“Tiene que haber alguien”, pensó, cruzando el pasillo hasta el ala oeste. Se acercó a los ascensores. El central trinó, y de él salió un hombre con un Palm Pilot.
Mierda. El abogado de la madre de Maisie. La última persona a la que quería ver. Se dio rápidamente media vuelta y corrió pasillo abajo, deseando haber terminado de hacer el plano de aquella parte del hospital. Entonces al menos sabría dónde estaban las escaleras.
Había una al fondo del pasillo. Se escabulló por ella y bajó corriendo. Sólo llegaba al tercer piso, pero al menos sabía dónde estaban los ascensores en esa planta. Abrió la puerta y se internó en el pasillo.
—Anoche tuve otra visita —dijo una voz de mujer; venía hacia él por el pasillo—. Esta vez vi a mi tío Alvin al pie de mi cama, tan real como usted o como yo.
Mierda. No era el abogado de la señora Nellis la última persona a la que quería ver en el mundo. Ese honor le correspondía a la señora Davenport, y venía hacia allí. Richard miró hacia los ascensores, midiendo la distancia, y luego los números de las plantas sobre la puerta. Ambos indicaban la octava. Mierda. Se dio media vuelta y se encaminó hacia el puesto de enfermeras.
—Llevaba su uniforme blanco de marinero, y una luz radiante surgía de él —decía la voz de la señora Davenport—. ¿Y sabe que dijo, señor Mandrake?
Mandrake también. Mierda, mierda, mierda. Richard miró desesperadamente alrededor, buscando una vía de escape, una escalera, un hueco de la ropa sucia, lo que fuera. Incluso un trastero. Pero no había más que habitaciones de pacientes.
—dijo: “Ven a casa” —continuaba la señora Davenport, cada vez mas cerca—. Sólo esas palabras: “Ven a casa.” ¿Qué puede eso significar, señor Mandrake?
—Le enviaba un mensaje desde el Otro Lado, diciéndole que los muertos no se han marchado —dijo la voz del señor Mandrake—, que están aquí con nosotros, protegiéndonos, hablándonos. Todo lo que tenemos que hacer es escuchar…
Estaban doblando la esquina. Richard se coló por una puerta sin letreros. Una escalera. Magnífico. “Y esperemos que llegue hasta el sótano”, pensó, rodeando el rellano, para llegar a…
Se detuvo. Dos escalones por debajo del rellano, una cinta amarilla se extendía de un lado a otro, cortando el paso y, por debajo, los escalones celestes brillaban húmedos, aunque no podían estarlo. Los habían pintado hacía más de dos meses.
Se preguntó qué había sucedido. ¿Se habían olvidado los pintores de esta escalera, o habían sido incapaces de encontrarla en el laberinto de pasillos de conexión y corredores y callejones sin salida del Mercy General? ¿Y los técnicos y enfermeras, al ver la cinta, pensaban que estaba aún bloqueada y habían encontrado otras rutas, otros atajos?
Eso debía de ser, porque los escalones pintados bajo la cinta amarilla parecían brillantes e intactos, ni una sola huella en ellos, y la escalera todavía olía a pintura. Era evidente que nadie había estado allí desde el día en que Joanna y él se escondieron ocultándose de Mandrake, desde el día en que ella se sentó en los escalones para comer sus M M’s de cacahuete y se quejó de que la cafetería no estaba nunca abierta, y él había intentado convencerla de que trabajara con él en el proyecto y ella le preguntó si era peligroso, y él dijo: “No, es perfectamente seguro…”
De pronto le fallaron las piernas. Tanteó en busca de la barra de metal y se sentó en el tercer escalón sobre el rellano, donde se habían sentado entonces, donde había sobornado a Joanna con manzanas y capuchino embotellado.
“Los muertos no se han ido”, había dicho la señora Davenport, y si eso fuera cierto, si Joanna estuviera en alguna parte, estaría allí, en el aire embalsamado y vacío de aquella escalera donde no había estado nadie desde hacía dos meses, donde nada había perturbado los ecos de su voz.
