En cuanto llegó al trabajo a la mañana siguiente, Richard comprobó el contestador para ver si Joanna había llamado.
—Tiene doce mensajes —le reprochó la máquina. Era lo que te ocurría por pasarte todo el día corriendo por el hospital buscando a alguien.
Empezó a escuchar los mensajes, pasando al siguiente en cuanto la persona que llamaba se identificaba. La señora Bendix, la señora Brightman.
—Quería darle la bienvenida al Mercy General —dijo una voz anciana y temblorosa—, y decirle lo encantada que estoy de que esté investigando las experiencias cercanas a la muerte o, más bien, las experiencias cercanas a la otra vida, pues estoy segura de que sus experimentos lo convencerán de que lo que estos pacientes están viendo es la vida y los seres queridos que volverán a encontrar al otro lado de la tumba. ¿Sabe que Maurice Mandrake está también en el Mercy General? Supongo que ya ha leído La luz al final del túnel.
—Oh, sí —le dijo Richard a la máquina.
—Somos enormemente afortunados de tenerlo aquí —continuó el mensaje de la señora Brightman—. Estoy segura de que ustedes dos tendrán muchas cosas que decirse.
—No si hay una buena escalera a mano —dijo él, y pulsó el botón para pasar al mensaje siguiente. Un tal señor Edelman de la Asociación Nacional de Experiencias Paranormales, un tal señor Wojakowski.
—Comprobaba otra vez lo de mañana —dijo el señor Wojakowski—. Intenté llamarlo antes, pero no pude localizarlo. Eso me recuerda esos teléfonos que teníamos en el Yorktown para enviar mensajes al puente. Había que darles cuerda con una manivela y…
El señor Wojakowski, una vez que empezaba con el Yorktown, podía continuar eternamente. Richard pasó al mensaje siguiente. La oficina de becas, diciéndole que había un impreso que no había entregado.
—¿Wright? —dijo una voz de hombre. Peter Davis, su compañero de habitación cuando eran interinos. Nunca se molestaba en identificarse—. Supongo que te has enterado. No me puedo creer que Fox también. Esto es una especie de virus, ¿no? Si es así, mejor que te vacunes. O al menos llama y adviérteme antes de que lo veas en la estrella. Llámame.
Se preguntó de qué estaba hablando. El único Fox que conocía en R. John Foxx, un neuropsicólogo que estaba haciendo experimento: sobre la anoxia como causa de la experiencia cercana a la muerte. Richard pasó al mensaje siguiente.
Alguien de la Sociedad Paranormal Internacional. Otra vez el se ñor Wojakowski.
—Hola, Doc. No he tenido noticias suyas, así que pensé que era mejor intentarlo de nuevo. Quería asegurarme de que sea mañana a la dos. O a las catorce campanadas, como solíamos decir en el Yorktown.
Amelia Tanaka, diciendo:
—Puede que llegue unos minutos tarde, doctor Wright. Tengo un examen de anatomía, y la última vez duró dos horas. Estaré allí en cuanto pueda.
El señor Suárez, que quería cambiar su sesión para mañana. Otra vez Davis, aún más incomprensible que antes.
—Se me olvidó decirte dónde. En la diecisiete. Bajo el fantasma Y siguió un irreconocible canturreo monótono. Como si estuviera limpiando la casa.
—¿Doctor Wright? Soy Joanna Lander. Ah…
—Su cinta está llena —dijo el con testador.
—No —exclamó Richard—. Maldito Davis. Maldito señor Wojkowski, con sus interminables recuerdos del Yorktown. El único mensaje que necesitaba oír de verdad…
Pulsó «repetir» y escuchó de nuevo el mensaje.
—¿Doctor Wright? Soy Joanna Lander. Ah…
¿Era el principio de una frase como «Al final he decidido que me encantaría trabajar en su proyecto», o «Ahórrese las molestias, he decidido rechazar su oferta»?
Lo escuchó otra vez.
«Ah», decidió. ¿Pero de «Ah, olvídelo» o de «Al fin se me presenta la oportunidad de trabajar en un proyecto como éste»? Tendría que esperar hasta las diez para ver si ella se presentaba. O tendría que ir a buscarla.
