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Ulla.

—¿Quién eres? —preguntó Joanna—. ¿Cómo te llamas?

Y esperó, temerosa, la respuesta. Maisie no. Por favor que no fuera Maisie.

—No lo sé —dijo la niña, tomando al perro por las palas—. ¿Sabes hacer cosas, Ulla? —dijo, y se volvió hacia Joanna—. El perro del circo podía saltar por un aro. Tenía un collar púrpura. De ese color.

Señaló, y Joanna vio que el cielo se había vuelto de un pálido y hermoso color lavanda y, alrededor de ellas, rosa y lavanda a la luz creciente, chispeaban icebergs.

—El campo de hielo —murmuró Joanna, y contempló el agua de color jacinto.

Estaban sentadas en el gran piano del restaurante A La Carte, la ancha tapa de nogal con los lacios curvos flotando en la superficie. Una partitura todavía abierta en el atril.

—Supongo que los pianos flotan, después de todo —dijo Joanna, y vio que el teclado estaba bajo agua, las teclas de marfil y ébano brillaban en rosa pálido y negro a través del agua lavanda.

—Había una tuba en el circo —dijo la niña—. Y un gran tambor. ; Va a venir el Carpathia a salvarnos?

No, pensó Joanna. Porque aquello no era el Atlántico, a pesar del agua, a pesar de los icebergs, y aunque lo hubiese sido, era demasiado larde. El Carpathia había aparecido mucho antes del amanecer.

El sol saldría de un momento a otro, manchando de rosa el cielo y el hielo y el agua, y luego inundando el este de luz. Los icebergs destellarían con un brillo níveo.

“Tal vez eso era lo que veían los sujetos de Mandrake”, pensó Joanna. Creían que era un Ángel de Luz, pero no lo era. Era el campo de hielo, chispeando como diamantes y zafiros y rubíes a la luz cegadora del sol.

— ¡Salta! —ordenó la niñita. Unió los brazos para formar un aro— ¡Salta!

El bulldog la miró con curiosidad, la cabeza ladeada. La niñita bajó los brazos.

— ¿Qué pasará cuando llegue el Carpathia?

“El Carpathia no va a venir —pensó Joanna— Está demasiado lejos para que venga, demasiado lejos para que venga nada o nadie a salvamos.”

— Comprueban tu nombre en una lista cuando subes a bordo —dijo la niña. Se había quitado el lazo del pelo y lo estaba atando alrededor del cuello del perro. Estaba chamuscado en los extremos— ¿Qué les diré cuando me pregunten mi nombre? Si no sabes tu nombre, no te dejan subir.

“No importa, no va a venir”, pensó Joanna, pero dijo:

— ¿Y si te pongo un nombre, como tú has bautizado a Ulla? La niñita pareció escéptica.

— ¿Qué nombre?

Maisie no, pensó Joanna. El nombre de alguna niña que hubiera estado en el Titanic, Lorraine. Pero Lorraine Allison se había ahogado, la única niña de Primera Clase que no se salvó. Lorraine no. Ni el nombre de ninguna niña que hubiera muerto en el Titanic. No Beatrice Sandstrom ni Nina Harper ni Sigrid Anderson.

La niñita que estaba en el Lusitania cuando se separó de su madre… ¿Cómo se llamaba? La niña a la que había salvado el desconocido. “La lanzó al bote —pudo oír decir a Maisie— Luego subió él, y los dos se salvaron.”

Helen. Se llamaba Helen.

— Helen —dijo Joanna— Voy a llamarte Helen. La niña estrechó la pata delantera del perro.

— ¿Cómo estás? —dijo— Me llamo Helen. —Puso una voz grave y ronca— ¿Cómo está usted? Me llamo Ulla —Le soltó la pata.

—¡Tiéndete, Ulla! —ordenó— ¡Hazte el muerto!

El bulldog francés se sentó, la oreja ladeada, sin comprender. El viento se calmó, y el agua, lisa ya como el cristal, se volvió aún más lisa, pero el cielo no cambió. Continuó reflejando su luz rosácea sobre el agua y el hielo y el nogal pulido del piano.

