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—¡No puede haber sido el último! —dijo Greg—. ¡Tiene que haber otros! —dijo para enfrentarse a Yates—. Usted estuvo cargando los botes. ¿Que dijeron? Había algunos en segunda clase, ¿no? ¿No?

Yates frunció el ceno.

— Recuerdo que alguien mencionó bajar los botes a la Cubierta de Paseo y cargarlos desde allí —dijo.

—Pero cuando llegaron, las ventanas estaban cerradas —dijo el señor Briarley—, y tuvieron que enviar a todo el mundo a la Cubierta de Botes.

Pero Greg ya había echado a correr, abriéndose paso hacia la puerta que conducía a la Cubierta de Botes.

—¡Greg! —llamo Joanna, y se volvió hacia el señor Briarley—. ¿No deberíamos…?

Pero él se sentó a la mesa, y Yates estaba acercando una silla para ella. Joanna se sentó y contemplo la mesa. W. T. Stead se sentaba a su izquierda, concentrado en las cartas, que había colocado delante como una mano de tarot y volvía una a una.

—Ya conoce al señor Stead —dijo el señor Briarley. Stead miró impaciente a Joanna, asintió cortante, y siguió volviendo las cartas.

—Y creo que conoce a todos los demás —dijo el señor Briarley, señalando la mesa.

“No, no los conozco”, pensó Joanna, pero cuando el señor Briarley se los fue presentando, advirtió que eran pacientes de ECM a los que había entrevistado: el señor Funderburk, que estaba muy molesto porque no había tenido una experiencia extracorporal, y la calva y demacrada señora Grant, que tenía tanto miedo.

—Y por ultimo —dijo el señor Briarley, indicando a una mujer frágil de pelo blanco—, la señora Woollam.

“Oh, no —pensó Joanna—, la señora Woollam no. No se merece estar aquí. Se suponía que debía de estar en un jardín hermoso, hermosísimo, con Jesús. Pero el jardín es el Café Verandah.”

—Oh, señora Woollam —dije.

—”Sí, aunque camine a través del valle de la sombra de la muerte, no temeré ningún mal” —dijo la señora Woollam, pero mientras hablaba, se llevó la Biblia al frágil pecho, como si fuera un escudo.

—¿Esto es lo que es? —dijo ansiosamente la señora Grant—. ¿El valle de la sombra de la muerte?

—No —contestó con firmeza el señor Funderburk—. Esto no se le parece en nada. He estado allí. Hay un túnel y al final se ve una luz. Y se revisa la vida. —Contempló escéptico la sala de fumadores—. No sé qué es esto.

—Se reparten cinco cartas —dijo Yates. Recogió las cartas que Stead había vuelto y las devolvió a la baraja—. Ases boca arriba —dijo, y empezó a barajar.

Joanna tomó sus cartas cuando le sirvió.

Un cinco. Un ocho.

—Si esto no es el valle el de la sombra de la muerte —dijo la señora Grant, mirando a Joanna—, ¿qué es?

—No lo sé —respondió Joanna.

—¿De verdad? —dijo el señor Stead, arqueando una ceja—. Tenía entendido que era usted experta en el fenómeno de la muerte.

—No —dijo Joanna—. Creí que lo era, pero no sabía nada. “Ni ustedes tampoco —pensó—. Nadie sabe nada.”

—En ese caso —dijo Stead—, yo se lo explicaré. No hay nada que temer, señora Grant. La muerte no es un fin, sino un tránsito. No hacemos más que navegar al Otro Lado, donde esperan los espíritus de nuestros seres queridos. Nos recibirán en esa orilla lejana, donde todo es paz, y sabiduría.

—Y una revisión de vicia —dijo el señor Funderburk.

—Y todos comprenderemos todos los misterios —dijo Stead, y recogió sus cartas.

—¿Tienen razón? —preguntó la señora Grant. Miraba esperanzada a Joanna, y también la señora Woollam. Y Yates.

Joanna miró al señor Briarley, pero su rostro era cuidadosamente impasible, como en clase de lengua, sin ofrecer ninguna pista sobre la respuesta, ninguna ayuda.

