus caías a través de la niebla. El señor Mandrake había dicho que se suponía que eran personas que sabías que habían muerto, como tu abuela, pero Maisie no conocía a ninguna.

—¡Traed aquí el carrito! —dijo una de las mujeres mientras pasaba corriendo. Llevaba un vestido blanco y guantes blancos—. ¡Palas!

—Despejad —dijo un hombre. Llevaba un traje de chaqueta, como el doctor Murrow—. Otra vez. Despejad.

—¿Sabes quién es? —preguntó la mujer de los guantes blancos.

—Me llamo Maisie —intentó decir ella, pero no la escuchaban. Siguieron corriendo.

—Debe de ser una paciente —dijo el hombre—. ¿Sabes quién es? —le preguntó a alguien más.

—Está en mis chapas de perro —dijo Maisie.

—¿Qué está haciendo aquí arriba? —dijo el hombre—. Despejad.

La luz destelló con fuerza, como una explosión, y ella regreso al pasillo y un puñado de médicos y enfermeras estaban arrodillados a su alrededor.

—¡Muy bien! —dijo el hombre.

—Tengo pulso —informó una de las enfermeras, y otra preguntó:

—¿Puedes oírme, cariño?

—He tenido una experiencia cercana a la muerte —dijo Maisie, tratando de sentarse—. estaba en un túnel y…

—Tranquila, tranquila, tiéndete —dijo la enfermera, igualita que tía Em en El mago de Oz.—. No intentes moverte. Vamos a cuidar de ti.

Maisie asintió. La pusieron en una camilla y la cubrieron con una manta, y cuando lo hicieron, vio que ya no llevaba el jersey de cuello alto y buscó sus chapas de perro, temerosa de que se las hubieran quitado también. Eso era lo malo de las chapas de perro, la gente te las podía quitar.

—Quédate quieta —dijo la enfermera, sujetándole el brazo, y Maisie vio que estaban buscando una vía y colgaban una bolsa de suero de un gancho. Tenía el otro brazo bajo las mantas. Alzó la mano muy despacio sobre su pecho hasta que pudo sentir la cadena. Bien, todavía las tenía puestas.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la enfermera.

—Maisie Nellis —dijo, aunque estaba allí mismo en el brazalete y en sus chapas de perro. ¿De qué servía tener chapas de perro si la gente no las leía?—Tienen que decirle al doctor Wright que llame a la doctora Lander. Tienen que decirle…

—No intentes hablar, Maisie —dijo la enfermera—. ¿Es la doctora Lander tu médico?

—No. Ella…

—¿Es el doctor Wright tu médico?

—No. El conoce a la doctora Lander. Están trabajando juntos en un proyecto.

Llegó otra enfermera.

—Es de Pediatría. Endocarditis viral. El doctor Murrow viene de camino.

—Jesús —dijo el hombre que había gritado “muy bien”, y alguien más a quien no podía ver:

—A alguien se le va a caer el pelo por esto.

Al mismo tiempo, la enfermera que le había buscado la vía dijo “Listos”, y empezaron a conducirla a toda velocidad por el pasillo por el que había venido.

—¡No, esperen! —dijo Maisie—. Primero tienen que decirle al doctor Wright que llame a la doctora Lauden. Está en la otra ala. Díganle que le diga que no he visto niebla esta vez, que he visto todo tipo de cosas. Una luz y gente y una señora vestida de blanco…

Las enfermeras se miraron.

—Quédate quieta —dijo la que le había puesto la intravenosa—. Te vas a poner bien.

—Has tenido un mal sueño —dijo la otra.

—No ha sido un sueño. Ha sido una ECM. Tienen que decirle al doctor Wright que la llame.

La primera enfermera le dio una palmadita en la mano.

—Se lo diré a la doctora.

—No —dijo Maisie —. Se ha mudado a Nueva Jersey. Tiene que decirle al doctor Wright que se lo diga.

