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Lo había dicho por fin, y hacerlo, compartirlo, escupirlo, se suponía que te hacía sentirte mejor, ¿no? Según Ocho grandes ayudas contra la pena. Pues no.

Y ahora que estaba dicho, Kit diría… ¿qué? “¿La dejó que se ahogara?”, o “lo siento mucho”, o “no sabe lo que está diciendo, está trastornado de dolor”.

Nacía de eso.

—¿Cómo lo sabe? —dijo—. ¿Que estuvo de verdad en la oficina de la White Star?

—Lo sé. Era un sitio real —respondió él, y sabía que hablaba igual que los chalados del señor Mandrake, jurando que habían visto a Jesús, pero Kit se limitó a asentir.

—Joanna dijo que parecía real, no como un sueño. Dijo que era una alucinación muy convincente.

Le estaba ofreciendo una salida, como “no es culpa suya” y “hay un motivo para todo”, sólo que ésta era aún mejor: era sólo acetilcolina y sinapsis aleatorias y tabulación. El había conjurado las oficina de la White Star por los testimonios de Joanna y la película, había creado una imagen unificadora a partir del pánico y la pena y la estimulación del lóbulo temporal.

Casi funcionó. Excepto que Joanna, al morir, lo había llamado pidiéndole ayuda: “SOS. SOS.”

—No, gracias —dijo, y le devolvió el libro.

Y ahora ella diría: “Le debe a Joanna continuar con su investigación. Es lo que ella habría querido.” Pero no lo hizo.

—Muy bien —dijo, y guardó el libro en su bolso y luego se acercó a la mesa y escribió en una libreta—. Aquí tiene mi número de teléfono por si decide que lo necesita.

Se acercó a la puerta, la abrió, y luego se dio la vuelta.

—No sé a quién más decírselo. Joanna me salvó la vida. Mi tío… vivir con alguien… —Calló y lo intentó de nuevo—. Me estaba hundiendo y ella me sacó, me convenció para que utilizara Eldercare, me invitó a la noche del picoteo. Me dijo —tomó aire—, que deseaba morir salvando la vida de alguien. Y lo hizo. Salvó la mía.

Se marchó entonces, pero la jefa de Personal vino, para recordarle lo del taller para enfrentarse al estrés postraumático, y la enfermera Lawley con Control práctico de la pena, y un celador apareció con un ejemplar del libro de Mormón. Y el martes, Eileen y otras dos enfermeras de la tres-oeste, para acompañarlo al funeral.

— No aceptaremos un no por respuesta —dijeron—. No es bueno estar solo en un momento como éste.

Suponía que Tish las había enviado, pero aunque por fin había dormido, seguía sintiéndose extenuado e incapaz, de concentrarse, incapaz de pensar en una excusa aceptable para ellas. Y tal vez fuese buena idea, se dijo, metiéndose en el coche abarrotado. No estaba seguro de ser capaz de conducir.

—Sigo sin poder creer que haya muerto —dijo una de las enfermeras en cuanto salieron del aparcamiento.

—Al menos, no sufrió —dijo otra—. ¿Qué estaba haciendo en Urgencias, por cierto?

—¿Ha pensado en pedir asesoramiento para superar la pena, Richard? —preguntó Eileen.

—Tengo un libro magnífico que debería leer —ofreció la primera enfermera—. Se llama El manual contra la pena y tiene un montón de ejercicios contra la depresión.

Había una multitud en la iglesia, casi todos gente del hospital, con aspecto extraño sin sus balas y uniformes. Richard vio al señor Wojakowski y a la señora Troudtheim. La hermana de Joanna estaba junto al pórtico de entrada, flanqueada por dos niñas pequeñas. Se preguntó si Maesie estaría allí, y luego recordó que su madre la protegía implacablemente de las “experiencias negativas”.

Mira, ahí está el policía guapo que nos tomó declaración —dijo una de las enfermeras, señalando a un negro alto con un traje gris oscuro.

—No veo a Tish por ninguna parte —dijo la otra, girando el cuello.

—No va a venir —dijo Eileen— dijo que odia los funerales.

—Y yo también.

—No es un funeral —dijo Eileen—. Es un memorial.

