No había estado allí desde su fallecimiento. Se quedó fuera, preparándose durante varios minutos, antes de abrir la puerta y entrar. El ordenador estaba todavía encendido. Libros y montones de transcripciones se amontonaban a cáela lado, con una caja de zapatos llena de cintas. La minigrabadora de Joanna estaba encima, la tapa abierta como si acabara de sacar una cinta. La luz, de los mensajes de su contestador destellaba.
Era imposible no imaginar, contemplando el despacho, que ella no había salido simplemente un segundo. Que no volvería de un momento a otro, que aparecería en la puerta, sin aliento, diciendo: “Siento llegar tarde. ¿Recibiste mi mensaje?
Pero los mensajes del contestador tenían ya una semana, la plantita de encima del armario estaba reseca y agostada, y él tendría que descifrar el mensaje por su cuenta. A menos que quien fuera que ella había ido a ver la hubiera llamado, y ella hubiera escuchado el mensaje y no lo hubiera borrado. Se acerco al contestador y se quedó allí, el dedo detenido sobre el botón reproductor, preparándose para oír el sonido de su voz. Pero su voy, no estaría allí, solo las voces de las personas que dejaron los mensajes y, esperaba, una pista. Pulsó “play”.
El señor Mandrake con una larga parrafada sobre que Joanna nunca devolvía sus llamadas. El señor Wojakowski. La criada de la señora Haighton, diciendo que la señora Haighton no podía ir el miércoles, que tenía una reunión importante y tendrían que cambiarle la cita. Otra vez, el señor Mandrake, intentando convencerla de que fuera a ver a la señora Davenport, que tenía “pruebas abrumadoras de poderes psíquicos concedidos por el Ángel de… Contestador lleno. No se pueden grabar más mensajes”.
Llamó a la centralita del hospital. Todas las llamadas al busca eran confidenciales, le dijo la operadora, cosa que en cualquier otra circunstancia le habría parecido gracioso y, en todos casos, no se llevaba un registro permanente de las llamadas.
Colgó y empezó a revisar las transcripciones apiladas sobre la mesa.
Había frases y palabras marcadas de amarillo. “Me sentí feliz y en paz —había dicho una tal señora Sanderson—, como si hubiera llegado al final de un largo viaje y estuviera por fin en casa.” La palabra “viaje” estaba subrayada, y en toda la transcripción “agua” y “frío”, lo cual tenía sentido, y “gloria”, que no lo tenía. En la siguiente transcripción “frío” estaba marcado también, y “pasillo”, y “un sonido como un ondear”. En la siguiente, “oscuridad” y “humo” y una frase entera: “Me encontraba al pie de una hermosa escalera que subía hasta donde podía ver, y supe que conducía hasta el cielo.”
“O a la Cubierta de Botes”, pensó Richard, era evidente que Joanna estaba buscando una conexión con el Titanic. Todas las palabras y frases que había marcado, con la excepción de “gloria”, estaban relacionadas con el Titanic. Y “humo”. No, “humo” podía referirse a los posibles incendios en el Titanic. ¿Había visto humo? Pero no había mencionado luego en ninguno de sus testimonios. ¿O si? Las dos últimas veces que se había sometido a la prueba él apenas había prestado atención a sus testimonios, tan concentrado estaba en averiguar por que había sido expulsada del trance. ¿Podría haber algo en una de ellas que hubiera disparado el descubrimiento, fuera cual fuese? Y eso la hizo salir con tanta prisa que dejo el ordenador encendido y olvido la minigrabadora.
Pero había tenido su ultima sesión cuatro días antes de morir. Y fue a alguna parte en taxi, con aspecto inquieto. Había aparecido en casa de Kit una hora después sin abrigo y luego se marchó bruscamente.
“Eso es —pensó—, había algo en esa ECM”, y empezó a rebuscar en el montón de transcripciones, para encontrar las de Joanna. No estaban y, cuando recuperé sus archivos, tampoco estaban las dos últimas. Debían de estar todavía en las cintas.
