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Se levantaron.

—Si recuerda algo —dijo Kit—, llámenos, por favor.

—Dudo que recuerde nada. El doctor Cherikov dijo que cuanto más tiempo pase, menos me acordare de todo el asunto.

—Lo cual es bueno —dijo la señora Aspinall—. Tienes que olvidar lo que ha pasado y concentrarte en el presente, y el futuro. ¿Verdad, doctor Wright? Quiero darle las gracias por venir.

Fin de la entrevista.

La señora Aspinall los condujo rápidamente por el pasillo hasta la puerta y los ayudó a ponerse los abrigos, obviamente ansiosa por librarse de ellos para poder regresar con su marido.

—Han sido muy amables al venir hasta aquí —dijo, abriendo la puerta.

Salieron al porche.

—Lamento que mi marido no pudiera ayudarles.

—Tal vez, pueda ayudarnos usted —dijo Richard—. Su marido le dijo a Joanna algo que la puso en la pista correcta. Algo que él recordó de su coma.

—Ya les ha dicho que no lo recuerda. Su memoria de su estancia en el hospital es muy neblinosa…

—Pero tal vez, le haya dicho algo a usted después de despertar —dijo Kit—. Tal vez alguna referencia a lo que vio o…

—Su marido dijo que las cosas que vio no eran sueños —la interrumpió Richard—. ¿Dijo qué eran?

La señora Aspinall miró insegura hacia el salón al fondo del pasillo.

—Por favor —dijo Kit—. Su marido es la única persona que puede ayudarnos. Es muy importante.

— Lo que es importante es la recuperación de mi marido. Todavía está muy débil. Sus nervios… No creo que comprendan lo terrible que ha sido lo que acaba de pasar. Estuvo tan cerca de la muerte… No podría soportar volver a perderlo. Tengo que pensar en su bienestar…

 —dijo que Joanna fue amable con usted… —dijo Richard.

—Lo fue —dijo la señora Aspinall, y retiró la mano de la puerta.

—¿Dijo algo sobre dónde estuvo? —preguntó Richard rápidamente—. ¿Mencionó una Gran Escalera?

El sonido del bastón al golpear llegó súbitamente desde el fondo del pasillo.

—Mi marido está llamando. Tengo que acostarlo.

 —dijo que ella estuvo allí sólo unos minutos, y la idea de que estuviera en el mismo sino obviamente lo asustó —dijo Richard, por encima de los golpes—. ¿Dijo dónde estuvo o por qué le daba miedo?

—Tengo que irme.

—Espere —dijo Richard, rebuscando en su bolsillo—. Aquí tiene mi tarjeta. Es el número de mi busca. Si usted o su marido recuerdan algo…

—Lo llamaré. Gracias otra vez por haber venido hasta aquí —dijo ella amablemente, y les cerró la puerta en las narices.

53

V…V…

Ultimo mensaje del Titanic, oído levemente por el Virginian.

Joanna se hundió.

Se vio rodeada de pronto por agua y oscuridad. No veía nada, la lluvia en el parabrisas fue de pronto un aguacero, tan fuerte que los limpia parabrisas no podían seguirle el ritmo. Los puso a toda potencia, pero no sirvió de nada, la lluvia se convirtió en escarcha, en hielo. Iba a tener que aparcar a un lado de la carretera, pero ni siquiera veía el arcén, no podía sentir el fondo. Estiró desesperadamente los dedos de los pies, intentando tocar la arena, la cabeza hacia abajo. Abajo. Caía y boqueaba en busca de aire, tragando, atragantándose. Ahogándose.

“Ahogarse es la peor forma de morir”, había dicho Vielle, pero todas eran terribles. Infarto, fallo renal, decapitación, sobredosis de droga, aortas cortadas y ser aplastado por una chimenea. Joanna alzó la cabeza, tratando de ver el Titanic, pero sólo había agua sobre ella. Y oscuridad.

Extendió las manos hacia la superficie, pero estaba demasiado por encima, y después de un rato dejó caer los brazos, y cayó. Su pelo se abrió en abanico a su alrededor como había hecho el de Amelia Tanaka, tendida en la mesa, las manos muertas flácidas y abiertas en el agua oscura.

