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Los músicos habían apoyado el piano en el ángulo entre la Gran Escalera y la chimenea. Estaban delante, los violines en el pecho como si fueran pequeños escudos. Cuando Joanna los alcanzó, el director de la orquesta alzó la batuta, y los músicos se colocaron los violines bajo la barbilla y empezaron a tocar. Joanna esperó, el bulldog apretado contra ella, pero era una música de ragtime, animada, entrecortada.

—Todavía no es el fin —le dijo Joanna al perro, pasando junto a ellos, junto al vestíbulo de primera clase—. Todavía tenemos tiempo, no se acaba hasta que tocan Más cerca, mi Dios, de Ti.

Y allí estaba el cofre. Joanna quitó de en medio una percha para intravenosas y un carrito, arrastrando una sábana blanca, y asió un chaleco salvavidas. Puso al perrito sobre el cofre blanco para colocarle el salvavidas, envolviéndolo en torno a su cuerpo chaparro y haciendo pasar sus patas delanteras por los agujeros para los brazos. Tomó las correas, abrazando… “ Ven, ¡déjame abrazarte!”, entonó el señor Briarley, recitando Macbeth. “No le tengo y sin embargo aún te veo. ¿.Eres una daga de la mente…?” Ricky Inman se mecía en su silla; Joanna lo observaba fascinada, esperando que se cayera… “¿Una falsa creación, surgida del cerebro oprimido?”, y Ricky se cayó de espaldas, agarrándose a la pared, al interruptor de la luz mientras caía, y el señor Briarley dijo, mientras la luz se apagaba: “Exactamente, señor Inman, apague la luz y luego apague la luz”, y toda la clase se rió, pero no era gracioso, estaba oscuro. “Estaba oscuro”, dijo la señora Davenport, deteniéndose con cada palabra; Joanna, aburrida, desinteresada, preguntando: “¿Puede describirlo?” Y el señor Briarley respondiendo: “El sol no brillaba y las estrellas no daban luz.”

Estaba agarrada a la barandilla de la cubierta, con medio cuerpo fuera. Había vuelto a soltar al bulldog, y el perro le arañaba las piernas, gimoteando, resbalando por la empinada cubierta.

Lo agarro, lo abrazo contra su pecho y fue abriéndose paso en busca de apoyo hacia la mitad de la cubierta, agarrándose a la barandilla mientras pudo y luego soltándose y medio resbalando medio cayendo hacia la seguridad de la columna de madera. Las luces de cubierta se redujeron a la nada y luego volvieron a encenderse, rojo oscuro.

—El córtex visual se está apagando —dijo Joanna, y se abalanzó hacia la columna. Envolvió la correa en torno a su cintura, esforzándose por amarrarse a la columna sin soltarla. Un carrito pasó ante ellos, ganando velocidad. Un tigre, su piel de rayas rojas y negras con la luz, pasó de largo.

Joanna envolvió la correa en torno a su cintura, el perro y la columna y la anudó.

—De esta manera no te soltaré. Como El hundimiento del Hesperus —dijo, y deseó que el señor Briarley estuviera allí—. “Cortó una cuerda de un palo roto y la ató al mástil” —recitó, pero cuando dijo el siguiente verso, no encajaba—. “Y cuando murieron, los petirrojos tan rojos, rociaron sobre ellos hojas de fresa.”

El barco empezaba a desequilibrarse, como Ricky Inman en su pupitre. El bulldog, entre su pecho y la columna, la miraba con ojos espantados.

—No tengas miedo —susurró—. No puede durar mucho más.

Empezó a nevar, grandes copos blancos que caían sobre la cubierta como capullos de manzana, como ceniza. Joanna alzó la cabeza, casi esperando ver el Vesubio sobre ellos. Un marinero, todo de blanco, arrastrando tacos de aterrizaje, gritaba:

—¡Zeros en novecientos!

La orquesta se paró, hizo una pausa, empezó a tocar.

—Ya está —susurró Joanna—. Más cerca, mi Dios, de Ti. Pero no era ésa la canción.