Empezó a buscarlas, pero una tercera parte de ellas no estaban etiquetadas, y las que si lo estaban tenían una especie de código. Tendría que llevárselas a casa y reproducirlas. Metió todas las cintas en la caja de zapatos y se las llevo al laboratorio junto con la minigrabadora de Joanna y los disquetes del ordenador, y luego regresó por las transcripciones.
Le hicieron falta dos viajes. Pensó en llevarse la planta, pero parecía imposible salvarla ya. Cerró la puerta con llave, se llevo las transcripciones al laboratorio, las deposito en la mesa de reconocimiento y fue a ver a la señora Davenport. A mitad de camino hacia el ascensor, dio la vuelta, regreso al laboratorio por una jarra de agua y volvió al despacho de Joanna para regar la planta.
47
Si, perdido.
—El Salón de Fumadores de primera clase —dijo el señor Briarley, y condujo a Joanna hacia una amplia sala alfombrada de rojo. Estaba panelada con madera oscura, con sillones de cuero rojo oscuro. Al fondo, cerca de una chimenea, estaba sentado un grupo de personas, jugando a las cartas alrededor de una mesa.
Joanna no distinguió de quienes se trataba debido al humo azulado que notaba sobre la sala, pero pudo ver que todos eran adultos. “Maisie no está aquí —pensó, aliviada, y luego—: listos deben de ser los pasajeros de primera clase que se pusieron a jugar al bridge mientras el Titanic se hundía; el coronel Butt y Arthur Kyerson y…”
Pero había mujeres a la mesa también, y no estaban jugando al bridge. Jugaban al póquer. Vio las fichas rojas amontonadas delante de los jugadores y dispersas en el centro. Y la mesa no era una de las mesas de roble del salón, era una de las mesas de fórmica de la cafetería.
El señor Briarley la condujo hacia ellos. Los jugadores alzaron la cabeza y los vieron, y uno de ellos soltó sus cartas y se acercó a recibirlos. Era Greg Menotti, vestido con pantalones de chandal y una chaqueta de nailon blanca.
¿Donde han estado? —exigió saber—. No había botes salvavidas al otro Lado. ¿Hay alguno en secunda clase?
—Ya conoce al señor Menotti, por supuesto —dijo el señor Briarley, guiando a Joanna hacia la mesa.
—Pido —dijo un hombre con chaleco blanco, acariciando sus cartas, y Joanna vio que era el hombre del bigote que le había dado la nota. Empezó a juguetear con las fichas rojas.
—Señora Lander, déjeme que le presente… —empezó a decir el señor Briarley, y el hombre soltó las fichas y se levantó poniéndose una chaqueta.
—J. H. Rogers —dijo Joanna—. Metí su mensaje en una botella y la arrojé al agua.
Mi sacudió la cabeza. “Sabe que no llegó a su hermana”, pensó ella.
—Lo siento, señor Rogers —dijo Joanna, y él volvió a sacudir la cabeza.
—No es J. H. Rogers —le susurro el señor Briarley al oído— Jay Yates. Jugador profesional que trabaja en los trasatlánticos de la White Star usando diversos alias.
— Usted fue el que se esforzó tanto para cargar los botes —dijo Joanna—. Fue usted un héroe.
—¿Cargar los botes? —dijo Greg Menotti, colocándose entre Joanna y Vales —¿Donde están los demás?
—¿Los demás? —pregunto Yates, asombrado.
—Los otros botes.
—No hay más botes —dijo una de las mujeres, y Joanna vio que era la mujer que estaba en cubierta en camisón. Llevaba su abrigo rojo y la estola de piel de zorro.
— La señorita Edith Evans —le susurró el señor Briarley a Joanna—. Cedió su sitio en el último bote a una mujer con dos hijos.