“Solté al bulldog francés”, pensó, y supo que no podía haber retenido al perro ni su recuerdo, ni el recuerdo de Ulla o del perro de Pompeya, debatiéndose contra su cadena, ni el del pasajero del Titanic soltando los perros de sus jaulas, porque la caída misma era una forma de soltarse, y mientras caía se olvidó no sólo del perro, sino del significado de la palabra perro y azúcar y pena.

Cayeron de ella como nieve, como ceniza, recuerdos de haber dicho: “¿Puede ser más especifica?” De comer palomitas con mantequilla, de encontrarse en el pasillo de la tercera planta, mirando la niebla, y de estar sentada junto a la cama de la señora Woollam, escuchándola leer pasajes de la Biblia: “Cuando pases las aguas estaré contigo.” Y “Rosabelle, recuerda”, y “Pon las manos sobre mis hombros y no te muevas”.

Los nombres caían de ella en oleadas, los nombres de sus pacientes y de sus mejores amigos de tercer curso, de la estrella de cine a quien se parecía el oficial de policía de Vielle y de la capital de Wyoming. Los nombres de los neurotransmisores y de los días de la semana y de los elementos nucleares de la ECM.

El túnel, pensó, tratando de recordarlos, y la luz, y el del señor… ¿cómo se llamaba? Lo había olvidado. Insistía mucho. La revisión de vida. “Se supone que tiene que haber una revisión de vida”, había dicho, pero se equivocaba. No era una revisión sino una evacuación, acontecimientos y hechos y conocimientos arrojados por la borda uno a uno: números y fechas y rostros, el sabor de Tater Torros, y el olor de los lápices de cera, rojo y dorado y verde mar, la combinación de su taquilla en el instituto y su número de socia del Blockbuster, y la mejor forma de llegar desde Medicina interna a la UCI.

Alarmas de código y huertos de la victoria y rascar nieve del parabrisas, y en algún lugar un incendio, ardiendo fuera de control, lanzando al aire columnas de acre humo negro. Y el olor de la pintura fresca, el sonido de la voz de Amelia Tanaka, diciendo: “Estuve en un túnel.” “Un túnel”, pensó Joanna, mirando el agua en la que se hundía, la oscuridad que se estrechaba.

Pero no había ninguna luz al final de este túnel, ningún ángel, ningún ser querido, y aunque los hubiera, los habría olvidado, padres y abuelos y Candy Simons. Habría dejado el recuerdo de todos ellos, parientes y amigos, vivos y muertos, detrás, en el agua. Guadalupe y Coleridge y Julia Roberts. Ricky Inman y la señora Haighton y Lavoisier.

Llevaba mucho tiempo cayendo. No puedo caer eternamente, pensó. El Titanic no había caído eternamente. Había acabado por posarse en el fondo del mar, asentándose en el suave lodo, rodeado de escupideras y lámparas y zapatos.

¿Me rodearán también zapatos?, se preguntó, y pudo verlos en la oscuridad: la zapatilla roja, atrancando la puerta, y los enormes zapatos de payaso de Emmet Kelly y el zapatito del juego del Monopoly, y los zapatos abandonados de los marineros, alineados en la cubierta del Yorktown. El Yorktown había acabado por descansar, también, y el Lusitania y el Hindenburg, y Jay Yates y Lorraine Allison y la Pequeña Señorita 1565, después de haberlo olvidado todo, incluso sus nombres. Descansen en paz.

¿Cómo se decía en latín “descansa en paz”? “Eloi, eloi, lama sabacthani”, pensó, pero no era eso. Era otra cosa en latín. Había olvidado el latín de “descanse en paz”, y las palabras de Más cerca, mi Dios, de Ti y El hundimiento del Hesperus y Sonrisas y lágrimas.

Todo lo que había aprendido de memoria caía de ella, línea tras línea, desenrollándose en el agua oscura como la cinta que escapa de un vídeo roto. “Los asirlos cayeron como el lobo sobre el rebaño”, y “en un momento como éste, es sálvese quien pueda”, “Houston, tenemos un problema”, y “Oh, no recuerdas, hace mucho tiempo, había dos niños pequeños cuyo nombre no conozco”.