—Bueno, al menos hemos resuelto el misterio de si tocaron Más cerca, mi Dios, de Tí u Otoño.

Pero tampoco era Otoño. Tampoco era un himno. Era Barras y estrellas para siempre.

—Oh, Maisie —murmuró.

Un apache paso galopando, blandiendo un cuchillo. Empezó a caer agua de los pescantes de los botes salvavidas, de las barandillas, del cofre.

—¡Esta es la peor de las catástrofes del mundo! —lloriqueó por un micrófono un reportero, en el techo de la zona de oficiales. —¡Es un choque terrible, damas y caballeros, el humo y las llamas! ¡Oh, la humanidad!

La alarma de parada empezó a sonar.

Joanna alzó la cabeza, la popa del barco se alzaba sobre ella, suspendida contra la negrura. Abrazó al perro y trató de protegerle la cabeza. Las luces se apagaron, parpadearon, rojo oscuro, se fueron, volvieron. Como un código Morse. Como Lavoisier.

Hubo un sonido terrible, y todo empezó a caer, la sillas de cubierta y el gran piano y las chimeneas gigantes, violines y bastones y cartas, postales y granadas y platos y la noche del picoteo, transcripciones y arriates y telegramas. Cayeron libros de sus estantes, Laberintos y espejos y El ABC del Titanic y La luz al final del túnel. Los pescantes se soltaron de sus puntos de atraque, y el camello mecánico, y la máquina de pesas, más parecida que nunca a una guillotina. Los pantales cayeron, y el telégrafo de la sala de motores, fijo en Parada, y los escápeos y los antifaces para dormir y los atajos, arterias, viejos marineros, minigrabadoras, metáforas, chapas de perro, ventanas de ventilación, cuchillos, neuronas, noche.

Cayeron sobre Joanna y el pequeño bulldog con un rugido ensordecedor, y en el último momento, antes de que los alcanzaran, ella comprendió que se había equivocado respecto al sonido que oyó al llegar. No era el sonido de los motores parándose ni de una alarma zumbando, del iceberg cortando el costado del barco, sino el sonido de toda su vida, chocando, chocando, chocando contra ella.

52

Permanezcan a la espera

Mensaje del Frankfurt al Titanic

— Llevo intentando llamarlo desde el miércoles —le dijo Maisie a Richard, disgustada. Tomó el mando a distancia y apagó el sonido de Sonrisas y lágrimas. Pero no te dejan tener teléfono en esta habitación, hay que decírselo a la enfermera de planta y ella hace las llamadas por ti, marca y todo, y no permiten teléfonos móviles por culpa de los marcapasos, se puede alterar la señal y entran en fibrilación o alto así dijo ella, lanzada, así que le pedí a la enfermera Lucille que lo llamara, y ella me pregunto para qué, y no podía decirle el verdadero motivo porque se supone que no estoy enterada de lo de Joanna. Necesitamos un código para la próxima vez.

—Muy bien, elaboraremos Lino —dijo Richard—. ¿Descubriste a quien fue a ver Joanna?

—Si. Pues bueno, le dije que tenía que verle, y le dije que usted no era una visita, sino un medico, pero ella siguió sin llamarlo.

Hizo una pausa para tomar aire, su respiración silbaba un poco, y luego continuo.

Así que le pedí que le dijera a la señora Sutterly que me trajera mis libros, porque ella no es una visita, y tengo que tener mis libros para poder hacer mis deberes Pensé cuando vino que podría entregarle en secreto una nota con su numero de teléfono, pero la enfermera Lucille dijo: “Solo familiares.” Esto es como una prisión.

¿Y entonces le dijiste a tu madre que he descubierto una cura para las paradas cardiacas?dijo Richard.

Ella asintió.

—Se me ocurrió la idea viendo La trampa de los padres, la parte donde encañan a la madre. No se me ocurrió otra cosa —dijo, a la defensiva—. Supuse que ella le haría venir si pensaba que había descubierto usted una forma de recuperar a la gente después de que estén clínicamente muertos. Y lo hizo. —Se puso sena—. Sé que no sabe cómo hacerlo. ¿Está enfadado?