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—Oh —dijo Joanna.

—Pero lo hizo, aunque ya estaba muerto cuando la bomba estalló. Lo hizo.

7

A bordo del Pacific, de Liverpool a Nueva York. Confusión a bordo. Nos rodean icebergs por todas partes. Sé que no puedo escapar. Escribo la causa de nuestra pérdida para que los amigos no vivan en la duda. Quien encuentre esto, por favor, que lo publique. Wm. Graham.

Mensaje hallado en una botella, 1856.

Hicieron falta otros veinte minutos y dos historias más sobre el Yorktown para librarse del señor Wojakowski.

—Santo Dios —dijo Joanna, apoyándose contra la puerta que finalmente había conseguido cerrar tras él—, es más difícil de evitar que Maisie.

—¿Cree que es uno de los tipos de Mandrake? —preguntó Richard.

—No, si fuera un creyente nos lo habría contado todo. La verdad es que será un sujeto muy bueno si consigo impedir que hable del tema del USS Yorktown. Tiene buen ojo y oído para los detalles, y habla.

Richard sonrió.

—Por los codos. ¿Seguro que eso es una ventaja?

—Sí. No hay nada peor que un sujeto que responde con monosílabos, o que se queda ahí sentado. Prefiero de largo a los charlatanes.

—¿Entonces puedo darle una cita?

—Sí, pero yo se la daría antes de la sesión con otro sujeto. De lo contrario, nunca lo haremos callar. —Se acercó a la mesa y soltó el expediente del señor Wojakowski—. Sigo esperando que Amelia Tanaka llegue y resulte ser una buena excusa para terminar. Ya tendría que estar aquí. ¿Suele llegar tarde?

—Siempre. Pero normalmente llama.

—Oh, tal vez lo hizo —dijo Joanna, sacando su busca—. Le di el número de mi busca. —Llamó rápidamente a centralita y preguntó por sus mensajes.

—Amelia Tanaka dijo que llegaría tarde, que estaría allí sobre las dos —respondió la operadora—. Y la enfermera Howard quiere que la llame.

Esa era Vielle, y no debía tratarse de una ECM. Cuando era el caso de alguien que había tenido una parada cardíaca, simplemente dejaba un mensaje para que Joanna bajara a Urgencias.

Ha descubierto lo que quería decir Greg Menotti con “cincuenta y ocho”, pensó Joanna. Miró el reloj. Las dos menos veinte.

—Voy a bajar a Urgencias —le dijo a Richard, colgando el teléfono—. Amelia estará aquí a las dos. Volveré antes.

—¿Qué ocurre? ¿Una ECM?

—No. Vielle me tiene que explicar algo.

“Qué significa cincuenta y ocho.”

“Y probablemente no será nada”, se dijo a sí misma, mientras bajaba corriendo a la quinta planta.

Vielle probablemente le diría que Greg Menotti estaba intentando decir algo completamente vulgar, como: “Prueben en la oficina de Stephanie. El número es 818-2258.” O: “No puedo haber sufrido un infarto. He hecho cincuenta y ocho abdominales en el gimnasio esta mañana.”

“Pero no era eso —pensó mientras cruzaba el pasillo hacia el edificio principal y el ascensor—. No estaba hablando de abdominales ni de números de teléfono. Estaba hablando de otra cosa. Estaba tratando de decirnos algo importante.”

Bajó a la primera planta en ascensor y luego por las escaleras hasta Urgencias. Vielle estaba en el puesto central, anotando entradas en una gráfica. Joanna corrió hacia ella.

—Has descubierto lo que significa, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué intentaba decir?

—¿Quién? —dijo Vielle, en blanco—. ¿De qué estás hablando?

—De Greg Menotti. El paciente que tuvo el ataque al corazón el martes.

—Oh, ya, el infarto de miocardio que no dejaba de decir “cincuenta y nueve”.

—Cincuenta y ocho.

