Kevin miró a Joanna y luego se inclinó hacia delante y empezó a tecleare! mensaje. Punto-punto-punto. Raya-raya-raya. Sobre su cabeza, la chispa azul saltó, fluctuó, desapareció, volvió a arquearse.
“Se está apagando”, pensó Joanna, y se interpuso entre ellos.
— ¡No! Es demasiado tarde para enviar un SOS. Dile a Richard que es un SOS, dile que las ECM de la señora Troudtheim son la clave.
—¡Siga enviando el SOS! —gritó Greg, agarrando a Joanna por la muñeca—. Usted muéstreme dónde están los chalecos salvavidas.
—Tienes que hacer que el mensaje le llegue a Richard —le dijo ella a Kevin—. dile que es un código, que los neurotransmisores…
Pero Greg ya la había sacado de la sala de comunicaciones a la cubierta.
—¿Dónde están los salvavidas? ¡Tenemos que permanecer a flote hasta que llegue el barco! ¿Dónde los guardan?
—No lo sé —dijo Joanna, indefensa, mirando hacia la puerta de la sala de comunicaciones. De ella irradiaba luz, dorada, pacífica, y en la luz estaba sentado Kevin, su cabeza dorada inclinada sobre la clave del telégrafo sin hilos, la chispa sobre su cabeza como un halo. “Por favor”, rezó Joanna. “Que logre comunicar.”
—¿Dónde los guardan? —Los dedos de Greg se clavaron en sus muñecas.
—En un baúl junto a los camarotes de oficiales —dijo Joanna—. Pero no servirán de nada. No va a venir ningún barco…
Pero él ya la estaba empujando hacia la proa. Por delante, Joanna oía un lamido, un sonido suave, como agua, como sangre.
—Muéstreme dónde está el arcón…
“… para que pueda ver lo que estoy haciendo!”, decía el residente, y Joanna se apartó de Lis tijeras, temerosa de que tuviera un cuchillo, ¡un cuchillo! Vielle diciendo: “Aguanta, cariño. Cierra los ojos.” Las luces apagándose, la habitación súbitamente oscura, y luego una puerta adhiriéndose a la luz, a un cántico: “¡Cumpleaños feliz!” Las velas de la tarta encendiéndose, y su padre diciendo: “¡Apágalas de un soplo!” Y ella, inclinándose hacia delante, los mofletes llenos de aire, soplando, y las velas titilando en rojo y apagándose, las luces de cubierta oscureciéndose, brillando rojas y luego encendiéndose otra vez, pero no tan brillantes, no tan brillantes.
Joanna estaba tendida sobre un cofre de metal blanco.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Greg, arrodillado junto a la barandilla—. ¿Qué está pasando? —Su voz denotaba miedo, Joanna se levantó.
— La imagen unificadora se está quebrando —dijo—. Las sinapsis se disparan al azar.
—¡Tenemos que ponernos los chalecos! —gritó Greg, poniéndose un pie como loco. Abrió el cofre, sacó un chaleco salvavidas y se lo lanzó. ¡ Tenemos que abandonar el barco!
Joanna lo miro fijamente.
—¡No podernos!
El arrojó el salvavidas a sus pies, agarró otro y empezó a ponérselo.
—¿Por que no? —dijo, luchando con las correas. Ella lo miro con infinita piedad.
—Porque nosotros somos el barco.
Ella se detuvo, las manos todavía agarrando las correas, y la miró temeroso.
—Murió usted, Greg, y yo también, en Urgencias. Tuvo un infarto masivo.
—Hago ejercicio en el gimnasio todos los días, ella sacudió la cabeza.
—No importa. Chocamos contra un iceberg y nos hundimos, y todo esto… —indicó con la mano la cubierta, los pescantes vacíos, la oscuridad, es una metáfora de lo que está sucediendo realmente, las neuronas sensoras desconectándose, las smapsis apagándose.
La pobre mente mortalmente herida conectando por reflejo sensaciones e imágenes a su pesar, intentando encontrarle sentido a la muerte mientras mona.
El se la quedó mirando, la cara abotargada, llena de desesperación.
— Pero si eso es verdad, si eso es verdad —dijo, y su voz fue un sollozo airado—, ¿qué vamos a hacer?
