Joanna corrió por la Cubierta de Paseo. “Que el operador esté todavía allí —rezó mientras corría—. Que siga transmitiendo.”
La inclinación de la cubierta había empeorado mientras estuvo en la sala de fumadores, y el barco había empezado a escorarse. Tuvo que extender la mano para no caer contra las ventanas mientras corría. “Que las escaleras no estén sumergidas —pensó, y luego—: Había una escalera para la tripulación. Subí por ella antes. Estaba junto a la despensa”, y empezó a probar puertas.
Cerrada. La segunda cedió para mostrar una maraña de cuerdas que cayeron a la cubierta. La siguiente estaba cerrada. “¿Dónde está?”, pensó, tirando del pomo, y la puerta se abrió bruscamente dando paso a una escalera de metal.
No era la que había usado antes. Era más estrecha, más empinada, y los peldaños, de rejilla metálica, estaban al descubierto. La otra escalera solo bajaba dos pisos desde la Cubierta de Botes. Vio, al mirar hacia abajo a través de los peldaños, que ésta llegaba hasta abajo del todo. “¿Y si el está ahí abajo?”, pensó Joanna, la mano todavía aferrada al pomo. Miró hacia la Cubierta de Paseo. Greg Menotti venía corriendo velozmente, agitando brazos y piernas.
—Tiene que decirme dónde están los botes hinchables —gritó, y Joanna se zambulló en la escalera. La puerta se cerró con un chasquido. Subió los escalones, los pies resonando con fuerza sobre el metal.
Las escaleras se inclinaban hacia delante, de modo que sus pies seguían resbalando. Necesitaba abarrarse a la barandilla de metal, pero no pudo. Se miró las manos. Llevaba una bandeja de la cafetería. “La has llevado hasta Pediatría sin ciarte cuenta —pensó, y trató de dársela a la enfermera sin caderas, pero no estaba en Pediatría, estaba en las escaleras y Greg se acercaba—. Tienes que soltarla”, pensó, y soltó la bandeja, que cayo por las escaleras, golpeando los escalones y cayendo, abajo y más abajo, cubierta tras cubierta tras cubierta.
Joanna se agarró a la barandilla de metal con ambas manos. Estaba adiada, tanto que le cortó las palmas, y húmeda.
Alzó la cabeza. Manaba agua desde arriba. “Es demasiado tarde —pensó, la barandilla clavándose en sus manos como un cuchillo—. Se está hundiendo.”
Pero Jack Phillips había continuado transmitiendo hasta el mismo final, incluso después de que la proa quedara sumergida, incluso después de que el capitán le dijera sálvese quien pueda. Joanna apartó la mano izquierda de la barandilla y empezó a subir otra vez, tambaleándose un poco por el extraño ángulo de los escalones, golpeándose las caderas contra la mesa, derribando el Koolaid, su madre diciendo: “Oh, Joanna”, y buscando el vaso y una toalla al mismo tiempo, empapando el Koolaid, la toalla roja, más roja, manando, y Vielle diciendo: “¡Rápido! La película va a empezar!” Tendiéndole el cubo de palomitas, y Joanna abriéndose paso por el pasillo oscuro, incapaz de ver nada, temiendo que la película hubiera empezado ya, deseando que fueran sólo los avances, viendo luz delante, fluctuante, dorada, como un juego… Estaba de rodillas, los dedos atrapados en el entramado de metal del escalón que tenía encima. “No —pensó—, todavía no, tengo que enviar el mensaje”, y se puso en pie. Empezó a subir los escalones.
Hubo un sonido y se preparó para sumergirse en la oscuridad, otra vez, en el túnel. El sonido se repitió desde abajo, resonando, metálico. “ El está en las escaleras —pensó—. Está subiendo.” Miró hacia abajo, pero no era él, era Greg Menotti quien subía las escaleras.
