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Las palabras se perdieron en el agua, llevándose la memoria consigo, arrastrando electrodos y lazos de salvavidas y la cinta amarilla. “No cruzar.” Y madejas de hilo amarillas, zapatillas amarillas como las que llevaba Whoopi Goldberg en Jumpm’ Jack Flash, Jack en el Tallo de Habichuelas, Jack Phillips.

Y eso era importante. Había algo importante referido a Jack Phillips. Algo sobre una bata, o una manta. O un calefactor, desconectándose. Están desconectándose, pensó, los receptores y transmisores y neuronas, y esto es sólo un símbolo de… Pero había olvidado la palabra para metáfora. Y para desastre. Y para muerte.

Medio olvidado el sabor de los cheetos y el color de la sangre y el número cincuenta y ocho, olvidado el Mercy General y la piedad infinita, zepelines y besos, su talla de ropa, su primer apartamento, dónde había puesto las llaves del coche, la respuesta a la pregunta número quince en el examen final del señor Briarley. El sonido en el túnel y el impreso 1040.

Mis impuestos. No envié mi declaración de la renta. Hay que entregarla el quince de abril, pensó, y recordó que el Titanic se había hundido la noche del catorce. Toda esa gente, pensó, no entregaron tampoco su declaración de la renta. No, se equivocaba. No había declaraciones de la renta entonces. Por eso eran tan ricos. Pero había otras cosas que no habían hecho y que pretendían hacer: reunirse con amigos en los muelles de Nueva York, enviar un telegrama anunciando su llegada a salvo, casarse, tener hijos, ganar el premio Nobel.

“Nunca aprendí a tocar el piano —pensó Joanna—. No le dije al señor Wojakowski que no podíamos utilizarlo en el proyecto, y ahora le dará la lata a Richard. No transcribí la ECM del señor Sage.

“No importa. Pero no pagué la factura del gas. Me olvidé de regar mi planta. No recogí el libro de Kit. Le prometí que iría a recogerlo. Prometí que iría a ver a Maisie.

“¡Maisie! —pensó horrorizada—. No se lo dije a Richard, tengo que decírselo, pero no podía recordar qué era lo que quería decirle. Algo sobre el Titanic. No, el Titanic no. El señor Briarley estaba equivocado, no era sobre el Titanic. Era algo sobre los indios. Y Río Grande. Y un perro. Algo sobre un perro.”

No, tampoco era un perro. “Niebla”, pensó, y recordó estar de pie en el pasillo, contemplando la niebla. Era fría y difusa, como el agua, como la muerte. Lo nublaba todo, la memoria y el deber y el deseo. “Déjalo —se dijo, contemplando la nada—. No es importante. Déjalo.”

Informes de progresos y entregar el correo y lamentarlo. No era importante. “Nada es importante. Ni demostrar que es el Titanic ni tener un pase de pasillo o evitar al señor Mandrake. Nada de eso importa. Ni el señor Wojakowski ni que la señora Haighton nunca me devuelva las llamadas, ni Maisie.

“Eso es mentira. Maisie sí importa. Tengo que encontrar a Richard. Tengo que decírselo.”

—Richard, escucha —gritó, pero su boca, su garganta, sus pulmones estaban llenos de agua.

Pataleó frenéticamente, extendiendo las manos, los brazos hacia arriba. “Tengo que decírselo —pensó, agarrándose al agua como si fuera la barandilla de una escalera, tratando de auparse mano sobre mano—. Tengo que hacer llegar el mensaje. Por Maisie.”

Deseó ascender, pataleando, golpeando con los brazos, tratando de llegar a la superficie.

Y continuó cayendo.

54

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Ultimas palabras de JESÚS en la cruz.

Jo, igual que Ismay —dijo Maisie cuando le contaron lo que había sucedido con Carl—. ¡Qué cobardica!

