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—Estás bien —dijo—. Maisie estará muy contenta.

“Maisie”, pensó, y recordó haberse debatido contra la abrumadora oscuridad, esforzándose por no olvidar hasta que fuera enviado el mensaje.

—En cuanto nos rescaten —le dijo al pequeño bulldog—, tengo que enviarle a Richard un mensaje.

Contempló la oscuridad. El Carpathia llegaría dentro de dos horas. Escrutó el horizonte, buscando sus luces, pero sólo había estrellas.

Las miró, tratando de encontrar la Osa Mayor. El Carpathia había llegado desde el suroeste. Si localizaba la Osa Mayor, podría seguir el mango hasta la estrella del Norte y sabría en qué dirección vendría.

Habían buscado la Osa Mayor en aquellas noches de verano en Kansas. Habían corrido por la fría hierba, tratando de capturar luciérnagas con las manos, y cuando un coche aparecía en la calle, gritaban “¡Automóvil!” y se tumbaban boca arriba en la hierba, inmóviles bajo el barrido de sus faros. Haciéndose los muertos. E incluso después de que el coche hubiera pasado, permanecían allí tendidos, contemplando las estrellas, señalando las constelaciones. “Aquélla es la Osa Mayor —decían, señalando—. Esa es la Vía Láctea. Allí está el Can.”

No había ninguna constelación. Joanna dobló el cuello, tratando de encontrar la forma de Sagitario, la larga mancha de la Vía Láctea en el centro del cielo. Pero sólo había estrellas. Y chispeaban brillantes, claras, hasta el agua, que estaba tan quieta que no oía su lamido contra los lados del piano, tan quieta que los reflejos de las estrellas no estaban distorsionados en absoluto. Chispeaban firme, claramente, como si no hubiera ningún reflejo, como si hubiera cielo bajo ella en vez de agua.

Abrazó al perro.

—Creo que ya no estamos en Kansas, Totó —dijo, y apartó los pies del borde.

No estaban en el Atlántico, y la cosa a la que se abrazaban no era un piano. Era otra cosa, una mesa de reconocimiento, o un cajón del depósito de cadáveres. O una metáfora de los supervivientes del naufragio de su conciencia, flotando en el cascarón de su cuerpo, sus últimas smapsis chispeando como estrellas, como luciérnagas.

Y el Atlántico era una metáfora de otro lugar. La laguna Estigia o el río Jordán o el Otro Lado del señor Mandrake. No, no un Otro Lado. Otra cosa distinta, sin ninguna relación con el mundo.

“El país lejano”, pensó, pero tampoco era adecuado. No era un país. Era un lugar tan lejano que ni siquiera era un lugar. Un lugar tan lejano que el Carpathia no podría llegar nunca, tan lejano que no había ninguna posibilidad de ser rescatada, de regresar. Y del cual nunca se sabía nada, a pesar de lo que dijera Maurice Mandrake, a pesar de los mensajes que decía haber recibido de los muertos.

E incluso las últimas palabras de los moribundos no eran mensajes, sólo ecos inútiles de los vivos. Mentiras inútiles. “Nunca te abandonaré”, decían, y se marchaban para siempre. “No te olvidaré”, decían, y luego lo olvidaban todo en las aguas oscuras y desintegradoras.

“Estaremos juntos de nuevo”, y ésa era la mayor mentira de todas. No había padres esperando en la orilla brillante. No había profetas, ni ancianos, ni Angeles de Luz. No había luz ninguna. Y nunca estarían juntos. Nunca volvería a verlos, ni podría decirles adonde había ido.

“Me marché sin despedirme”, pensó, y sintió una puñalada de dolor, como un cuchillo en las costillas.

—¡Adiós! —gritó, pero su voz no se transmitió en el agua—. ¡Adiós, Vielle! —gritó—. ¡Adiós, Kit! ¡Adiós, Richard!

Trató de hacerse entender, pero estaban demasiado lejos. Demasiado lejos incluso para que recordara la cara de Richard, o la de Maisie…

Maisie, pensó, y supo por qué había pensado que las estrellas eran luciérnagas. Insectos en código Morse las llamaban en Kansas. Encendiéndose, apagándose, enviando mensajes codificados en la oscuridad.

