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—Sí, sentí calor y… —Vaciló—. Y paz.

Calor y paz eran dos palabras usadas frecuentemente por los que experimentaban ECM para describir sus sensaciones, también seguridad, y rodeado de amor, sentimientos también asociados con la liberación de endorfinas.

—¿Se te ocurren otras palabras para describir la sensación?

—Sí —dijo Amelia, pero guardó silencio varios segundos—. Serenidad —dijo por fin, pero la inflexión al final de la palabra ascendió, como si fuera una pregunta—. Calidez —dijo con más certeza—, como estar delante de una chimenea. O envuelta en una manta.

Sonrió, como si recordara la sensación.

—¿Qué sucedió después de que vieras las figuras en la luz?

—Nada. Eso es todo lo que recuerdo, sólo la luz y a ellos allí de pie, mirando.

Richard se acercó, irritado.

—La enfermera Hawley no responde al busca. Tendremos que apañárloslas sin ella. Amelia, cuando quiera puede subir a la mesa. Amelia saltó a la mesa y se tendió de espaldas.

—Oh, qué bien —dijo—. Ha cubierto esa luz. No dejaba de cegarme.

Richard dirigió a Joanna una mirada de aprobación y luego tomó un indicador de oxígeno y lo colocó en el dedo de Amelia.

—Controlamos constantemente el pulso y la presión sanguínea.

Se retiró hasta la consola y tecleó algo. Los monitores situados sobre el terminal se iluminaron. En la pantalla inferior izquierda aparecieron las indicaciones. Niveles de oxígeno, noventa y ocho por ciento; pulso, sesenta y siete. Regresó a la mesa.

—Amelia, voy a colocar los electrodos.

—Muy bien.

Richard le bajó el cuello de la bata y colocó los electrodos en su pecho.

—Éstos controlan el ritmo cardíaco —le dijo a Joanna. Colocó en el brazo de Amelia un tensiómetro—. Muy bien. Es hora de que se ponga el antifaz.

—De acuerdo —dijo ella, alzando levemente la cabeza mientras se colocaba el antifaz sobre los ojos, y luego se tendió. Richard empezó a colocar electrodos en sus sienes y cuero cabelludo.

—¡Espere! —Ella trató de sentarse.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joanna—. ¿Algo va mal?

—Sí —dijo Amelia. Palpó a ciegas con la mano izquierda en busca de su pinza para el pelo, la quitó, y sacudió su larga melena—. Lo siento, me la estaba clavando en la nuca —dijo, tumbándose de nuevo—. No he desconectado nada, ¿verdad?

—No, tranquila —dijo Richard, volviendo a colocar los electrodos en sus sienes. Empezó a colocar otros electrodos más pequeños por su cuero cabelludo.

Joanna la miró, tendida allí, con el pelo negro extendido en abanico alrededor de su cara pálida. “Parece la Bella Durmiente”, pensó, y se preguntó si la Bella Durmiente había tenido visiones durante sus cien años de estar en coma. Y si las había tenido, ¿de qué? ¿Túneles y luces, o un bote en un lago?

Una enfermera de mediana edad llegó resoplando.

—Lamento llegar tarde. Estaba con un paciente.

—Puede empezar con suero salino —dijo Richard, alzando los bordes del antifaz de Amelia para pegar electrodos en las comisuras de sus ojos—. Estos electrodos registran los movimientos oculares durante el periodo en que los sujetos están en el sueño REM.

La enfermera había atado un trozo de tubo de goma alrededor del brazo de Amelia y estaba buscando diestramente una vena. Richard alzó el otro brazo de Amelia y colocó un trozo de gomaespuma de cinco centímetros debajo. “Para reducir los estímulos externos”, pensó Joanna, mirando cómo los colocaba también bajo las rodillas y las piernas.

—¿Está colocada la intravenosa? —le preguntó Richard a la enfermera—. Muy bien, empecemos con los marcadores. —Se inclinó sobre Amelia—. ¿Le duele algo? ¿Algún pinchazo? ¿Cosquillas? ¿Hormigueo?

—No —contestó Amelia—. Estoy bien.