Deseó de pronto que la señora Davenport tuviera razón, que Joanna se le apareciera, de pie en los escalones celestes, irradiando luz, y diciendo: “Lamento no haberte podido decir lo que he descubierto. Hice igual que toda esa gente en las películas. “SOS.” ¿Cómo ibas a saber lo que eso significaba? Me sorprende que no dijeras: “¿Puedes ser más específica?” ” Casi podía verla, subiéndose las gafas sobre la nariz, riéndose de él.
Casi.
Y eso era lo que hacía que la gente creyera en los ángeles y pusiera a farsantes como el señor Mandrake en la lista de éxitos de ventas, aquel deseo de creer. Pero eso no los traía de vuelta. Y no era la presencia de los muertos lo que acechaba a la gente, lo que la hacía imaginar que los veía en sus ECM. Era su ausencia. En lugares donde deberían haber estado.
Porque Joanna no estaba allí, ni siquiera en aquel lugar donde habían estado juntos, aplastados contra la pared, su brazo extendido sobre su corazón latiente. Allí no había nada, ni siquiera polvo. “Está muerta”, pensó, y fue como enfrentarse con aquel hecho otra vez.
De algún modo había conseguido negarlo, con todos sus paseos, dibujando planos, midiendo escaneos, interrogando a auxiliares de enfermería, y se preguntó ahora si de eso se trataba, si su obsesión por las últimas palabras de Joanna había sido simplemente otra forma de negativa, su propio Seminario Privado para Enfrentarse a la Pena.
Porque si podían descifrar las últimas palabras de Joanna, eso compensaría el que no hubieran sido capaces de salvarla. Le daría a la historia un final distinto. ¿Y en que se diferenciaba de lo que estaba intentando hacer Mandrake?
Se preguntó de pronto si había sido igual de engañado, si Joanna había murmurado unas cuantas palabras inconexas en su delirio y el y Kit y Vielle se habían dejado llevar por la imaginación, convirtiéndolas en un mensaje porque eso les daba algo en qué pensar, algo que hacer además de llorar, además de rendirse a la desesperación, y las palabras de Joanna no significaban nada en absoluto.
¡No!
—Estabas intentando decirme algo —le dijo, aunque ella no estaba allí—. Se que lo intentaste.
Pero no tuvo éxito. La máquina se había apagado antes de que pudiera terminar. Pensó en el mensaje que le había dejado en su contestador automático. El lo había reproducido una y otra vez, tratando de descifrar lo que había empezado a decir, pero no sirvió de nada. Había demasiadas posibilidades y no la suficiente información. “Como ahora”, pensó, y supo, a pesar de lo que le había dicho a Kit, que no lo descubrirían nunca.
En las películas siempre descubrían quién era el asesino, aunque la víctima moría antes de que pudiera decirlo. En las películas siempre descifraban el mensaje, resolvían el misterio, salvaban a la chica. En las películas.
Y tal vez en el Otro Lado. Pero no allí. Allí nunca averiguaron qué causó el incendio del circo de Hartford ni si había una bomba en el Hindenburg. Allí el doctor no pudo detener la hemorragia, la ayuda no llegó a tiempo, el mensaje estaba demasiado roto y manchado para poder ser leído.
“Si alguien hubiera podido hacer llegar un mensaje —había dicho Joanna en Taco Pierre’s aquella noche—, ése era Houdini.” Pero no era cierto. Si alguien hubiera podido hacer llegar un mensaje, ésa era Joanna. Lo había intentado, aunque se estaba ahogando en su propia sangre, aunque tendría que haber estado inconsciente. Si pudiera haber venido desde donde estaba (la tumba o las cubiertas del Titanic o el Otro Lado) para darle el mensaje, lo habría hecho.
Pero no pudo. Porque no estaba en ninguna parte. “Se ha ido”, pensó, y enterró la cara en sus manos.
Permaneció allí sentado largo rato. Su busca sonó una vez, rompiendo en silencio, y él lo sacó inmediatamente del bolsillo, rezando para que fuera la señora Aspinall diciéndole que Carl había cambiado de opinión, pero era solamente Vielle, llamándolo para que la llamara y así poder informar que había encontrado a otra sustituía que había trabajado en el extremo opuesto de la planta ese día, o que había acotado la búsqueda del taxi que Joanna había tomado a Yellow y Shamrock.