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—Creo que fue muy valiente al aguantar, ¿no te parece? —dijo Maisie—. Con las manos tan malheridas y todo eso.

—Sí —dijo Joanna—. ¿Puedo quedarme con esto?

—Para eso hice que la enfermera Barbara sacara una copia, para que puedas usarlo en tu investigación.

—Gracias —dijo Joanna, y volvió a doblar el papel.

—Yo no creo que hubiera podido. Creo que lo más probable es que me hubiera soltado.

Joanna se detuvo antes de guardarse el papel en el bolsillo.

—Apuesto a que habrías aguantado. Maisie la miró sena un buen rato.

—¿Te he ayudado con la investigación?

—Claro. Puedes ser mi ayudante cuando quieras.

—Voy a buscar otros casos. Apuesto a que a montones de personas en casos de desastre les pasó lo mismo, como en los terremotos y esas cosas.

«Apuesto a que sí», pensó Joanna.

—Apuesto que a la gente del monte Santa Helena le pasó. —Apartó las mantas y empezó a levantarse de la cama.

—No tan rápido —dijo Joanna—. Estás conectada. Sólo puedes ser mi ayudante si haces lo que te dicen las enfermeras. Lo digo en serio. Se supone que tienes que descansar.

—Iba a buscar mi libro de terremotos —dijo Maisie—. Está en la ventana. Puedo descansar y leer al mismo tiempo.

«Apuesto a que sí», pensó Joanna, acercándole el libro.

—Puedes leer quince minutos, no más.

—Lo prometo —aseguró Maisie, abriendo ya el libro—. Diré que te llamen cuando encuentre más casos. Joanna asintió.

—Te veré luego, chica —dijo, dándole al pie de Maisie cubierto por las mantas un apretoncito, y se acercó a la puerta.

—¡No te vayas! —dijo Maisie, y Joanna se dio la vuelta—. Tengo que enseñarte la foto del piano.

—Vale. Una sola foto, y luego tengo que irme.

Después de tres fotos del piano y el humeante armazón del Hindenburg, por fin consiguió escapar de Maisie y volver a su despacho. En algún punto del camino, su columna de apoyo desertó y se sintió completamente exhausta.

Demasiado exhausta para regar su enredadera sueca o escuchar sus mensajes de voz, aunque el contestador parpadeaba a toda velocidad para indicar que estaba lleno. Dejó el busca apagado sobre la mesa, tomó el abrigo y los guantes, y al salir cerró el despacho con llave.

—Oh, bien, no te has ido todavía —dijo Vielle. Joanna se dio la vuelta. Vielle se dirigía hacia ella, todavía con su bata azul marino y su gorrita quirúrgica.

—¿Qué estás haciendo aquí arriba? Por favor, no me digas que hay otra ECM.

—No, sin novedad en el frente —dijo ella, quitándose la gorrita quirúrgica y sacudiendo una maraña de estrechas trenzas negras—. Venía a ver si el doctor Right* llegó a encontrarte y a preguntarte qué películas querías que alquilara para la noche de picoteo del jueves. La noche de picoteo era su reunión semanal para ver películas.

—No sé —dijo Joanna, cansada—. Algo que no tenga muertes.

—Lo imagino —dijo Vielle—. No he tenido oportunidad de hablar contigo después… Estuvimos atendiéndolo otros veinte minutos, pero fue en vano. No pudimos hacerle regresar.

«Regresar», pensó Joanna. Los que experimentaban la ECM no eran los únicos que hablaban de ir y volver en relación a la muerte. También lo hacían los médicos y las enfermeras. El paciente pasó a mejor vida. Descansó. Dejaba esposa y dos hijos. La madre de Joanna le había dicho a la gente que su padre «se marchó de este mundo», y el sacerdote del funeral de su madre habló de los «seres queridos que parten» y de «aquellos que se han marchado antes que nosotros». ¿Marchado adonde?

—Siempre es angustioso cuando se van así, sin previo aviso —dijo Vielle—, sobre todo siendo tan joven. Quería asegurarme de que estabas bien.

*Vielle siempre hace el juego de palabras entre el apellido del doctor Wright y la palabra right, que aquí sería «adecuado», «idóneo». (N. del T.)

