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“No significa nada —se dijo—. Estás dando significado a lo que no lo tiene.” Pero cuando llegó a casa entró en la Red e inició una búsqueda del número cincuenta y ocho. Encontró varios obituarios (“Elbert Hodgins, de cincuenta y ocho años”), una autopista nacional y catorce estatales, y tres libros en Amazon.com: La política de la guerra fría rusoamericana, 1946-1958; A la deriva en el par alelo cincuenta y ocho, y Mejor en la cama: 58 formas para mejorar su vida sexual.

“No es precisamente algo propio de la Dimensión desconocida”, pensó Joanna, divertida, y empezó a repasar la lista de miembros de la Sociedad Paranormal. Amelia no era miembro, ni tampoco ninguno de los otros voluntarios, pero cuando repasó la lista de la SIAE encontró el nombre de un voluntario, y cuando comprobó el sitio web de las ECM a la mañana siguiente, encontró a dos más, lo que los dejaba con ocho sujetos. Antes de haber entrevistado a ninguno.

—Lo siento mucho —le dijo a Richard—. Mi objetivo era asegurarme de que no se le colara ningún falsario, no diezmar el proyecto.

—Lo que habría diezmado mi proyecto habría sido que uno de mis sujetos apareciera en el libro de Mandrake. O en la primera plana del Star —dijo él—. Tenía usted razón. No debería denunciar a Mandrake ante el consejo. Tendría que estrangularlo.

—No tenemos tiempo —dijo Joanna—. Tenemos que seleccionar a los sujetos que nos quedan y buscar otros nuevos. ¿Cuánto tiempo llevará el proceso de aprobación?

—De cuatro a seis semanas para recibir permiso del consejo y el comité de proyectos. El papeleo para este grupo tardó cinco semanas y media.

—Entonces será mejor que empecemos a buscar inmediatamente —dijo Joanna—, y yo me dedicaré a esas entrevistas. Estoy preparada para hablar con Amelia Tanaka. Parece buena. No he encontrado nada cuestionable en ella, excepto el hecho de que dice que tiene veinticuatro años y sigue siendo estudiante de medicina, pero mi instinto me dice que no es una chalada.

—Instinto —sonrió Richard—. Creía que los científicos no tenían instinto.

—Claro que sí. Pero no se fían de él. Pruebas —dijo, agitando la lista de miembros de la SIAE—, ésa es la cuestión. Información externa. Por eso voy a llamar a sus referencias y por eso quiero entrevistarla. Pero si todo va bien, no veo ningún motivo para que no continúe con ella como estaba previsto.

Volvió a su despacho y llamó a las referencias de Amelia y luego a Amelia y concertó una entrevista. Fue difícil. Amelia tenía clases y prácticas de laboratorio, y tenía que estudiar para un examen de bioquímica. Joanna finalmente acordó verla a la una del día siguiente.

Le agradó que concertar la cita hubiera sido tan difícil. Su propia falta de ansiedad era prueba de que no era una creyente. Joanna comprobó el nombre entre los miembros de la Sociedad Teosófica y luego repasó los archivos de los otros siete voluntarios.

Parecían prometedores. La señora Coffey era directora de un sistema de datos, el señor Sage era soldador, la señora Haighton voluntaria de su comunidad, el señor Pearsall agente de seguros. Ninguno de sus nombres, ni el de Ronald Kelso ni el de Edward Wojakowski, aparecía en ninguno de los sitios de ECM. La única que le preocupaba era la señora Troudtheim, que no vivía en Denver.

—Vive en las llanuras del este —le dijo a Richard al día siguiente—, cerca de Deer Trail. El hecho de que tenga que venir en coche (¿cuántos kilómetros hay, noventa?) para participar en un proyecto de investigación es un poco sospechoso, pero todo lo demás es correcto, y los otros parecen de fiar. —Miró el reloj. La una menos cuarto—. Veré a Amelia Tanaka dentro de unos minutos.

—Bien —dijo él—. Si no encuentra nada negativo, me gustaría iniciar una sesión. Le diré a la enfermera que esté preparada. Llamaron a la puerta.

—Viene temprano —dijo Joanna, y fue a abrir. Era un hombre mayor y bajito, con el pelo rojo algo escaso ya y flequillo.

