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Eso no era justo. Vielle lo había intentado cuanto había podido. Todos lo habían hecho, faltaban demasiadas piezas. La respuesta se encontraba en alguna de las transcripciones del Titanic” no en los escaneos o en la literatura inglesa, pero Joanna no podía decirles dónde, y el señor Briarley, si lo sabía, no lo recordaba. Y Carl se negaba a decirlo.

Y él, Richard, no podía imaginarlo. Era hora de admitirlo. Era hora de encarar los hechos, de hacer las maletas, ponerse el sombrero y admitir la derrota.

Joanna sin duda lo comprendería. Había visto al equipo de choque intentar con norepinefrina, salino, palas, RCP, uno tras otro. Y había estado en el Titanic, que lo había intentado y fracasado. El vigía no vio el iceberg a tiempo, el California no oyó el SOS, no vio la señal de la lámpara Morse, no comprendió los cohetes. El maquinista Harvey y el hombre por el que volvió para salvarlo habían muerto ahogados los dos.

Si había una lección que aprender del Titanic era que los intentos fracasaron, que el rescate llegó demasiado tarde, que los mensajes no llegaron a su destino, y supo, mientras lo pensaba, que no era cierto.

La lección del Titanic era que la gente siguió intentándolo aunque sabía que no había esperanza: enviaron SOS, soltaron los botes hinchables, bajaron y trajeron el correo, soltaron a los perros… todos estaban decididos a salvar algo, a alguien, aunque sabían que no podían salvarse a sí mismos.

“No puedes rendirte —pensó Richard— Jack Phillips no lo hizo. Joanna no lo hizo.”

— Muy bien —dijo, y aunque no lo sabía, su voz sonó igual que la de Joanna en el contestador automático.

Se levantó. “Muy bien. Consigue en Personal el número de la señora Hobbs. Averigua quienes más fueron pacientes de la cinco-oeste ese día. Averigua quien los visitó. Repasa otra vez los escaneos y las transcripciones. Habla con Vielle. Habla con Bob Yancey. Sigue intentándolo.”

Volvió a conectar su busca y subió las escaleras, extendió la mano para abrir la puerta, y luego bajó de nuevo al rellano. Arrancó la cinta amarilla y quitó los restos de la barandilla.

Llevó la maraña de cinta arriba, hasta el puesto de enfermeras. Una enfermera estaba al teléfono, de espaldas a él.

—La escalera al segundo piso está despejada. La pintura está seca —dijo, dejando caer la masa de cinta sobre el mostrador—. ¿Está todavía Maurice Mandrake con la señora Davenport?

—Espere —dijo la enfermera al teléfono. Se volvió a medias y asintió.

—Gracias —dijo él, y se encaminó hacia el ascensor.

—No, espere, doctor Wright —llamó la enfermera, la mano sobre el micrófono—. No me di cuenta de que era usted… Richard regresó al puesto de enfermeras.

—Ha llamado alguien de Urgencias preguntando por usted. No sabía que estaba usted en la planta o habría ido a buscarlo. Fue hace sólo unos minutos.

—¿Era Vielle Howard? —interrumpió él.

—Sí, creo que sí. Le pregunté a las otras enfermeras, pero no sabían que usted…

—¿Dijo que quería que la llamara o que bajara a Urgencias?

 —dijo que había alguien esperándolo en su laboratorio.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre —dijo la enfermera.

“Carl Aspinall —pensó él, y corrió hacia el ascensor—. Ha cambiado de opinión. Debe de haber pensado en lo que dijo Kit.”

Pero cuando llegó a la sexta planta, no era Carl quien esperaba en la puerta del laboratorio.

Era el señor Pearsall.

55

Un poco más y ya no estaré con vosotros, dónde estaré no puedo decirlo. De la nada venimos, a la nada vamos. ¿Qué es la vida? El destello de una luciérnaga en la noche.

Últimas palabras de PIE DE CUERVO, jefe de los indios pies negros.

Había luciérnagas. Se encendían y se apagaban en la oscuridad que la rodeaba. “Estoy en Kansas —pensó Joanna—. Esto debe de ser parte de la Revisión de Vida.” Y debía de estar acercándose al final si estaba recordando su infancia, visitando a sus parientes en Kansas, corriendo en la oscuridad con sus primos, con una jarra vacía en la mano para capturar luciérnagas y la tapa de latón en la otra, dispuesta a cerrarla cuando capturara una, la hierba húmeda contra sus tobillos, el rico y dulce olor de las peonías llenando el aire de la tarde.

Pero no era por la tarde…, era de noche. Y no importaba hasta qué hora les permitieran estar despiertos, nunca se había hecho completamente oscuro como ahora. Siempre había habido un tono azul purpúreo en el cielo, e incluso después de que salieran las estrellas todavía podía verse el contorno de las casas, de los álamos retorcidos. “Todavía podías ver a los adultos en el porche oscuro, y nos veíamos unos a otros.”

No distinguía la hierba en la que estaba sentada, ni la casa, ni su propia mano, que colocó delante de su cara. Estaba completamente negro, a pesar de las luciérnagas.

—La luna no brillaba —dijo en voz alta—, y las estrellas no daban ninguna luz.

Las estrellas. Eran estrellas, chispeando clara, firmemente, en el cielo negro, ¿y por qué había pensado que eran luciérnagas? Obviamente eran estrellas y se extendían hasta el horizonte, claras y chispeantes. Los supervivientes del Titanic habían recalcado eso, cómo las estrellas no se oscurecían cerca del horizonte, sino que brillaban hasta la línea del agua.

El agua. “He sobrevivido al hundimiento —pensó—. Estoy flotando en algo del Titanic, una silla de cubierta” Pero las sillas de cubierta eran de tablas. La superficie que tenía debajo era ancha y lisa. Un piano. El gran piano del restaurante A La Cárte.

Pero los pianos no flotaban. En la película El piano, éste se hundió como una piedra, arrastrándola a las aguas frías y desintegradoras. “Tal vez, es el piano de aluminio del Hindenburg. Sólo pesaba ochocientos kilos.”

“Se hundiría de todas formas”, pensó. Y tal vez se estaba hundiendo. “Todos los barcos se hunden tarde o temprano”, había dicho el señor Wojakowski, y tal vez aquél se hundía muy despacio, porque el océano estaba muy tranquilo. Todos los supervivientes habían dicho que el agua era lisa como el cristal esa noche, tan quieta que los reflejos de las estrellas apenas se distorsionaban.

Joanna extendió la mano hacia el borde del piano, palpando el teclado y luego el agua debajo y, al hacerlo, advirtió que estaba agarrada a algo con la otra mano, sosteniéndolo con fuerza en el hueco del codo. “El pequeño bulldog francés —pensó—, debo haberlo sujetado mientras caía”, aunque recordaba haberlo soltado todo, todo en el agua, recordaba sus manos abiertas agitándose vacías en la oscuridad. “El chaleco salvavidas”, pensó, y palpó en busca de las correas colgantes pero no pudo encontrarlas. Se inclinó sobre el perrito, tratando de verlo. Estaba demasiado oscuro, pero pudo sentir su suave cabeza, su cuerpecito contra su costado. No se movía.

—¿Estás bien, perrito? —preguntó, acercándose más para oír el sonido de sus jadeos, el latido de su pequeño corazón, pero no oyó nada.

“Tal vez se ha ahogado”, pensó ansiosamente, pero mientras lo pensaba, el perrito se apretujó más contra su costado.