— Se lo diré. Ahora descansa. Vamos a cuidar de ti.

— Prométamelo.

—Te lo prometo.

—Ahora Joanna llamara —pensó Maisie feliz—. Llamará en cuanto se entere de que he tenido una experiencia cercana a la muerte.” Pero no lo hizo.

44

Morir es diferente a lo que la gente imagina.

Últimas palabras de SAN BONIFACIO, antes de verterle plomo fundido en la garganta.

Joanna permaneció en la barandilla largo rato, contemplando la oscuridad, y luego se dirigió hacia las sillas de cubierta y se sentó.

Se sujetó las rodillas con las manos y contempló la Cubierta de Botes, estaba desierta y las lámparas creaban charcos de luz, amarilla que iluminaban los pescantes vacíos de los botes, las sillas de cubierta alineadas contra la pared de la timonera y el gimnasio. No había ni rastro de los oficiales que habían estado cargando los botes, ni de J. H. Rogers o la orquesta. Ni de Greg Menotti.

Bueno, por supuesto que no. “Solos, como ha querido el cielo, morimos”, había dicho el señor Briarley, leyendo en voz alta Laberintos y Espejos, y la señora Woollam había dicho: “La muerte es algo que cada uno de nosotros debe experimentar solo.”

—”Solo, solo, completamente solo, solo en el ancho, ancho mar” —dijo Joanna, y su voz sonó débil y autocompasiva en la distancia. “No seas niña”, se dijo. “ Tu fuiste la que dijo que quería entender la muerte. Bueno, pues ahora vas a hacerlo. De primera mano”—. Morir será una aventura gigantesca —dijo con firmeza, pero su voz siguió sonando temblorosa e insegura.

La cubierta estaba muy silenciosa, incluso pacífica. “Como esperar y no esperar”, había dicho el señor Wojakowski, hablando de los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Sabiendo que iba a venir, esperando a que empezara.

Se preguntó si había algo que tuviera que hacer. Benjamín Guggenheim y su mayordomo bajaron a su camarote y se pusieron sus trajes de etiqueta. “ Cero los camarotes están ya sumergidos, y no puedes hacer nada —pensó—. Estás muerta. Nunca volverás a hacer nada. Ni siquiera estás aquí. Estás en Urgencias, o en la mesa de reconocimiento donde te moriste, con una sábana sobre la cara, y no eres capaz de hacer nada en absoluto.”

—Excepto pensar —dijo en voz alta a la silenciosa Cubierta de Botes—, excepto saber que te está ocurriendo.

Y recordó a Lavoisier, que había seguido consciente después de ser decapitado, que había parpadeado doce veces, sabiendo, sabiendo, reflexionó, el horror atenazándole la garganta, que estaba muerto.

“Pero sólo durante unos pocos segundos”, pensó, y se preguntó cuánto duraban doce parpadeos. “Bud Roop se fue, bam, así —había dicho el señor Wojakowski—. Ni siquiera supo qué lo había golpeado. Murió instantáneamente.”

Sólo que no era instantáneo. La muerte cerebral tardaba entre cuatro y seis minutos, y Richard creía que no había ninguna correlación entre el tiempo en la ECM y el tiempo real. La vez que ella había explorado todo el barco, sólo había estado bajo los efectos de la prueba unos segundos.

Podría estar aquí durante horas —dijo, alzando la voz.

“Pero ya llevas aquí mucho rato —se dijo—. Bajaste a la sala de escritura y al Salón Comedor de Primera Glasé. Ya llevas aquí mucho rato, y las células cerebrales se están muriendo, las sinapsis se desconectan una a una. Pronto no habrá suficientes para que mantengan la imagen unificadora central y todo empezará a desmoronarse. Y al cabo de cuatro a seis minutos, todas las células estarán muertas y no tendrás memoria, ni pensamientos, ni miedo, y no habrá nada. Nada. Ni siquiera silencio u oscuridad, ni la conciencia de ellos. Nada.”