—Nada —dijo, las manos engaritadas en los duros brazos de madera de la silla.
“No sabrás que no es nada —dijo—. No hay nada que temer. Estarás inconsciente, ajena, dormida.”
—”Dormir, tal vez soñar” —murmuró Joanna, pero no había ninguna posibilidad de soñar. No había sinapsis con las que soñar, ninguna antilcolina, ninguna serotonina. Nada.
— No existirás —se dijo—. No estarás aquí.” Ni allí. Ni en ningún sitio. Y no era extraño que a la gente le encantara el libro del señor Mandrake: no eran los parientes y los Angeles de Luz lo que les gustaba, era la confirmación de que seguían existiendo, de que había algo, cualquier cosa, después de la muerte, incluso el infierno, o el Titanic, era mejor que nada.
“Pero el Titanic se está hundiendo —pensó, y el pánico subió como vómito en su garganta. Su corazón empezó a latir—. Tengo miedo, y eso demuestra que la ECM no es una protección de las endorfinas. Se miró la palma de la mano, agarrotada y sudorosa, y se la llevó al pecho. Su corazón latía con fuerza, su respiración era entrecortada: todos los síntomas del miedo. Se llevó dos dedos a la muñeca y se tomó el pulso. Noventa y cinco. Buscó en el bolsillo papel y lápiz para anotarlo y poder decírselo a Richard.
Y poder decírselo a Richard.
“Sigues sin creértelo —pensó, y bajó la mano—. Todavía no puedes aceptar que estás muerta.”
“Es imposible que la mente humana comprenda su propia muerte”, le había dicho claramente a Richard, imaginando que eso sería un consuelo, una protección contra el horrible conocimiento de la destrucción. Pero no lo era. Era una especie de broma, una burla más allá de su alcance, como la luz del Californian, prometiendo rescate incluso después de que todos los botes hubieran zarpado y las luces se hubieran apagado.
“ “La esperanza es eterna” no es un dicho de Poli y anua, es una amenaza”, pensó Joanna, y se preguntó, horrorizada, si Lavoisier había estado haciendo señales de ayuda, punto punto punto, raya raya raya, punto punto punto. Había parpadeado doce veces. SOS. SOS.
“La esperanza no es una protección, es un castigo —pensó Joanna—. Y esto es el infierno.” Pero no podía ser, porque el cartel sobre la entrada del milenio decía: “Quien entre aquí, abandone toda esperanza.” Pero eso era una orden, no una declaración, y tal vez ésa era la ver dadora tortura del infierno, no el fuego y el azufre, y la condena era seguir teniendo esperanza incluso mientras la popa empezaba a alzarse del agua, mientras las llamas, o la lava, o el tren te arrollaban, creer que todavía había una salida, que de algún modo podrías salvarte en el ultimo inmuto. Igual que en las películas.
“Y a veces era cierto”, pensó, a veces podías llamar a la caballería.
—Eso es lo que intentaba decirle a Richard. —Recordó que había intentado mover los labios cuando el rostro preocupado de Vielle se acerco, tratando de escuchar, la mano aferrándole con fuerza la suya.
“No me despedí de Vielle —pensó Joanna—. Pensará que fue culpa suya.”
—Fue culpa mía, Vielle —dijo, como si Vielle pudiera escucharla—. No estuve atenta a lo que me rodeaba. Estaba demasiado ocupada intentando conectar con Cape Race. Ni siquiera lo vi venir.
“No le dije adiós a nadie —dijo, y se levantó corriendo, como si todavía Hubiera tiempo de hacerlo. Kit. Había dejado a Kit sin despedirse. Kit, cuyo prometido y cuyo tío ya se habían marchado sin decirle nada.
“Ni siquiera le dije adiós a Richard —dijo—. Ni a Mame.
Maisie. Le había prometido que iría a verla. “Estará esperando —pensó Joanna, el pánico llenando su pecho—, y Barbara tendrá que ir a decirle que me he muerto.” Había dado un paso hacia la cubierta como para detener a Barbara, pero no podía detener a nadie, y se equivocaba respecto al castigo de los muertos: no era la esperanza ni el olvido, sino recordar las promesas rotas y los adioses olvidados y no poder rectificarlos.