— ¡Quieto! —le dijo Helen al perro inmóvil, y todos obedecieron, el cielo y el agua y el mar.

Pasó un eón. Helen dejó de intentar enseñarle trucos al perro y se lo puso en el regazo. El agua, calmado el viento, se calmó aún más, hasta que fue indistinguible del cielo rosa. Pero no salió el sol. Y no apareció ningún barco en el horizonte.

—¿Esto es todavía la ECM? —preguntó Helen. Había soltado al perro y se asomaba por el costado del piano, contemplando el agua.

—No lo sé —dijo Joanna.

—¿Cómo es que estamos aquí sentadas?

—No lo sé.

—Apuesto a que estamos al pairo —dijo Helen, pasando la mano perezosamente de un lado a otro por el agua quieta—. Como en ese poema.

—¿Qué poema?

—Ya lo sabes, el del pájaro.

¿La balada del viejo marinero?—preguntó Joanna, y recordó al señor Briarley diciendo: “La balada del viejo marinero no es, contrariamente a lo que se cree, un poema sobre símiles y aliteraciones y onomatopeyas. Tampoco trata de albatros y de palabras mal escritas. Es un poema sobre la resurrección.”

“Y el Purgatorio”, pensó Joanna, el barco eternamente a la deriva, la tripulación muerta, “sola en un ancho, ancho mar”, y se preguntó si eso era, un lugar de castigo y penitencia. En La balada del viejo marinero había empezado a llover, y la brisa, al lavar los pecados, los liberó. Joanna escrutó el cielo, pero no había ninguna nube, ni sol, ni viento. Estaba tan quieto como la muerte.

—¿Cómo es que estamos al pairo? —preguntó Helen.

—No lo sé.

—Apuesto a que estamos esperando a alguien. “No —pensó Joanna—, a Maisie no. Que no sea Maisie a quien estamos esperando.”

—Tenemos que esperar algo —dijo Helen, pasando la mano perezosamente por el agua rosácea—. O sucederá algo.

Algo estaba sucediendo. La luz cambiaba, los escarpados picos de hielo pasaban de rosa a albaricoque, el sol pasaba de rosa a coral. El sol se está poniendo, pensó Joanna, aunque no había habido sol ninguno, sólo la luz rosada, continua.

—¿Qué está pasando? —preguntó Helen, arrastrándose hasta Joanna.

—Está oscureciendo —contestó Joanna, pensando con alegría en las claras y brillantes estrellas.

Helen sacudió la cabeza, agitando los oscuros tirabuzones.

—No, no —dijo—. Se está poniendo rojo.

Era cierto, el agua se manchaba de formaciones rojas de arenisca, el rojo de los cañones.

—Está todo rojo ahí arriba —dijo Helen—. Todo alrededor. Joanna la rodeó con el brazo, y a Ulla, atrayéndolos, protegiéndolos del cielo.

—Que no sea Maisie —susurró—. Por favor. El cielo continuó enrojeciéndose, hasta que fue del color del fuego, del color de la sangre. El rojo del desastre.

58

No pasa nada, pequeña. Ve tú. Yo me quedo.

Últimas palabras de DANIEL MARVIN a su esposa Mary, mientras la hacía subir a uno de los botes del Titanic.

Maisie se portó muy bien. No pulsó el botón de su busca, aunque el doctor Wright no fue a verla en mucho tiempo.

Después de una semana entera, empezó a preocuparse de que tal vez le hubiera sucedido algo, como a Joanna, y le pidió a la enfermera Lucille que lo llamara, que había una pregunta sobre su busca que tenía que hacerle, y la enfermera Lucille le dijo que en aquel momento estaba ocupado con algo importante, y le preguntó si quería ver un vídeo.

Maisie dijo que no, pero la enfermera Lucille puso Sonrisas y lágrimas de todas formas. Siempre ponía Sonrisas y lágrimas. Era su película favorita, probablemente porque era igualita que una de aquellas viejas monjas arrugadas.