“La orden de regreso aparece en un sesenta por ciento de los casos”, había dicho Joanna, pero no era una orden. Era un mensaje que había llegado por fin, un producto químico que por fin había conectado, una smapsis que por fin se había disparado, como una llave girando en el encendido. “La ECM es un mecanismo de supervivencia —pensó Richard—, un esfuerzo final que el cerebro hace para arrancar el sistema. La version del cuerpo de un equipo de choque.” Miró sin ver al señor Wojakowski, que seguía hablando.
—Así que tomamos un bote y nos llegamos hasta allí y le lanzamos una escalerilla —dijo—, pero él no venía. Sigue gritándonos algo, sólo que con el motor no nos enteramos. Creemos que debe de estar en mal estado para bajar por la escalerilla, así que el primer oficial me envía por el, y está mal, le han dado un tiro en la barriga y ha perdido un montón de sangre, pero no es eso lo que intenta decirnos. Parece que hay otro tío en la enfermería, y ése sí que está chungo, inconsciente por una fractura de cráneo. —Sacudió la cabeza—. La habría palmado si a Pichette no se le hubiera ocurrido lo de la ametralladora.
Al fondo de! pasillo se abrió una puerta. Richard se volvió y vio a Mandrake acercare. Y de repente supo lo que le había dicho Joanna. El celador la había visto reírse, y naturalmente que se reía. “Tenía usted razón —le había dicho—. La ECM es un mensaje.”
Pero no del Otro Lado. De este lado, mientras el cerebro, al desconectarse, hacia un último y valeroso esfuerzo por salvarse, recurriendo a todo cuanto tenía en su arsenaclass="underline" endorfinas para bloquear el dolor y el miedo y despejar las cubiertas para la acción, adrenalina para reforzar las señales, acetilcolina para abrir caminos y conectores. Muy ingenioso.
Pero la acetilcolina tenía un efecto secundario. Aumentaba la capacidad asociativa del córtex cerebral, y la memoria a largo plazo, al esforzarse por encontrar sentido a las sensaciones y visiones y emociones que se le venían encima, convirtiéndolas en túneles y ángeles y el Titanic. En metáforas que la gente confundía con la realidad. Pero la realidad era un sistema complejo de señales enviadas al hipocampo para activar un neurotransmisor que arrancara de nuevo el sistema.
Y sé lo que es —pensó Richard, asombrado—. Lo he tenido ante las narices todo el tiempo. Por esto estaba en todas las ECM de la señora Troudtheim y en aquella de la que Joanna salió expulsada. Estaba buscando un inhibidor, y tenía razón, la teta-asparcina no es un inhibidor. Es un activador. Es la clave.”
—¿Que le está diciendo a mi sujeto, doctor Wright? —pregunto Mandrake. ¿Que las ECM no son reales, que no son más que un fenómeno físico? —Se volvió hacia el señor Wojakowski—. El doctor Wright no cree en milagros.
“Sí que creo —pensó Richard—, sí que creo.”
—El doctor Wright se niega a creer que los muertos se comunican con nosotros. ¿Es eso lo que le estaba diciendo?
—No me estaba diciendo nada —contestó el señor Wojakowski—. Yo le estaba contando al Doc aquella vez que en el Yorktown…
— Estoy seguro de que el doctor Wright le permitirá contárselo en otro momento. Tengo un plan de trabajo muy apretado, y si vamos a reunimos…
El señor Wojakowski se volvió hacia Richard.
— ¿No importa que hable con él, Doc?
— No importa. Cuéntele todo lo que quiera —dijo Richard, y se dirigió hacia el ascensor.
Necesitaba realizar pruebas para ver si la teta-asparcina podía sacar a los sujetos del estado ECM por su cuenta, o si era la combinación de la teta-asparcina y la acetilcolina y el cortisol. “Tengo que llamar a Amelia —pensó—. Dijo que estaba dispuesta a someterse a la prueba.”
Pulsó el botón de subida del ascensor. “Tengo que mirar los escaneos y hablar con la doctora Jamison. Y con la madre de Maisie”, pensó, y miró pasillo abajo. El señor Wojakowski y Mandrake casi habían llegado al despacho. Richard corrió tras ellos.
— Señor Wojakowski. Ed —dijo, alcanzándolos—. ¿Qué le pasó?
—Doctor Wright —dijo el señor Mandrake—, ya ha ocupado usted más de la mitad del tiempo de mi cita con el señor Wojakowski aquí presente…
Richard lo ignoró.
—¿Qué le pasó al marinero, al que disparó la ametralladora?
—¿A Norm Pichette? No lo consiguió. —Sacudió la cabeza. No lo consiguió.
—Doctor Wright —dijo Mandrake—, si ésta es su manera de minar mi investigación…
—Peritonitis —dijo el señor Wojakowski—. Murió al día siguiente.
—¿Qué le pasó al otro?
—Doctor Wright —insistió Mandrake.
—¿El que estaba frito en la enfermería? ¿George Weise? Se recupero bien. Recibí una carta de él desde Soda Pop Papachek el otro día.
—Quiere decir un mensaje —dijo Richard alegremente—. Tenía usted razón, Mandrake, es un mensaje.
Mandrake hizo una mueca.
—¿De qué está hablando?
Richard le dio una palmada en el hombro.
—No lo entendería. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Manny, muchachote, que sueños en su filosofía. Y está a punto de descubrir cuáles son.
57
Estoy… yo… un mar de… solo.
Después de mucho tiempo, la oscuridad pareció remitir un poco, la negrura fue adquiriendo un tinte gris, las estrellas empezaron a palidecer.
—Está saliendo el sol —le dijo Joanna al pequeño bulldog francés, aunque todavía no podía verlo, y empezó a escrutar el cielo al este en busca de una claridad delatora en el horizonte. Pero no distinguió el horizonte, y la luz, si era luz, se filtraba por igual desde todas direcciones hacia el cielo, si era cielo.
Se fue iluminando tan despacio que Joanna pensó que se había confundido, que sólo había imaginado la disminución de la negrura, pero al cabo de un tiempo interminable las estrellas se apagaron, no una a una, sino todas juntas, y el cielo se volvió de carbón y luego de pizarra. Se levantó un poco de viento, y la noche adquirió el frío de la madrugada.
“Son las cuatro —pensó Joanna—. Fue a esa hora cuando apareció el Carpathia, tras haber recorrido cincuenta y ocho millas a toda máquina, primero las luces y luego la alta columna de humo negro.” Pero aunque Joanna se quedó mirando hacia el suroeste, los ojos entornados, no hubo ninguna luz, ningún humo.
Allí no hay nada, pensó, pero a medida que la oscuridad continuaba disminuyendo, distinguió un horizonte escarpado, como de montañas lejanas. “Los Puertos Grises”, pensó ella, la esperanza aleteando en su interior. O la isla de Avalón.
—Tal vez nos hemos salvado después de todo —dijo ella, mirando al perro, y al hacerlo vio que no estaba abrazando al bulldog francés, sino a la niña pequeña del incendio del circo de Hartford, la Pequeña Señorita 1565. Tenía la cara manchada de hollín, y la ceniza había estropeado sus tirabuzones.
—Nunca he tenido un perro —dijo la niñita—. ¿Cómo se llama? Y Joanna vio que la niña sostenía en brazos al perro. Apartó un copo de ceniza del pelo de la niña.
— No lo sé —dijo.
—Te pondré un nombre entonces —le dijo la niña al perro, alzándolo, abarrándolo con las manos manchadas por el grueso torso—. Te llamaré Ulla.