—¿Cuál es la diferencia?

—No hay cadáver. La Familia va a tener una ceremonia privada más tarde.

Pero cuando llegaron al santuario, había un ataúd de bronce delante, con media tapa alzada y la otra mitad cubierta de crisantemos blancos y claveles.

— No tendremos que ponernos en tila y mirarla, ¿no? —preguntó la enfermera más bajita.

—Desde luego, yo no —dijo Eileen, y pasó a uno de los bancos. Las otras dos enfermeras se sentaron junto a ella. Richard se quedó un momento mirando el ataúd, los puños cerrados, y luego recorrió el pasillo. Cuando llegó al ataúd, se quedó allí un buen rato, temiendo mirar, temiendo que el terror de Joanna y su pánico estuvieran reflejados en su rostro, pero no había ningún signo de ello.

Yacía con la cabeza en una almohada de satén color marfil, el pelo arreglado a su alrededor con rizos extraños. El vestido que llevaba era también desconocido, de cuello alto, con encajes, y alrededor de su cuello había una cruz de plata. Tenía las manos blancas dobladas sobre el pecho, ocultando la aorta cortada, la incisión en forma de Y.

Una mujer de pelo gris se acercó a él.

—¿Verdad que parece natural? —dijo. Natural. El embalsamador le había puesto las gafas sobre el puente de la nariz y le había pintado de carmín las mejillas blancas y de lápiz de labios rojo oscuro sus labios sin sangre. Joanna nunca había usado lápiz de labios. En la vida.

—Parece tan pacífica —dijo la mujer del pelo gris, y él observó el rostro de Joanna, esperando que fuera verdad, pero no lo era. Su rostro ceniciento, cubierto de maquíllale, no tenía expresión alguna.

Continuó allí de pie, mirándola sin ver, y al cabo de un rato Eileen vino y lo condujo hasta el banco. Se sentó. La enfermera que le había recomendado el libro le tendió un folleto. Se titulaba “Cuatro apuntes para comportarse en el funeral”. El organista empezó a tocar.

Kit llegó, llevando del brazo a un hombre alto y canoso. Vielle los acompañaba. Se sentaron varias filas más adelante.

—¿Quién se casa? —preguntó el hombre, y Kit se inclinó hacia él, susurrando. No era extraño que ella no se hubiera sentido sorprendida por lo que Richard le había contado. Veía horrores cada día.

Y el funeral fue uno de ellos. Un solista cantó En las orillas del Jordán estoy, y entonces el sacerdote dio un sermón sobre la necesidad de ser salvado “cuando aún hay tiempo, pues nadie sabe el día ni la hora en que se encontrará de repente cara a cara con el juicio de Dios”.

—Como dicen las Sagradas Escrituras —entonó—, cuando llegue ese juicio los que hayan confesado sus pecados y tomado a Jesucristo como su salvador personal entrarán en la vida eterna, pero aquellos que no lo hayan aceptado sufrirán un castigo eterno. ¿Quieren ahora pasar al himno 419 de sus misales?

El himno 419 era Más cerca, mi Dios, de Ti. “No puedo soportar esto”, pensó Richard, buscando desesperadamente una salida, pero había una fila entera de gente a cada lado.

El sacerdote bajo las manos en un gesto ampuloso.

— Podéis sentaros. Y ahora, un colega y querido amigo de Joanna quisiera deciros unas palabras sobre su vida —dijo, e hizo un ademan a Mandrake, quien se levanto, con unos papeles en la mano y se acerco al altar. Al aproximarse al ataúd, se volvió para sonreírle a la hermana de Joanna.

Y si Richard necesitaba alguna prueba de que Joanna no estaba allí, de que se encontraba a océanos, a años de distancia, atrapada en el Titanic, allí la tenía.

Porque si ella hubiera estado allí, aunque estuviera muerta, nunca se habría quedado impasible en el satén fruncido, los ojos cerrados, las manos cruzadas, con Mandrake acercándose. Habría salido del ataúd y habría echado a correr hacia el coro, para lardarse por la puerta lateral diciendo como aquel primer día: —Si me quedo a hablar con él, es probable que lo mate.”