—Estoy bien. Es sólo que… ¿qué crees que quiso decir con aquello de «Está demasiado lejos para que ella llegue»?

—Ya casi lo habíamos perdido cuando llegó su novia. No creo que se diera cuenta de que estaba allí.

«No —pensó Joanna—, no era eso.»

—No dejó de decir cincuenta y ocho. ¿Por qué diría eso? Vielle se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Tal vez repetía lo que estaban diciendo las enfermeras. Su presión sanguínea era de ochenta-cincuenta. «Era setenta-cincuenta», pensó Joanna.

—¿Tenía el teléfono móvil de su novia un cincuenta y ocho?

—No lo recuerdo. Por cierto, ¿llegó a encontrarte el doctor Right? Porque si no, creo que deberías dejar de intentar evitarlo. Me encontré con Louisa Krepke al venir para acá, y me dijo que es neurólogo, guapísimo y soltero.

—Me encontró —dijo Joanna—. Quiere que trabaje con él en un proyecto de investigación. Para estudiar las ECM.

—¿Y…?

—Y no sé —dijo Joanna, cansada.

—¿No es guapo? Louisa dijo que tenía el pelo rubio y los ojos azules.

—No, es guapo. Él…

—Oh, no, por favor, no me digas que es uno de esos pirados por la muerte.

—No es un pirado —dijo Joanna—. Cree que las ECM son el efecto colateral de un mecanismo de supervivencia neuroquímico. Ha descubierto un modo de simularlas. Quiere que trabaje con él, entrevistando a su sujetos.

—Y le dijiste que sí, ¿no? Joanna sacudió la cabeza.

—Le dije que lo pensaría, pero no sé.

—No quiere que tú hagas esa simulación, ¿verdad?

—No. Todo lo que quiere es que consulte, entreviste sujetos, y le diga si sus experiencias son iguales a la experiencia nuclear de las ECM.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—No lo sé… Estoy muy retrasada en mi propio trabajo. Tengo docenas de entrevistas que no he transcrito. Si acepto ese proyecto, ¿cuándo tendré tiempo para mis propios sujetos?

—¿Cómo la señora Davenport, quieres decir? Tienes razón. Un tipo guapo, un proyecto legítimo, nada de Maurice Mandrake, nada de la señora Davenport. Desde luego, parece mal asunto.

—Lo sé. Tienes razón —dijo Joanna, suspirando—. Parece un proyecto magnífico.

Lo era. Una oportunidad de entrevistar a pacientes a quienes el señor Mandrake no había contaminado y hablar con ellos inmediatamente después de su experiencia. Casi nunca tenía la oportunidad de hacerlo. Un paciente lo bastante enfermo para sufrir un paro cardíaco casi siempre estaba demasiado enfermo para ser entrevistado en el acto, y cuanto mayor era el periodo de espera, más fabulación había. Además, éstos serían sujetos conscientes de que sufrían alucinaciones. Serían mucho mejores en las entrevistas. ¿Entonces por qué no se lanzaba sobre la oportunidad?

«Porque en realidad no son ECM», pensó. El doctor Wright veía las ECM como un simple efecto colateral, un… ¿cómo lo había expresado? «Un indicador de qué zonas están siendo estimuladas y qué neurotransmisores están implicados.»

«Es más que eso», pensó Joanna. Están viendo algo, experimentando algo, y es importante. A veces sentía, como aquella tarde con Greg Menotti, o con Coma Carl, que le estaban hablando directamente a ella, tratando de comunicar algo que les estaba sucediendo, sobre el acto de morir, y que era su deber descifrar de qué se trataba. ¿Pero cómo podía explicárselo a Vielle o al doctor Wright sin parecer una de las chifladas de Maurice Mandrake?

—Le dije que lo pensaría —dijo Joanna rehuyendo el asunto—. Mientras tanto, ¿quieres hacer algo por mí, Vielle? ¿Quieres comprobar el expediente de Greg Menotti y ver si el número de teléfono de su novia tenía un cincuenta y ocho, o si había algún otro número del que pudiera estar hablando, su propio número de teléfono o su número de la seguridad social o algo por el estilo?