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—Hijo de puta —dijo Richard, levantándose de su silla. Llamaron a la puerta, y el señor Wojakowski se asomó. Llevaba puesta su gorra de béisbol.

—Hola, Manny —le dijo a Mandrake, y luego a Richard—. Eh, qué tal Doc. Lamento entrar así, pero…

—Ya hemos terminado —dijo Mandrake.

—Eso es —dijo Richard—. Terminado.

Salió del despacho, dejando atrás al señor Wojakowski, y se encaminó hacia el pasillo.

—Espere, Doc —dijo el señor Wojakowski, alcanzándolo—. Es justo el tipo que quería ver.

—No lo parece —dijo Richard, señalando con el pulgar en dirección a la puerta de Mandrake—. Parece que él es el tipo a quien quería ver, señor Wojakowski.

—Ed —corrigió él—. Sí, me llamó el otro día, dijo que quería hablar conmigo sobre su proyecto. Le dije que hacía tiempo que no trabajaba en eso, pero me dijo que no importaba, que quería hablar conmigo de todas formas, así que dije que bueno, pero que tenía que hablar primero con usted y ver si no importaba, porque a veces los médicos no quieren que uno vaya hablando por ahí de sus investigaciones, y desde entonces estoy intentando ponerme en contacto con usted. Se dio un golpe en la rodilla.

—Chico, sí que es difícil de cazar. He intentado por todos los medios que se me han pasado por la cabeza preguntarle si estaba bien. Sé que tenía otras cosas en qué pensar, con todo lo de la pobre doctora Lander y demás, pero estaba a punto de renunciar a toda esperanza de encontrarlo. Como Norm Pichette. ¿Le he hablado alguna vez de él? Se quedó atrás cuando abandonamos el Yorktown, en la enfermería, y cuando se despierta, está el tío solo en un barco que se va a pique, así que grita a todo pulmón —dijo, llevándose las manos a la boca—, pero está demasiado lejos para que nadie lo oiga, así que intenta pensar en un modo de hacerle señales al Titanic. Agita las manos como un loco, grita y silba y aulla, pero ni por ésas.

Richard pensó en Maisie, tratando de hacerle señales, tratando de conseguir que la enfermera Lucille lo llamara al busca, que la dejara llamarlo, sobornando a Eugene para que llevara un mensaje, y por fin hablándole a su madre del proyecto como último recurso.

—Y entonces intenta usar la radio —estaba diciendo el señor Wojakowski—, pero la puerta de la sala de radio está cerrada. ¿Puede imaginárselo? ¿Cerrar con llave las puertas de un barco que se hunde? ¿Quién iba a querer entrar?

Cerrado. Él mismo, probando una puerta tras otra, tratando de encontrar el camino de vuelta al laboratorio, y Joanna, probando la puerta de la escalera y descubriendo que estaba cerrada, bajando a la sala de correo para encontrar la llave de la taquilla con los cohetes. La llave. Amelia diciendo: “Tenía que encontrar la llave.”

—Pichette da vueltas por todo el barco —decía el señor Wojakowski—, buscando algo con lo que llamar la atención.

Por todo el barco. Joanna subiendo a la Cubierta de Botes, bajando a la Cubierta de Paseo, caminando por Scotland Road. Corriendo por todas partes. Subiendo al laboratorio para hablarle de Coma Carl y, al no encontrarlo allí, al despacho de la doctora Jamison y luego a Urgencias.

Y él y Kit y Vielle, corriendo también. Subiendo a Timberline y a la cuatro-oeste, preguntando a enfermeras y taxistas, haciendo planos de escaleras, tratando de averiguar adonde había ido Joanna, con quién había hablado. Repasando las transcripciones y Laberintos y metáforas, haciendo gráficas de escaneos, registrando el hospital y sus recuerdos y el Titanic, probando todo lo que se les pasaba por la cabeza.

—Pichette prueba todo lo que se le ocurre —dijo el señor Wojakowski—. Incluso se quita la camisa y la hace ondear como una bandera, pero eso tampoco funciona, y el barco se está hundiendo. Tiene que pensar en una forma de hacer señales antes de que sea demasiado tarde.