—Tengo que transmitirle el mensaje a Richard —dijo, y se levantó sobre el piano, haciendo que se agitara salvajemente—. ¡Richard! —llamó, llevándose las manos a la boca como si fueran un megáfono—. ¡La ECM es la forma que tiene el cerebro de pedir ayuda!

Estaba demasiado lejos. Nunca le llegaría. Houdini, diciendo “¡Rosabelle, cree!” a su esposa a través del vacío, no pudo hacerse oír. Ni ella tampoco.

—¡Es un SOS! —llamó Joanna, pero suavemente—. Un SOS.

El pequeño bulldog gemía a sus pies, asustado de estar solo. Joanna se sentó y extendió la mano para asirlo, incapaz de encontrarlo al principio en la oscuridad, y lo rodeó con ambas manos y lo atrajo hacia si.

—No sirve de nada —dijo, acariciando la suave cabeza que no podía ver—. Nunca les llegará.

El perrito gimió, desconsolado, parecía el llanto de un niño.

—No pasa nada —dijo Joanna, aunque no era verdad—. No llores, estoy aquí. Estoy aquí.

Estoy aquí. ¿Donde estás? Las luciérnagas, capturadas en una jarra, capturadas en las manos cerradas de las que no podía escapar ninguna luz, seguían enviando mensajes, encendiéndose y apagándose, encendiéndose y apagándose, aunque no servía de nada, y Jack Phillips, aunque el Carpathia estaba demasiado lejos, aunque no había otros barcos que lo oyeran, había seguido transmitiendo, tecleando SOS, SOS, hasta el final.

—SOS —llamó, deseando que sus pensamientos llegaran a Richard y Kit y Vielle como mensajes de radio, a través de la nada, a través de las vastas y oscuras distancias de la muerte—. Adiós. No pasa nada. No te apenes.

El pequeño bulldog se tranquilizó y se quedó dormido, acurrucado contra ella, pero Joanna siguió acariciándole la cabeza.

—No llores —dijo, deseando que Mandrake oyera, deseando que Richard escuchara—. Es un SOS.

“Nunca les llegará”, pensó, pero permaneció sentada en la oscuridad, abrazando con fuerza al perrito, rodeada de estrellas, enviando señales de amor y lástima y esperanza. Los mensajes de los muertos.

56

Vamos a toda máquina.

Mensaje del Carpathia al Titanic.

—Señor Pearsall —dijo Richard, incapaz de impedir que la decepción se le notara en la voz— ¿Qué está haciendo aquí?

—Me preguntaba si todavía me necesita para el proyecto. Acabo de regresar de Indiana. Tuve que quedarme más tiempo de lo previsto. Mi padre murió. —Tuvo que aclararse la garganta antes de continuar—. Y tuve que resolver unos asuntos. Volví ayer mismo. —Se volvió a aclarar la garganta—. Me he enterado de lo de la doctora Lander. Lo siento muchísimo.

“Eso es lo que dijo Carl Aspinall”, pensó Richard amargamente.

—Es duro de creer —dijo el señor Pearsall, sujetando el sombrero con ambas manos—. En un minuto están aquí, y al siguiente… Siempre pensé que las experiencias cercanas a la muerte eran una especie de alucinación, pero ahora no lo sé. Justo antes de morir, mi padre me dijo… Tuvo una embolia y le costaba trabajo hablar, sólo murmuraba, pero dijo, claro como el agua: “¡Bueno, y tú qué sabes!”

Richard se enderezó, atento.

—¿Dijo algo más?

El señor Pearsall negó con la cabeza. “Naturalmente”, pensó Richard.

—Lo dijo como si acabara de descubrir algo importante —dijo el señor Pearsall, sacudiendo de nuevo la cabeza—. Me gustaría saber qué era.

“Y a mí también”, pensó Richard.

—Por eso pensé que si todavía necesitan voluntarios, yo podría…

—El proyecto se ha suspendido.

El señor Pearsall asintió como si ésa fuera la respuesta que esperaba.