—Sí, pero estarás anestesiada. No sentirás nada.
—¿Puedes traerme un poco de cinta adhesiva? ¿Y unas tijeras?
Y cuando su madre bajó a cenar a la cafetería, Maisie se quitó las chapas de perro y se durmió.
—Tienes que pensar pensamientos positivos, cariño —le dijo su madre al día siguiente—. Tienes que decirte: “Mi nuevo corazón vendrá dentro de unos cuantos días, y entonces todo esto se acabará, y me olvidaré de lo que es sentirme incómoda. ¡Iré de nuevo al colé y jugaré al fútbol!”
Y un poco después, entró Vielle y dijo:
—Tienes que aguantar un poco más, cariño.
Pero no pudo. Estaba demasiado cansada incluso para pulsar el botón de su busca especial, y entonces apareció en el túnel.
Esta vez no había humo, ni luz. El túnel era completamente negro. Maisie tanteó con la mano, intentando sentir la pared, y tocó una varilla metálica. Al lado no había más que un pequeño espacio y luego otra varilla metálica, en un ángulo distinto, y otra.
—Apuesto a que es el Hindenburg —dijo—. Apuesto a que estoy dentro del zepelín.
Alzó la cabeza, tratando de ver el interior del gran globo plateado en lo alto, pero estaba demasiado oscuro, y el suelo por el que caminaba no era un pasillo de metal, era suave y demasiado ancho. Ni siquiera cuando se agarró a la varilla de metal y extendió los dos brazos al máximo notó otra cosa que espacio al otro lado del túnel.
“Así que no debe de ser el Hindenburg”, pensó, pero no se atrevió a soltarse de la varilla por miedo a que lo fuera y se cayese.
Avanzó, caminando muy despacio por el suave suelo y agarrándose a una varilla y luego a otra, y al cabo de unos minutos las varillas del lado en el que se encontraba desaparecieron, y no quedó nada a lo que aferrarse. “Debo de estar al final del túnel”, pensó, contemplando la oscuridad.
Una luz brilló repentinamente, implacable sobre sus ojos. Alzó una mano para protegérselos, pero era demasiado brillante. “¡La explosión!”, pensó.
La luz se alejó súbitamente de ella. Vio su largo rayo mientras oscilaba, como el rayo de una linterna. Había pequeñas motitas de polvo en él. Trazó un gran arco, iluminando unas vigas mientras avanzaba, y Maisie vio que eran la parte inferior de una grada, llena de gente. En lo alto del túnel en el que ella se encontraba había un gran cartel rojo y dorado que decía: “Entrada principal.”
La luz osciló ante ella y entonces se detuvo e iluminó a un hombre que estaba de pie sobre una caja redonda, completamente vestido de blanco. Incluso sus botas eran blancas, y su sombrero de copa. La luz trazó un círculo a su alrededor.
—¡Daaamas y caballeros! —dijo, muy muy fuerte—. ¡Dirijan amablemente su atención a la pista central!
—Esta es la parte que más me gusta —dijo alguien. Maisie se volvió. A su lado había una niña pequeña. Elevaba un vestido blanco y un gran lazo azul. Sostenía una gran nube de algodón de caramelo en un cono de papel.
— Me llamo Pollyana —dijo la niña—. ¿Y tú?
—Maisie.
—Me encanta el circo, ¿y a ti, Mary? —dijo Pollyana, comiendo algodón de caramelo.
—Mary no. Maisie.
—¡Damas y caballeros! —dijo el jefe de pista, a pleno pulmón—: ¡Ahora presentamos para su diversión un número tan sensacional, tan estupendo, tan sorprendente, que nunca hasta ahora se había intentado!
Apuntó con el látigo haciendo una floritura, y el foco giró de nuevo para iluminar una pequeña plataforma en lo alto de una estrecha escalera. Había gente allí, vestida con leotardos blancos.
Maisie se quedó boquiabierta mirándolos. Parecían muñecas Barbie, tan lejos estaban. Sus leotardos chispeaban con la luz azulina del toco.
—… ¡esos magos de la carpa —estaba diciendo el jefe de pista—, esos héroes del alambre!
