—Los expedientes de Urgencias son…
—Confidenciales. Lo sé. No quiero saber cuál es el número, sólo quiero saber si había algún motivo para que dijera cincuenta y ocho.
—Vale, pero dudo que encuentre algo —dijo Vielle—. Probablemente intentaba decir: «No puedo haber sufrido un infarto. Hice cincuenta y ocho flexiones esta mañana.» —Agarró a Joanna por el brazo—. Creo que deberías participar en el proyecto. ¿Qué es lo peor que podría suceder? Él ve lo buena entrevistadora que eres, se enamora locamente de ti, os casáis, tenéis diez niños y ganáis el premio Nobel. ¿Sabes qué es lo que creo? Creo que tienes miedo.
—¿Miedo? —repitió Joanna. Vielle asintió.
—Creo que te gusta el doctor Right, pero tienes miedo de correr el riesgo. Siempre me estás diciendo que corra riesgos, y aquí estás, rechazando una oportunidad magnífica.
—No te digo que corras riesgos. Al revés, intento impedir que los corras. Todo ese trabajo en Urgencias, y si no pides el traslado… El ascensor trinó.
—Salvada por la campana —dijo Vielle, y entró rápidamente en la cabina—. Esta podría ser la oportunidad de tu vida. Aprovéchala —le aconsejó—. Nos vemos el jueves por la noche. Nada de muertes. Y recuerda —empezó a canturrear—: «¡Te queda mucho por vivir!»
—Y nada de musicales —dijo Joanna—. Ni de musicales almibarados —añadió mientras la puerta se cerraba. Joanna pulsó el botón para subir, sacudiendo la cabeza. Amor, matrimonio, hijos, el premio Nobel.
¿Y luego qué? ¿Remar en el lago? ¿Un Ángel de Luz? ¿El gemir y crujir de dientes? ¿O nada en absoluto? Las células cerebrales empezaban a morir momentos después de la muerte. Entre los cuatro y los seis minutos el daño era irreversible, y la gente que volvía de la muerte después no hablaba de túneles y revisiones de vida. No hablaba en absoluto. Ni comía sola, ni respondía a la luz, ni registraba ninguna actividad cortical en los escáneres TPIR de Richard. Muerte cerebral.
Pero si se enfrentaban a la aniquilación, ¿por qué no decían «¡Se acabó!» o «Me apago»? ¿Por qué no decían, como la bruja de El mago de Oz, «me derrito, me derrito»? ¿Por qué decían «¡Qué bonito es todo esto!» y «¡Ya voy, mamá!», y «Ella está demasiado lejos. Nunca llegará aquí a tiempo»? ¿Por qué decían cosas ininteligibles como «cincuenta y ocho»?
El ascensor se abrió en la quinta planta, y Joanna cruzó el pasillo hasta los ascensores del otro lado. El Otro Lado. Se preguntó si así era como el señor Mandrake imaginaba las ECM, un pasillo como aquél. Era obvio que pensaba en el Otro Lado como una versión refinada de este lado, todo ángeles y abrazos y buenos deseos: todo volverá a estar bien, todo será perdonado, no estarás solo.
«Sea lo que sea la muerte —pensó Joanna, mientras bajaba en el ascensor hasta el aparcamiento—, sea la aniquilación o la otra vida, no es lo que piensa el señor Mandrake.»
Abrió la puerta al exterior. Seguía nevando. Los coches del aparcamiento estaban cubiertos y los copos revoloteaban dorados, cayendo silenciosamente al suelo envueltos en la luz de las farolas de sodio. Alzó la cara a la nieve y se quedó allí, contemplándola.
¿Y qué hay del doctor Wright? ¿Era la muerte lo que él pensaba, una estimulación del lóbulo temporal y un fluctuar aleatorio de sinapsis antes de apagarse?
Se dio la vuelta y miró hacia el ala este, donde Coma Carl yacía remando en el lago. «Voy a decirle al doctor Wright que no», pensó, y se dirigió hacia su coche.