Rápido, se dijo, y subió los últimos escalones, atravesó la puerta y salió a la Cubierta de Botes, corriendo. Dejo atrás el respiradero, dejó atrás el techo elevado de la Gran Escalera. Tras ella, una puerta se cerro. Rápido, rápido. Corrió ante los pescantes vacíos de los botes salvavidas. La luz estaba todavía encendida en la sala de comunicaciones. Podía verla bajo la puerta. “El operador siguió transmitiendo hasta que falló la energía —pensó—, siguió…”
Se le enganchó el fondillo de la rebeca, y cayó torpemente sobre una rodilla.
—¿Dónde están los…? —exigió Greg Menotti, y hubo un súbito y ensordecedor rugido de vapor. El humo revoloteó alrededor de ellos, y ella pensó: “Tal vez pueda escapar en la niebla.” Pero cuando lo intento, él le agarró la muñeca, atrapando con la otra mano un pliegue de la rebeca.
Se puso en pie de un tirón.
—Los botes hinchables —gritó por encima del rugido del vapor—. ¿Dónde están?
—Encima de la zona de oficiales —dijo Joanna. Señaló con la mano atrapada en dirección a la proa—. Allí abajo.
El la empujó, retorciéndole la muñeca a la espalda.
—Enséñemelo —dijo. La empujó, más allá de la chimenea, más allá de la sala de comunicaciones.
—Tengo que enviar un mensaje —dijo Joanna, los ojos clavados en la luz que asomaba bajo la puerta—. Es importante.
—Lo importante es salir de este barco antes de que se hunda —dijo él, empujándola hacia delante.
—No es real —pensó Joanna, deseando que desapareciera—. Son imaginaciones, es una metáfora, un disparo perdido. Lo he inventado a partir de mi desesperación por encontrarle sentido a lo que está sucediendo, de mi propio pánico y mi negativa. No está realmente aquí. Murió hace seis semanas. No puede hacerle nada a nadie.” Pero aunque cerró los ojos con fuerza y trató de ver su cuerpo sin vida en Urgencias, los dedos de Greg todavía se clavaban en su muñeca, su mano siguió empujándola ferozmente hacia delante, más allá de la sala de mapas, hacia la zona de oficiales.
—Están ahí arriba —dijo Joanna, señalando con la barbilla el techo plano sobre ellos.
— ¿Dónde? Está demasiado oscuro. No veo nada.
— lisos son los camarotes de los oficiales. Están almacenados encima. Pero no están allí. Esto no es el Titanic, es…
El se subió a una silla de cubierta, todavía agarrándola por la muñeca, haciéndola subir tras él a un cabrestante. Extendió la mano hacia un puma! y le soltó la muñeca. Joanna no esperó. Saltó del cabrestante, de la silla, y corrió hacia la sala de comunicaciones.
La puerta estaba cerrada, y en ella había un gran cartel. “¿Conoce a alguien en peligro? —decía—. Puede salvar una vida.”
Abrió la puerta, rezando: “Por favor, que siga aquí, por favor, que esté todavía transmitiendo.”
Lo estaba. Estaba sentado, encorvado sobre el telégrafo, sin la chaqueta, los cascos sobre el pelo rubio, pulsando ferozmente la clave. La chispa azul saltaba entre los polos de la dinamo. “Sigue funcionando”, pensó ella, sintiendo una oleada de alivio.
—Tengo que enviar un mensaje —dijo, sin aliento—. Es importante.
Jack Phillips no alzó la cabeza, no dejó de teclear firmemente. “No puede oírme —pensó ella— por culpa de los auriculares.”
—Jack —dijo, tocándole el hombro.
El se volvió, impaciente, quitándose uno de los auriculares.
—Señor Phil… —dijo ella, y se detuvo, boquiabierta.
50
Estamos a 157-337, Norte y Sur. Esperen a escuchar en 6210.
Maisie insistió en saberlo todo.
—¿Cómo murió? —le pregunto a Richard—. ¿En un desastre?
—No.
— La apuñaló un hombre drogado en Urgencias —dijo Kit, y Maisie asintió, como si eso significara que, en efecto, había sido en un desastre. ¿Y no había sitio así? Una muerte inesperada, inmerecida, causada por estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. ¿En qué se diferenciaba de estar en Pompeya cuando el Vesubio entró en erupción? ¿O en el Lusitana?