—¿Tienen razón? —dijo en voz baja Edith Evans, y Joanna recordó de pronto, Maisie preguntando: “¿Dolerá?” Diciendo: “La gente debería decir la verdad, aunque sea mala.”

—No —dijo Joanna, y un suspiro recorrió la mesa, aunque no supo si de alivio o de desesperación—. Esto no es real. Es todo una alucinación. La mente moribunda…

—¿Una alucinación? —dijo el señor Stead, arqueando otra vez la ceja—. ¿Está diciendo que esta chimenea, esta mesa, estas cartas…? —dijo, extrayendo dos de su mano y empujándolas hacia Yates al otro lado de la mesa—. Dos —dijo, y Yates le sirvió un par. Las recogió, las organizó en su mano—. ¿Que estas cartas no son reales, y que sólo imaginamos que las vemos?

Se levantó y se acercó a la chimenea.

—¿Sólo imaginamos que sentimos el calor de este fuego? —dijo, tendiendo las manos ante las llamas—. ¿O nosotros somos también parte de la alucinación?

“No lo sé”, pensó Joanna.

—”Solos, como ha querido el cielo, morimos” —murmuró el señor Briarley junto a ella. Lo miró, preguntándose qué era, qué eran todos. ¿Invenciones? ¿Fragmentos de memoria y sonido y color, destellando aleatoriamente? ¿O metáforas? ¿Símbolos de su miedo y su fe y su negativa?

—La mente intenta encontrar sentido a lo que experimenta —dijo, intentando explicarlo. ¿A quién? ¿A Edith Evans y Jay Yates, que habían muerto hacía noventa años? ;O a ella misma?

— La mente no puede evitarlo. Sigue haciéndolo aunque experimenta un fallo generalizado del sistema. El cerebro se está desconectando y las smapsis se disparan aleatoriamente a medida que las células mueren, pero la mente sigue intentando encontrarle un sentido, aunque no puede.

La señora Woollam estaba rezando, moviendo los labios en silencio. Edith Evans tenía la barbilla levantada, orgullosamente.

—Busca asociaciones en la memoria a largo plazo, busca metáforas que expliquen lo que está sucediendo —dijo Joanna—, y como el cuerpo está dañado y sus sistemas se colapsan lentamente, imagina el Titanic.

—La viva imagen reflejada de la muerte —dijo el señor Briarley.

—Pero no es real —dijo Joanna—. Sólo lo parece.

—Mi hundimiento —dijo temerosa la señora Grant—. ¿Parecerá real?

—Mi alma no puede hundirse —dijo severamente el señor Stead—. Es inmortal, y si esto —indicó con la mano las cartas, la chimenea, toda la sala— es, como dice la señorita Lander, un símbolo, ¿qué más puede simbolizar sino el barco del alma, eterna, indestructible? —Le sonrió a la señora Grant—. Un barco semejante no se hundirá nunca.

Joanna pensó en el señor Wojakowski diciendo tranquilamente: Todos los barcos se hunden tarde o temprano.”

—¿Imaginaremos el hundimiento? —repitió la señora Grant, y estaba mirando a Joanna.

“Sí”, pensó Joanna, asustada.

—No lo sé —respondió—. Todo esto no es más que una metáfora para lo que está experimentando la mente, y a medida que la experiencia cambia, a medida que el cerebro se desconecta y las sinapsis empiezan a disparar más y más erráticamente, y…

Pensó en lo que le había sucedido allí, los recuerdos destellando como una cerilla y luego apagándose.

—¿Y qué? —dijo asustada la señora Grant—. ¿Qué sucederá?

—Nada —contestó Joanna—. A medida que mueren las células, no habrá suficiente para mantener la imagen unificadora y el Titanic se desvanecerá, o se destruirá. Ya está sucediendo. Esta mesa es una mesa del Mercy General, y ustedes… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Y hace un momento, en las escaleras, yo no estaba en el Titanic. Estaba en el pasillo de mi apartamento la noche que murió mi padre. Y antes, en la Cubierta de Botes, he visto a dos animadoras de mi instituto. Eso sucederá cada vez más, hasta que la imagen del Titanic se rompa por completo.