Tendría que haberse puesto botas por la mañana. Resbalaba en la nieve, y la nieve le llenaba los zapatos, empapándole los pies. Su coche estaba completamente cubierto. Limpió la ventanilla lateral con la mano, esperando inútilmente que sólo fuera nieve y no hielo. No hubo suerte. Abrió el coche, arrojó su bolso al asiento trasero y se puso a buscar el rascador.
—¿Joanna? —dijo una voz de mujer desde atrás. Joanna salió del coche y se volvió a mirarla. Era Barbara, de Pediatría.
—Tengo un mensaje de Maisie Bells —dijo Barbara—. Me ha pedido que te dijera que ha vuelto y que tiene algo importante que contarte.
—Lo sé —contestó Joanna—. Ya he ido a verla. Tengo entendido que está bastante bien.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Su madre. Me ha dicho que Maisie había venido a hacerse unas pruebas y que el nuevo medicamento antiarritmia estaba haciendo maravillas. ¿No?
Barbara sacudió la cabeza.
—Ha venido a hacerse unas pruebas, pero es porque el doctor Murrow cree que hay más daños que los que se apreciaron antes. Está intentando decidir si ponerla en la lista para los trasplantes de corazón o no.
—¿Lo sabe su madre?
—Eso depende de lo que entiendas por saber. Has oído hablar de gente que lo niega todo, ¿no? Bueno, la madre de Maisie es Cleopatra, la rema de las negativas. Y del pensamiento positivo. Todo lo que Maisie tiene que hacer es descansar y tener pensamientos felices, y se pondrá bien en un santiamén. ¿Cómo te dio permiso para que interrogaras a Maisie por su ECM? A nosotras no nos deja usar el término problema de corazón, mucho menos muerte.
—No fue ella. Su ex marido firmó la autorización —dijo Joanna—. ¿Un trasplante de corazón? ¿Cuáles son las posibilidades de Maisie?
—¿De sobrevivir a un trasplante? Bastante buenas. El Mercy tiene un promedio de supervivencia del setenta y cinco por ciento, y las estadísticas de rechazos mejoran continuamente. ¿Las posibilidades de mantenerla con vida hasta que haya disponible un corazón de nueve años? No tan buenas. Sobre todo porque no han encontrado un modo de controlar la fibrilación atrial. Ya ha sufrido una parada cardíaca. Pero eso lo sabes.
Joanna asintió.
—Bueno, sólo quería que supieras que ha vuelto. Le encanta que la visites. ¡Dios, sí que hace frío aquí fuera! ¡Se me están congelando los pies! —dijo Barbara, y se encaminó hacia su Honda.
Joanna encontró el rascador y empezó por el parabrisas delantero. La espera para un corazón era de un año, aunque te pusieran a la cabeza de la lista, un año durante el cual el corazón dañado seguía deteriorándose, arrastrando consigo los pulmones y los riñones y las posibilidades de sobrevivir.
Y eso en cuanto a un corazón adulto. La espera para los niños era aún más larga, a menos que tuvieras suerte. Y suerte significaba un niño ahogado en una piscina o muerto en un accidente de tráfico o congelado en una nevada. Incluso entonces, el corazón tenía que estar ileso. Y sano. Y servir. Y el paciente tenía que estar todavía vivo cuando llegara.
—Si podemos descubrir cómo funciona el proceso de la muerte —había dicho Richard—, ese conocimiento podría ser utilizado para revivir a pacientes que sufren parada cardíaca.
Joanna se inclinó sobre el parabrisas trasero y empezó a quitar la nieve. Como la mujer mayor que había visto desde la ventana de la habitación de Coma Carl. Tiempo de infartos, había dicho Vielle. Tiempo de muerte. Tiempo de desastres.
Entró en el hospital y le pidió al voluntario del mostrador un teléfono. Solicitó la extensión del doctor Wright.
No estaba.
—Deje un mensaje después de oír la señal —dijo el contestador. Pitó.
—Ah…, muy bien —le dijo Joanna al contestador—. Lo haré. Trabajaré con usted en su proyecto.
5
CQD CQD SOS SOS CQD SOS. Vengan de inmediato. Hemos chocado con un iceberg. CQD OM. Posición 41° 40’ N, 50° 14’ O. CQD SOS.