—Bueno, Margie o como te llames, será mejor que salgamos de aquí —dijo Pollyana. Agarró la mano de Maisie.
—¡No! —gritó ella, zafándose—. ¡Tengo que encontrarla! Corrió sin freno hacia el centro de la pista.
—Tengo que hacerlo —gritó por encima de su hombro—, o no sabrán quién soy cuando encuentren mi cuerpo.
—Creía que habías dicho que no podemos salir por ahí —le dijo Pollyana—. Que estaba bloqueado.
—Despejad —dijo su cardiólogo, y la descarga la sacudió con fuerza, pero pareció no funcionar. El monitor cardíaco seguía gimiendo.
—Muy bien —dijo el cardiólogo—. Si tiene usted algo, es el momento de probarlo.
Y el doctor Wright dijo:
—Administre teta-asparcina. Administre acetilcolina.
—Aguanta, cariño —dijo Vielle—. No nos dejes.
Pero ella tenía que encontrar sus chapas de perro, que no estaban en la entrada principal. Cayó de rodillas y rebuscó en el serrín, cribándolo con las manos.
Una mujer pasó corriendo, haciendo volar el serrín.
—No… —dijo Maisie, y una niña mayor pasó también, y un hombre con un niño pequeño en brazos—. ¡Alto! ¡Lo están revolviendo todo! ¡Tengo que encontrar mis chapas!
Pero no la escucharon. Pasaron corriendo hacia la oscuridad del túnel.
—¡No se puede salir por ahí! —gritó Maisie, agarrando la falda de la niña mayor—. La jaula para la entrada de animales está por ahí.
—¡Está ardiendo! —dijo la niña mayor, y tiró de la falda con tanta fuerza que la rompió.
—¡Hay que salir por la entrada de artistas! —dijo Maisie, pero la niña mayor ya había desaparecido en la oscuridad, y un puñado de personas corrían tras ella, removiendo el serrín, pisoteándolo, pisando las manos de Maisie.
—Lo están revolviendo todo —dijo, frotándose los dedos lastimados con la otra mano. Se puso en pie—. ¡Esa no es la salida! —gritó, alzando las manos para detener a la gente, pero no podían oírla. Gritaban y chillaban tan alto que ni siquiera oía a la banda tocar Barras y estrellas para siempre. Chocaban contra ella, empujándola, arrastrándola hacia el túnel.
Estaba oscuro en el túnel, y lleno de humo. Alguien le dio un empujón a Maisie, que todavía estaba apoyada en una rodilla, y ella cayó hacia delante, las manos extendidas, y chocó contra unos duros barrotes metálicos. “La jaula de la entrada de animales”, pensó, y trató de ponerse en pie, pero la apretaban contra los barrotes, lastimándole el pecho.
—¡Abrid la jaula! —gritó alguien.
—¡No! ¡Los leones y tigres saldrán! —trató de gritar, pero el humo era demasiado espeso, le estaban aplastando las costillas contra los barrotes de la jaula. Tenía que salir de allí.
Empezó a subir por el lado del túnel de los animales, una mano tras otra, tratando de escapar de la gente. Si podía llegar a lo alto del túnel de los animales, tal vez pudiera arrastrarse hasta la puerta.
Pero era demasiado alto. Subió y subió, y seguía habiendo barrotes. Se aupó mano sobre mano, alejándose de la gente que gritaba, y ahora sí que oyó a la banda. Estaba tocando una canción distinta. Una canción alemana, como la de Sonrisas y lágrimas, sólo que no era. la banda, era un piano con un sonido ligero y metálico, como el del Hindenburg.
Se había equivocado. Era el Hindenburg, después de todo. No era la entrada de los animales, estaba en los cordajes del globo, y tenía que agarrarse fuerte para no caer del cielo. Como Ulla.
Muy por debajo de ella, en Nueva Jersey, los niños se apiñaban contra la jaula, gritando.
—¡No podéis salir por ahí! —les gritó. El fuego la rodeaba, las llamas rugientes como campos nevados, tan brillantes que no podías mirarlas, y sabía que si se soltaba caería y caería, y no sabrían su nombre.