Nadie como Maisie para resumir las cosas. Richard se preguntó si, al subir al bote salvavidas, las manos de Ismay estaban tan blancas y agarrotadas como las de Carl Aspinall, su rostro con aspecto tan hinchado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Vielle. Lo había llamado en el camino de vuelta, exigiendo saber qué habían descubierto, y Richard, incapaz de soportar la perspectiva de contarlo dos veces, le dijo que se reuniera con ellos en la habitación de Maisie.

—Podríamos hablar con el analista que vio a Carl y Joanna —dijo Richard—. Puede que oyera lo que decían.

—No lo oyó —dijo Maisie—. Se lo pregunté. Dijo que dejaron de hablar cuando entró en la habitación.

—Puede que oyera algo mientras entraba —dijo Richard—, o al salir. O tal vez haya visto entrar a alguien. Si había un analista en la habitación extrayendo sangre, puede que hubiera otros haciendo pruebas —dijo, con una confianza que no sentía—. O enfermeras. ¿A quién mencionó la señora Aspinall?

—A Guadalupe —dijo Kit.

—Hablaré con Guadalupe y el resto del personal de la cinco-este. Vielle, sigue buscando a gente que pueda haber visto a Joanna en los pasillos, y no te limites al personal del hospital. Habla con los voluntarios y el personal de cocinas.

—¡Se supone que ése es mi trabajo! —protestó Maisie.

—Tu trabajo es descansar y ponerte fuerte para que estés preparada para tu nuevo corazón.

Maisie se desplomó contra las almohadas.

—¡No es justo! Yo fui quien descubrió lo del señor Aspinall. Además, si no tengo nada que hacer o en qué pensar, empezaré a preocuparme por mi corazón y por cuánto me dolerá la operación, y en morirme y esas cosas, y puede que se me pare el corazón.

Era buena, tenía que admitirlo.

—Muy bien —dijo, severo—, puedes ayudar a Vielle.

—Se me ocurre alguien más a quien preguntar —dijo ella inmediatamente—. Los pintores. Apuesto a que ven a un montón de gente. Y la señora de la terapia respiratoria. ¿Te llamo cuando se me ocurra más gente?

—Nada de llamar a Vielle a todas horas —intervino Richard—. Trabaja en Urgencias, y allí siempre están ocupados. Vendrá a verte cuando pueda, y cuando lo haga, nada de hacerle perder el tiempo.

Se volvió hacia Vielle.

—Si Maisie descubre algo, no te contará la historia entera de cómo lo descubrió, porque ya sabe que tienes que volver a Urgencias.

—Pero… —dijo Maisie.

—Prométemelo —dijo Richard—. Cruza tu corazón.

—Vaaale —dijo ella a regañadientes. Le sonrió a Vielle—. Hablaré con la señora que vacía las papeleras y con el tipo que pasa la aspiradora. Y descansaré —añadió rápidamente.

—Y bébete tu Ensure —dijo Richard.

—¿Y si no había nadie más en la habitación para oírlos? —preguntó Maisie.

—Tal vez la señora Aspinall cambie de opinión —dijo Kit.

—Eso es —comentó Richard, aunque no lo creía ni por un instante. Su única preocupación era su marido, y la única preocupación de él era sobrevivir. Y nada, nada podría hacerle volver allí, ni siquiera para salvar a Joanna.

—¿Pero y si no lo hace? —dijo Maisie.

—Entonces tendremos que esperar que el analista sepa algo —dijo Richard—. ¿Sabes su nombre, Maisie?

—Sí. Lo vi en su placa cuando se inclinó para colocarme la intravenosa, y…

—Maisie —dijo Richard, severo—. Nada de perder el tiempo. Lo prometiste.

—Se lo prometí a Vielle —dijo ella, y ante su mirada, se apresuró a añadir—: Vale. Rudy Wenck. ¿Pero y si no sabe nada?

—Entonces encontraremos a alguien que lo sepa.