—¿Está aquí el doctor Wright? —dijo, asomándose al laboratorio. Espió a Richard—. Hola, Doc. Se me ha ocurrido pasarme por aquí para comprobar cuándo será mi próxima sesión. Soy uno de los conejillos de indias de Doc Wright.

—Doctora Lander, le presento a Ed Wojakowski —dijo Richard, acercándose a la puerta—. Señor Wojakowski, la doctora Lander va a trabajar conmigo en el proyecto.

—Llámeme Ed. El señor Wojakowski es mi padre. —Le hizo un guiño.

Joanna recordó que Greg Menotti había hecho el mismo chiste. Se preguntó qué edad tendría el señor Wojakowski. Parecía tener al menos setenta, y el proyecto había especificado voluntarios de entre veintiún y sesenta y cinco años.

—Conocí a una Joanna una vez —dijo el señor Wojakowski—, cuando estaba en la Marina, durante la Segunda Guerra Mundial. La Segunda Guerra Mundial y la Marina otra vez, pensó Joanna.

Primero la señora Davenport y ahora el señor Wojakowski. ¿Significaba eso que ella había hablado con él? ¿O que el señor Mandrake había hablado con ambos? Esperaba que no… a este paso se quedarían sin sujetos en un santiamén.

—Trabajaba en la cantina de oficiales de Honolulu —estaba diciendo el señor Wojakowski—. Muy bonita, aunque no tanto como usted. Stinky Johannson y yo la colamos una noche a bordo para enseñarle nuestro Wildcat, y…

—Todavía no hemos concertado nuestra próxima cita —dijo Richard.

—Oh, vale, Doc —dijo el señor Wojakowski—. Por eso pensé en pasarme por aquí.

—Ya que ha venido, ¿le importaría que le hiciera algunas preguntas? —dijo Joanna. Se volvió hacia Richard—. La señorita Tanaka no vendrá hasta dentro de otros quince minutos.

—Claro —dijo Richard, pero parecía indeciso.

—O podríamos concertarle una cita más tarde.

—No, ahora está bien —dijo Richard, y ella se preguntó si lo había interpretado mal—. ¿Tiene tiempo para responder a unas cuantas preguntas, señor Wojakowski?

—Ed —corrigió él—. Claro que tengo tiempo. Ahora que estoy jubilado tengo todo el tiempo del mundo.

—Sí, bien —dijo Richard, y otra vez parecía vacilante—, tenemos fijada otra cita para la una.

—Lo capto, Doc. Seré dulce y breve. —Se volvió hacia Joanna—. ¿Qué quiere saber, Doc?

Joanna miró a Richard, sin alcanzar a entender si quería que continuara o no, pero él asintió, así que le ofreció una silla al señor Wojakowski, pensando que tenían que establecer algún tipo de código para situaciones como aquélla.

—Sólo quería saber unas cuantas cosas sobre usted, señor Wojakowski, para conocerlo, ya que vamos a trabajar juntos —dijo Joanna, sentándose frente a él—. Su historial, por qué se presentó voluntario para el proyecto.

Joanna conectó la grabadora.

—Mi historial, ¿eh? Bueno, le diré que soy un viejo marino. Serví en el USS Yorktown. El mejor barco de la Segunda Guerra Mundial hasta que los japos lo hundieron. Lo siento —dijo al ver su expresión—. Es así como los llamábamos entonces. El enemigo, los japoneses.

Pero ella no estaba pensando en el uso ofensivo del término japos.

Estaba calculando su edad. Si había participado en la Segunda Guerra Mundial, tenía que tener casi ochenta años.

—¿Dice usted que sirvió en el Yorktown? —dijo ella, mirando su archivo. Nombre. Dirección. Número de Seguridad Social. ¿Por qué no estaba incluida su edad?—. Era un acorazado, ¿no? —preguntó, intentando ganar tiempo.

—¡Acorazado! —bufó él—. Portaaviones. El mejor del maldito Pacífico. Hundió cuatro portaaviones en la batalla de Midway antes de que un sumarino japo lo hundiera. Un torpedo. Se llevó por delante a un destructor que estaba en medio también. El Hammann. Se hundió del tirón. Sin darse cuenta. Dos minutos. Con todos a bordo.