—Bien —dijo él. Tomó unos auriculares, los enchufó y se los puso. Escuchó un instante, luego se los quitó y los acercó a Amelia.

—Estamos preparados para comenzar —dijo—. Voy a colocarle los auriculares. ¿Preparada?

—¿Pueden darme una manta? —preguntó Amelia—. Siempre tengo frío.

“¿Frío?”, se preguntó Joanna. Había dicho que se sentía cálida y cómoda. Joanna pensó en Lisa Andrews, que temblaba mientras decís que se sentía cálida y segura.

—¿Cuándo tienes frío, Amelia? —preguntó.

—Después. Cuando despierto, estoy helada.

—La temperatura corporal baja cuando se está tendido —dijo la enfermera Hawley, y a Joanna le dieron ganas de estrangularla.

—¿Te despiertas y tienes frío, o ya tienes frío cuando te despiertas? —preguntó Joanna.

—No lo sé. Después, creo. —Pero había el mismo tono interrogativo en su voz.

Richard extendió una manta de algodón blanco sobre el cuerpo de Amelia, dejando destapado el brazo con la intravenosa.

—¿Qué tal ahora?

—Bien.

—De acuerdo, voy a ponerle los auriculares —le dijo. Los colocó al revés, la banda para la cabeza bajo la barbilla. “Para que no obstruyan el escáner”, pensó Joanna.

—A través de los auriculares se suministra ruido blanco —le explicó Richard a Joanna—. Enmascara cualquier ruido disperso del oído interno junto con cualquier ruido exterior. ¿Amelia? —preguntó en voz alta. No hubo respuesta—. Muy bien —dijo, rodeando a Joanna y retirando el protector de la pantalla—. ¿Preparada?

—Sí —dijo Joanna, pero al mirar a Amelia, tendida inmóvil y silenciosa bajo la manta blanca, el pelo esparcido alrededor de la cabeza, sintió un escalofrío de ansiedad—. ¿Seguro que el procedimiento no entraña riesgos?

—Seguro. Y no tiene que susurrar. Amanda no puede oírla. Es perfectamente seguro.

“Eso pensaron los pasajeros del Hindenburg”, pensó Joanna. Y el señor O’Reirdon había tenido un paro cardíaco en mitad de un escáner.

—¿Pero y si algo sale mal mientras Amelia está en el proceso?

—Hay un programa que controla continuamente las lecturas vitales y las imágenes del escáner TPIR —dijo Richard—. Cualquier anormalidad en la función cerebral o la actividad cardíaca dispara una alarma que automáticamente detiene la ditetamina y administra norepinefrina. Si es un problema serio, el ordenador está conectado al código de alarma para un equipo de primeros auxilios cardiovasculares.

—¿En esta planta? —preguntó Joanna, tratando de imaginar a un equipo semejante abriéndose paso desde la quinta-oeste.

—En esta planta —le aseguró Richard—. En esta ala. Pero no lo necesitaremos. El procedimiento es perfectamente seguro, y los sujetos son controlados continuamente durante y después de la sesión.

—Creo que debería decirles que no está pasando nada —dijo Amelia, la voz cargada con el excesivo énfasis de quien no puede oír. Richard alzó un auricular unos centímetros y dijo:

—Ahora mismo vamos.

Colocó el auricular con cuidado sobre la oreja.

—¿Cree que hay alguna otra precaución que debiéramos tomar? “Sí”, pensó Joanna.

—No.

—Muy bien, entonces allá vamos. Enfermera, empiece con el zalepam. Primero someto a los sujetos a sueño REM —explicó a Joanna—, aunque es posible que consigan un estado ECM sin eso.

La enfermera Hawley empezó a suministrar la droga. Richard se situó delante de la consola. Un minuto después, las manos de Amelia se relajaron, los dedos se abrieron un poco, abandonando la posición que habían mantenido conscientemente. Su rostro, medio oculto por el antifaz y los electrodos, pareció relajarse, los labios se entreabrieron ligeramente, la respiración se volvió más calmada. Joanna miró los indicadores. El pulso de Amelia había aumentado levemente y sus ondas cerebrales eran más suaves.