— ¿Por qué me lo pregunta todo el mundo a mí? —pensó Joanna—. No lo se. Confiar en Jesús. Ser buenos. Jugar la mano que tenemos. Intentar recordar qué es importante. Tratar de no tener miedo.”
— No lo sé —dijo, infinitamente apenada por él, por sí misma, por todos. Mire, es demasiado tarde para salvarnos nosotros, pero todavía existe la posibilidad de que podamos salvar a Maisie. Si pudiéramos hacer llegar un mensaje…
¿Maisie? —gritó él, la voz llena de furia y desprecio—. Tenemos que salvarnos nosotros, es sálvese quien pueda. —Hizo un nudo con las correas—. No hay suficientes salvavidas para todos, ¿no? Por eso no quiere decirme donde están, porque tiene miedo de que le robe el sitio, están bajo cubierta, verdad?
—No, ahí no hay nada excepto agua!
“Y oscuridad. Y un hombre con un cuchillo”
—¡No baje ahí! —dijo Joanna, tendiendo la mano hacia él, pero Greg ya estaba en la puerta— ¡Greg!
Corrió tras él.
Greg abrió la puerta a la oscuridad, a la destrucción.
— ¡Espere! —llamó Joanna— ¡Kevin! ¡Señor Briarley! ¡Ayuda! ¡SOS!
Sonaron pasos, gente corriendo desde popa.
— ¡Rápido! —dijo ella, y se volvió hacia el sonido— Tienen que ayudarme. Greg…
Era un perro pequeño y achatado, blanco, con orejas de murciélago, que trotaba por cubierta hacia ella arrastrando una correa de cuero. “Es el bulldog francés —pensó Joanna—, el que tanto entristecía a Maisie.”
— ¡Eh, bonito! —llamó, agachándose. Pero el perro la ignoró, trotando con el aspecto frenético y simple de un perro perdido que intenta encontrar a su amo.
— ¡Espera! —dijo Joanna, y corrió tras él, agarrando el extremo de la correa. Acunó al perrito en sus brazos— Tranquilo, tranquilo. No pasa nada.
El perro la miró con sus ojos saltones, jadeando.
— No tengas miedo. Yo te…
Hubo un sonido. Joanna alzó la cabeza. Greg estaba en el último escalón de la escalera de la tripulación, asomado a la oscuridad. Bajó un escalón.
— ¡No baje ahí! —gritó Joanna. Se colocó al perrito bajo el brazo y corrió hacia la puerta— ¡Espere!
Pero la puerta ya se había cerrado tras él.
— ¡Espere!
Agarró el pomo de la puerta con la mano libre. No giraba. Soltó al perro, enroscando el extremo de la correa en su muñeca, y trató de abrirla de nuevo. Estaba cerrada con llave.
— ¡Greg! ¡Abra la puerta!
Puso todo su peso contra la puerta y empujó.
— ¡Abra la puerta!
Golpeando el cristal de la puerta, gritando: “¿Qué clase de cafetería es esta?” Golpeaba tan fuerte que el cristal se sacudió, el cartel que decía “ De 11 a 1 “ se estremeció, tratando de que la mujer de dentro soltara los platos y mirara, gritando: “¡No es la una todavía!”, señalando su reloj como prueba, pero cuando ella lo miró, no decía la una menos diez, decía las dos y veinte.
Estaba de rodillas, agarrada a uno de los pescantes vacíos de los botes. El pequeño bulldog se acurrucaba a sus pies, mirándola, tiritando.
La correa flotaba tras él en la cubierta inclinada. “Lo he soltado —pensó Joanna horrorizada—. No puedo soltarlo.”
Se enroscó la correa en torno a su muñeca dos veces, tensa, y la agarró con fuerza, lomo en brazos al perrito, tambaleándose. La cubierta ya estaba muy empinada.
—Tengo que conseguir un salvavidas para ti —dijo Joanna, y echó a andar con el perro en brazos, subiendo por la pendiente de la cubierta, tratando de evitar las sillas que resbalaban, las jaulas de pájaros, los carros de emergencia.
“Estoy en el ala equivocada —pensó—, tengo que llegar a la Cubierta de Botes”, y ovó a la orquesta.
—La orquesta estaba en la Cubierta de Botes —dijo Joanna, y ascendió hacia el sonido.