Sonó una fanfarria, y Maisie buscó dónde estaba la banda, al otro lado de la pista. Los músicos estaban sentados en un gran tendido blanco, vestidos con chaquetas rojas con entorchados de oro en los hombros. Uno de ellos sostenía una tuba.
—¡Mira! —dijo Pollyana, señalando con el algodón de caramelo. Maisie alzó de nuevo la cabeza. La gente de la plataforma se inclinaba y sonreía, agitando uno de los brazos en un amplio arco mientras se agarraba a la escalera con la otra mano.
—Orgullosamente presentamos —decía el jefe de pista— a los atrevidos, los deslumbrantes, los arriesgados… —hizo una pausa, y la banda tocó otra fanfarria—, los que desafían a la muerte… ¡Los Wallenda!
—Oh, no —dijo Maisie.
La banda empezó a tocar una canción lenta y bonita, y una de las chicas Wallenda tomó una larga pértiga blanca y pasó a un extremo del alambre. Elevaba el pelo rubio corto, como Kit.
—¡Tienes que bajar! —le gritó Maisie.
La chica Wallenda empezó a cruzar el alambre, sosteniendo la pértiga con ambas manos.
—¡Va a haber un desastre! —gritó Maisie—. ¡Vuelve! ¡Vuelve!
La chica continuó caminando, colocando los pies calzados con zapatos planos blancos con cuidado, con cuidado. Maisie echó la cabeza atrás, tratando de ver lo alto de la carpa. Podía ver a los Wallenda esperando su turno de subir al alambre, pero todo lo que había arriba era negro, como si no hubiera carpa encima, sólo cielo.
Si era el cielo, habría estrellas, y justo entonces vio una. Chispeó, un diminuto punto de luz blanca, muy por encima de las cabezas de los Wallenda. “Entonces tal vez no pase nada”, pensó Maisie, mirando la estrella. Chispeó de nuevo y luego destelló, más brillante que el foco, y se volvió roja.
—¡Fuego! —gritó Maisie, pero los Wallenda no le prestaron atención. La chica llegó al centro del alambre, y un hombre empezó a caminar hacia ella.
Maisie corrió lo más rápido que pudo hacia el centro de la pista, hundiendo los pies en el suelo de serrín, hasta llegar a la gracia de la orquesta.
—¡La carpa está ardiendo! —gritó, pero la banda tampoco le prestó atención.
Corrió hacia el director de la banda.
—¡Tiene que tocar la canción del pato! —chilló—. ¡La canción que significa que el circo tiene problemas! ¡Barras y estrellas para siempre! Pero el hombre ni siquiera se volvió.
—¡Mire! —dijo Maisie, tirándole de la manga y señalando el fuego. Ardía en una línea desde el techo de la carpa, dibujando una irregular lágrima roja.
—¡Bajaos! —les gritó a los Wallenda, señalando, y uno de ellos vio el fuego y empezó a bajar por la escalerilla. La chica Wallenda que se parecía a Kit estaba todavía en el centro del alambre. Uno de los hombres le lanzó una cuerda, y ella dejó caer la pértiga blanca y la agarró. Enroscó las piernas alrededor de la cuerda, y se deslizó hacia abajo.
—¡Fuego! —gritó alguien en la gradería, y toda la gente miró hacia arriba, la boca abierta como la de Maisie, y empezó a bajar corriendo.
El fuego ardió en un cable, por las líneas entrecortadas del techo. “Como mensajes —pensó Maisie—. Como SOS.” Alguien la agarró del brazo. Se dio la vuelta. Era Pollyana.
—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo Pollyana, empujando a Maisie hacia la entrada principal.
—¡No podemos salir por ahí! —dijo Maisie, resistiéndose—. ¡Por ahí está la jaula para la entrada de los animales!
—Deprisa, Molly —dijo Pollyana.
—¡Molly no, Maisie!
Pero la banda había empezado a tocar Barras y estrellas para siempre, y Pollyana no la oyó.
—Mira —dijo Maisie, buscando bajo su bata de hospital—. Me llamo Maisie. Está escrito aquí, en mis chapas.
No estaban. Palpó enloquecida su cuello, buscando sus chapas de perro. Debían de habérsele caído cuando estaba en la entrada, mirando a los Wallenda.