—Me llamo Maisie —dijo—. Maisie Nellis. Pero no le quedaba aire en los pulmones, sólo el humo, denso como la niebla, y los barrotes estaban calientes, no podría aguantar mucho más, se estaban fundiendo bajo sus manos. Los campos nevados bajo ella se hicieron más brillantes, y vio que no era nieve, eran capullos de manzano. Hermosos, suaves, blancos capullos de manzano.
“Si caigo sobre ellos, no me dolerá nada”, pensó. Pero no podía soltarse. No sabrían quién era. La enterrarían en una tumba con sólo un número, y nadie sabría jamás lo que le había pasado.
—¡Joanna! —gritó—. ¡Joanna!
—Nada —dijo el cardiólogo de Maisie.
—Aumente la acetilcolina —dijo el doctor Wright.
—Han pasado cuatro minutos —dijo el cardiólogo—. Me parece que es hora…
—No —dijo el doctor Wright, y parecía enfadado—. Vamos, Maisie, eres un genio ganando tiempo. Ahora te toca ganar tiempo una vez más.
—Aguanta, cariño —dijo Vielle, agarrando con fuerza su mano blanca y sin vida—. Aguanta.
—Vamos —dijo alguien bajo ella. Maisie miró. No podía ver más que humo.
—Suéltate —dijo la voz, y una mano salió del humo, una mano con un guante blanco.
—Está demasiado lejos —dijo Maisie—. Tengo que esperar a que el Hindenburg esté más cerca del suelo.
—No hay tiempo. Suéltate. —Extendió más la mano enguantada, y ella pudo ver una manga negra rasgada.
Maisie entornó los ojos, intentando ver a través del humo, tratando de ver si llevaba la nariz roja y un sombrero negro aplastado.
—¿Eres Emmett Kelly? —preguntó.
—No hay nada que temer, chavalina. Yo te atraparé. —Extendió la mano enguantada muy muy lejos, pero todavía quedaba un buen trecho—. Tenemos que sacarte de aquí.
—No puedo —dijo ella, agarrándose a los barrotes ardientes—. Cuando me encuentren, no sabrán quién soy.
—Yo sé quién eres, Maisie —dijo, y Maisie se soltó. Y cayó y cayó y cayó.
—No hay pulso —dijo Vielle.
—Su corazón estaba demasiado dañado —dijo su cardiólogo—. No pudo soportar la tensión.
—Despejen —dijo el doctor Wright—. Otra vez. Despejen.
—Han pasado cinco minutos.
—Aumente la acetilcolina.
La sostuvo. No pudo verlo por el humo, pero notó sus brazos bajo ella. Y de repente el humo se despejó y le vio la cara: la nariz roja, la barba pintada de marrón, la boca hacia abajo pintada de blanco.
—Eres Emmett Kelly —dijo Maisie, entornando los ojos, tratando de ver su verdadero rostro bajo el maquillaje de payaso—. ¿Verdad?
La soltó para que quedara de pie sobre el suelo de serrín, y se llevó la mano al sombrero aplastado e hizo una reverencia graciosa.
—No hay mucho tiempo —dijo. Agarró su mano y empezó a correr hacia la entrada de artistas, arrastrando a Maisie consigo.
Todo el techo estaba ardiendo ya, y los palos que sostenían la carpa, y los cordajes. Un gran pedazo de lona ardiente cayó justo delante de la banda, y el hombre que tocaba la tuba emitió un divertido “bla-a-a-t-t-t” y siguió tocando.
Emmett Kelly corrió con Maisie más allá de la banda, sus grandes zapatos de payaso haciendo un sonido aleteante. Un payaso con un gorrito de bombero corrió arrastrando una gran manguera. Un elefante pasó corriendo, y un pastor alemán.
Emmett Kelly la guió entre ellos, apartándola del camino de un caballo blanco. Su cola estaba ardiendo.
—Esa es la entrada de artistas —dijo mientras corría, señalando una puerta con un telón negro—. Casi hemos llegado. Se detuvo de repente, haciendo que Maisie se parara.
—¿Por qué? —preguntó Maisie, y uno de los palos en llamas se estrelló, aplastando la entrada de artistas consigo, y la escalerilla en la que se encontraban los Wallenda. El techo de la carpa cayó encima, ardiendo, cubriéndolo, y salió humo por todas partes.