—Eso es. Lo siento. Iba a comprobar el número de teléfono de su novia —dijo ella, quitándose la gorrita de la frente—. Se me olvidó. Lo comprobaré esta tarde, te lo prometo. ¿Por eso has bajado?

—No. Me has llamado, ¿recuerdas?

—Oh, es verdad —dijo Vielle, y parecía algo incómoda—. No estabas allí. —Volvió a concentrarse en la gráfica.

—¿Y bien? ¿De qué querías hablarme?

—De nada. No me acuerdo. Probablemente de la cena del jueves. ¿Sabes lo difícil que es encontrar películas en las que no haya muertes? Incluso comedias. Shakespeare enamorado, Algo para recordar, Cuatro bodas y un funeral. Me pasé hora y media en el Blockbuster anoche, buscando algo que no tuviera muertes.

“Y estás, evidentemente, tratando de cambiar de tema”, pensó Joanna. ¿Por qué? ¿Y para qué había llamado? Obviamente, había cambiado de opinión.

—Ni siquiera valen las películas infantiles —continuó Vielle—. El padre de Cenicienta, la madre de Bambi, la Malvada Bruja del Este… ¿Qué ocurre, Nina? —le preguntó a una auxiliar que se acercaba, y eso también era extraño. Vielle solía gritarles a las auxiliares que la interrumpían.

—La señora Edwards del control me dijo que te diera esto —dijo Nina, entregándole una foto a Vielle. Era una foto de un adolescente rubio y tatuado, con una gorrita de lana, obviamente la foto de una ficha policial, ya que tenía una larga fila de números debajo.

—No habréis tenido otro tiroteo, ¿no? —preguntó Joanna.

—No —dijo Vielle, a la defensiva—. Hemos estado todo el día tan tranquilos como en una iglesia. Nada más que tobillos torcidos y cortes con papel. ¿Por qué te ha dicho la señora Edwards que me entregaras esto? —le preguntó a Nina.

—Dice la policía que los llames si aparece este tipo. Le ha disparado a otro en la pierna con una pistola de clavos.

—Gracias, Nina —dijo Vielle, devolviéndole el papel—. Ve a enseñárselo al doctor Thayer.

—Si aparece el tipo al que ha disparado, también tienes que llamarlos —dijo Nina—. Los dos son miembros de bandas…

Gracias, Nina.

En cuanto Nina se marchó, Joanna comentó:

—¡Una pistola de clavos! Vielle, ¿cuándo vas a pedir que te trasladen? Este sitio es peligroso…

—Lo sé, lo sé, ya me lo has dicho otras veces —contestó ella, mirando más allá de Joanna—. Oh, tengo que irme.

Empezó a caminar hacia la recepción de Urgencias, donde dos hombres sujetaban por los sobacos a una mujer que tenía la cara muy pálida.

—Vielle…

—Te veré mañana por la noche en la cena —dijo Vielle, echando a correr.

Demasiado tarde. La mujer vomitó por todo el suelo y sobre los dos hombres. Uno de ellos la soltó y saltó hacia atrás para escapar de la línea de fuego, y la mujer se deslizó de lado hacia el suelo. Vielle, de nuevo con su expresión preocupada de siempre, la agarró antes de que cayera.

No tenía sentido seguir esperando. Estaba claro que la mujer iba a requerir un rato de atención, y ya eran casi las dos. ¿Y qué podía decir si se quedaba? “Vielle, ¿por qué me has llamado? ¡Y no me digas que fue por la madre de Bambi!”

Joanna volvió a subir las escaleras. Amelia no había llegado todavía.

—¿Descubrió lo que quería? —preguntó Richard.

—No —dijo Joanna. En más de un sentido.

—Por cierto, Vielle…

Llamaron a la puerta, y entonces entró Amelia, exclamando:

—Lamento muchísimo llegar tan tarde. ¿Pueden creer que todos mis profesores decidieron poner el examen la misma semana? —Se liberó de la mochila, los guantes y el abrigo con la misma velocidad que dos días antes, en el mismo tiempo—. Sé que he suspendido. ¡Odio la bioquímica!