—Oh, Maisie —dijo Joanna, y se sentó al borde de la silla. Se llevó las manos a la cabeza.
—¿Puede estar aquí afuera, señorita Lander? —dijo una voz severa—. ¿Dónde está su pase?
Ella levantó la cabeza. El señor Briarley estaba allí, con su chaleco de cheviot gris.
—Señor Briarley… ¿que? —Se atropello—. ¿Por qué está usted aquí? ¿Ha muerto también?
—¿Me muerto? —Él sopesó la pregunta—. ¿Es una pregunta de opción múltiple? “Ni carne ni pescado, ni dentro ni fuera.” —Le sonrió y luego dijo en serio—: ¿Qué está haciendo aquí sola?
—Intentaba enviar un mensaje —dijo ella, contemplando la. oscuridad más allá de la barandilla.
—¿Lo consiguió?
“No”, pensó ella, recordando la voz preocupada de Vielle diciendo: “Shh, cariño, no intentes hablar”, y la suya propia, ahogada con la sangre que salía de sus pulmones, de su garganta, la voz del residente abriéndose paso, diciendo: “Despejad. Otra vez. Despejad.” Y detrás, encima, alrededor, la alarma sonando, ahogándolo todo, todo.
“No —pensó—, Vielle no me oyó, no entendió, no se lo dijo a Richard”, y esa certeza era peor que darse cuenta de que estaba muerta, aún peor que Barbara diciéndoselo a Maisie. Peor que ninguna otra cosa.
—No —dijo, aturdida—. No lo conseguí.
—Lo sé —dijo él, mirando más allá de la barandilla—. Lo sé, A veces lo intento. Pero está demasiado lejos.
Y le puso la mano en el hombro. Ella puso su propia mano sobre la de él, y se quedaron así durante un minuto. Luego el señor Briarley le palmeó la mano con su mano libre.
— Hace frío aquí fuera. —La hizo ponerse en pie— Vamos —dijo, y empezó a andar.
— ¿Adónde vamos? —dijo Joanna, tratando de alcanzarlo.
— Al Salón de Fumadores de Primera Clase —dijo él por encima del hombro— Hay mucho humo, me temo, como indica su propio nombre, pero está más hacia la popa, y el humo ambiental es algo de lo que ya no tenemos que preocuparnos.
Joanna lo alcanzó.
— ¿Por qué vamos allí?
— Es una de las ventajas de la muerte, no tener miedo a morir —continuó él, como si no la hubiera oído— Al haber muerto por un medio, se eliminan los otros. Como escribió Carlyle… —Miró severamente a Joanna— ¿Recuerda a Tilomas Carlyle? ¿Tu autor británico de…? Caerá en el final.
— La Revolución Francesa —dijo Joanna, pensando en Lavoisier decapitado, parpadeando.
— Muy bien —dijo el señor Briarley, refrenando el paso momentáneamente— También escribió: “El choque de todos los sistemas solares y estelares sólo podría matarte una vez.”
Caminó rápidamente por cubierta, como había hecho antes en Scotland Road, de modo que Joanna casi tuvo que correr para mantener el ritmo. Fue difícil. Joanna no veía que la cubierta estuviera inclinada, pero debía de estarlo. Parecía extrañamente insegura y Joanna se golpeó los dedos de los pies contra las tablas de madera vanas veces.
— Siempre tuve miedo de morir en un accidente de avión —dijo el señor Briarley— Y de ser decapitado, supongo que por su relación con la literatura inglesa. Sydney Cartón y Raleigh y sirThomas Moro. Moro le dijo al verdugo: “Yo veré adonde subo, tú verás cómo caigo.” Ingenioso basta el final.
Sacudió la cabeza.
— También temía morirme de un ataque al corazón, aunque a toro pasado veo que cualquiera de esas tres muertes habría sido una bendición. Todas rápidas, casi indoloras y con la mente funcionando plenamente hasta el final. —Abrió la puerta que daba a la Gran Escalera. La orquesta estaba en lo alto, tocando una canción de Gilbert y Sullivan— Ya no hay que temer los volcanes ni los accidentes de zepelín ni los torpedos. Ni ahogarse —dijo, y empezó a bajar los escalones.