Una forma de hacer señales. El señor Briarley lanzando cohetes. El contramaestre operando la lámpara Morse. El telegrafista enviando mensajes al Carpathia y el Californian y el Frankfurt. Mensajes. El hombre de la barba enviando al sobrecargo con un mensaje para el señor Briarley, y el encargado de correos arrastrando sacas de cartas mojadas hasta la Cubierta de Botes, y J. H. Rogers escribiéndole una nota a su hermana.

—Mensajes —murmuró Richard—. Son mensajes.

Su ECM estaba llena de ellos: el telegrafista anotando los nombres de los supervivientes, y el periodista con su cuaderno y la secretaria con el teléfono al oído.

El señor Sage había oído sonar un teléfono, se le ocurrió de pronto. Y la señora Davenport había recibido un telegrama diciéndole que volviera. “Tiene que haber un hilo común entre todas esas ECM”, había dicho Kit, y debía de ser esto. Mensajes. Todas las ECM trataban de mensajes.

Pero no había ningún telegrama en la ECM de Amelia Tanaka, ni cohetes, ni teléfonos. No había ningún mensaje, sólo un examen y un armario cerrado lleno de productos químicos. Y había probado una llave tras otra, un producto tras otro, tratando de encontrar el que funcionara.

Como Joanna. Tuvo una súbita visión del equipo de choque atendiéndola, probando la RCP, las palas, la epinefrina, probando técnica tras técnica. “Buscando algo que funcionara”, pensó, y tuvo la sensación que Joanna había descrito, la sensación de casi saber.

“Sé que tiene algo que ver con el Titanic”, había dicho Joanna. El Titanic, que había enviado cohetes, arriado botes, enviado mensajes en código Morse, buscando algo que funcionara.

—Y resulta que yo estaba en la cubierta del Hughes, mirando el agua —dijo el señor Wojakowski, pero Richard no lo escuchaba, tratando de aprehender el conocimiento que casi tenía, que casi estaba a su alcance.

Código Morse. Código. “Era como si las etiquetas estuvieran escritas en código”, había dicho Amelia. Y Maisie, diciéndole alegremente por qué había elegido las dos y diez: “Lo envié en código.” Código. Fórmulas químicas y metáforas y “un idioma extraño”, puntos y rayas y “Rosabelle, recuerda”. Código.

“Dile a Richard que es… SOS”, había dicho Joanna, y él había creído que intentaba decirle algo y fracasó. Pero no lo había hecho. Ése era el mensaje: “Es un SOS.”

Un SOS. Un mensaje enviado en todas direcciones con la esperanza de que alguien lo oiga. Un mensaje lanzado por el cerebro moribundo al córtex frontal, la amígdala, el hipocampo, tratando de conseguir que alguien venga al rescate.

—Bastante ingenioso, ¿verdad? —estaba diciendo el señor Wojakowski.

—¿Qué? Lo siento —dijo Richard—. No he oído cómo consiguió finalmente llamar su atención.

—Parece que tendría que apuntarse usted a ese estudio de audición —dijo el señor Wojakowski, y le dio una palmada a Richard en el hombro—. Con una ametralladora. Verá, yo estaba allí en el Hughes mirando el agua por si había submarinos japos, y de pronto veo esas fuentecitas. “¡Un submarino!”, grito. El teniente mira y dice: “Un submarino no levanta el agua de esa forma. Eso es una carga de profundidad.” Pero yo miro las salpicaduras y la verdad es que no me parecen cargas de profundidad tampoco, porque están en línea recta, y miro a ver de dónde vienen, y hay un tipo en el pasillo elevado, asomándose a la barandilla y disparando al agua con una ametralladora. No puedo oírlo, está demasiado lejos, y él lo sabe, sabe que tiene…

Demasiado lejos y el camino está bloqueado. La mitad de las sinapsis ya se han desconectado por la falta de oxígeno, la mitad de los caminos están bloqueados o tienen carteles de cerrado por reparaciones. Así que el lóbulo temporal prueba una ruta tras otra, un producto químico tras otro, carnosma, NPK, amiglicina, intentando encontrar un atajo, intentando que la señal llegue al córtex motor para que ponga en marcha el corazón, los pulmones. “Era muy tarde —había dicho Amelia—. Todo lo que quería era encontrar el producto adecuado e irme a casa.” Y el ángel de la señora Brandéis había dicho: “Debes regresar a la tierra. Todavía no es tu hora.”