O no, considerando cómo era aquel hospital. Era lo único que le hacía falta, que ella estuviera allí esperándolo y mirando el reloj, mientras él trataba de encontrar el camino de vuelta desde el ala este. Descolgó el teléfono y la llamó al busca, por si lo tenía conectado, y luego volvió a pulsar la repetición del mensaje. Tal vez hubiera algo en el tono que le diera una pista sobre…
—Todos sus mensajes han sido borrados —dijo la máquina. «¡No!» Saltó hacia el contestador, pulsó repetir—. No tiene ningún mensaje.
Richard agarró un talonario de recetas. «Wojakowski», garabateó. «Cartwright Chemical, Davis.» «¿Quién más?», pensó, tratando de reconstruir mentalmente los mensajes. La señora Brightman, y alguien de Northwestern. ¿Geneva Carlson? Sonó el teléfono. Richard lo descolgó, esperando que fuera Joanna.
—¿Diga?
—¿La has visto ya? —dijo Davis.
—¿Ver qué, Davis?
—¡La estrella!
—¿Qué estrella? Llamas y dejas un mensaje indescifrable…
—¿Indescifrable? —dijo Davis, ofendido—. Estaba clarísimo. Incluso te dije en qué página estaba el artículo.
No se trataba de una estrella, sino de The Star, el periódico sensacionalista.
—¿De qué trataba el artículo?
—¡De Foxx! Se ha vuelto majara y ha anunciado que ha demostrado que hay vida después de la muerte. Espera un momento, lo tengo aquí mismo, deja que te lo lea…
Se oyó un golpe cuando soltó el teléfono y luego un crujir de papel.
—«El doctor R. John Foxx, respetado científico en el campo de la investigación de la experiencia cercana a la muerte, ha declarado: “Cuando comencé mi investigación, estaba convencido de que se trataba de alucinaciones causadas por la privación de oxígeno, pero tras análisis exhaustivos, he llegado a la conclusión de que son un avance de la otra vida. El cielo es real. Dios es real. He hablado con él.”»
—Oh, Dios mío —murmuró Richard.
—Va a dejar la medicina para inaugurar el Instituto de la Vida Eterna —dijo Davis—. Y mi pregunta es: ¿hay algo que afecte a todo el mundo que se dedica a investigar las ECM? Primero Seagal dice que ha localizado el alma en el lóbulo temporal y que tiene fotos donde se ve cómo abandona el cuerpo, y ahora Foxx.
—Seagal siempre estuvo loco.
—Pero Foxx no. ¿Y si hay algún virus que infecta a todo el mundo que estudia las ECM y lo vuelve majareta?¿Cómo sé que de pronto no te pondrás a anunciar que se te ha aparecido la imagen de la Virgen María en la pantalla de un escáner?
—Confía en mí, no lo haré.
—Bueno, si lo haces —dijo Davis—, llámame primero, antes de llamar al Star. Siempre he querido ser ese amigo al que entrevistan, el que dice: «No, nunca he advertido nada raro en él. Siempre fue tranquilito, tímido, un solitario.» Hablando del asunto, ¿alguna chavala en el horizonte?
—No —respondió Richard, pensando en Joanna. Miró el reloj de pared. Eran más de las diez. Fuera lo que fuese aquel «Ah» en el contestador, no era positivo. Ella probablemente había leído el Star y había decidido que hablar con alguien relacionado con ese tipo de investigación sobre la muerte era demasiado arriesgado. Lástima. Tenía muchas ganas de hablar con ella. «Tendría que haberle ofrecido algo más sustancioso que una barrita energética», pensó.
—No hay enfermeritas macizas, ¿eh? —dijo Davis—. Eso es porque te dedicas a la especialidad equivocada. Yo las tengo en cola ante la puerta. —Conociendo a Davis, probablemente era verdad—. Naturalmente, hay otra explicación.
—¿Para tener a las mujeres haciendo cola ante tu puerta? —dijo Richard.
—No, para que todo el mundo asociado con la investigación de ECM de repente se convierta en creyente. Tal vez todo sea cierto, el túnel y el cielo y el alma, y haya de verdad otra vida. —Empezó a tararear, el mismo canturreo extraño que había dejado en el contestador automático.