—Eres mi única esperanza. Por cierto, ¿conoces a un tal doctor Wright?
—Llevo años buscándolo —dijo Vielle.
—Bueno, no creo que sea éste. No sería uno de los internos o los residentes de Urgencias, ¿no?
—No lo sé —dijo Vielle—. Por aquí pasan tantos que ni siquiera me molesto en aprender sus nombres. Sólo les digo “Basta”, o “¿Qué crees que estás haciendo?”. Lo comprobaré.
Regresaron a Urgencias. Vielle tomó un clasificador y repasó una lista.
—Nada. ¿Estás segura de que trabaja aquí en el Mercy?
—No. Pero si viene buscándome, estaré en la siete-oeste.
—¿Y si aparece una ECM y necesito llamarte? Joanna sonrió.
—Estoy en la cafetería.
—Te llamaré —dijo Vielle—. Esta tarde va a ser movida.
—¿Por qué?
—Clima propio para los infartos —dijo ella, y al ver la expresión de despiste de Joanna, señaló hacia la entrada de Urgencias—. Lleva nevando desde las nueve de la mañana.
Joanna miró asombrada en la dirección que Vielle señalaba, aunque no podía ver las ventanas desde allí.
—Llevo atendiendo pacientes con las cortinas corridas toda la mañana —dijo. Y en despachos y pasillos y ascensores sin ventanas.
—Resbalones en el hielo, o esfuerzos despejando nieve, o accidentes de coche —dijo Vielle— No nos va a faltar trabajo. ¿Tienes conectado el busca?
—Sí, mamá —dijo Joanna—. No soy uno de tus internos.
Se despidió de Vielle y subió a la primera planta.
La cafetería, sorprendentemente, estaba abierta. Tenía el horario de apertura más breve que Joanna hubiera visto en ningún hospital, y siempre que bajaba a almorzar se encontraba con sus puertas dobles de cristal cerradas y sus sillas de plástico rojo colocadas en lo alto de las mesas de fórmica. Pero hoy estaba abierta, aunque uno de los camareros retiraba las ensaladas y otro recogía un montón de platos. Joanna agarró una bandeja antes de que pudieran llevárselas y se puso en la cola de la comida caliente. Y se detuvo en seco. Maurice Mandrake estaba junto a la máquina de bebidas, sirviéndose una taza de café. “No —pensó Joanna—, ahora no. Es probable que acabe matándolo.”
Giró sobre sus talones y salió rápidamente. Se metió en el ascensor, pulsó el cierre de la puerta y luego vaciló con un dedo sobre los botones. No podía salir del hospital, le había prometido a Vielle que estaría disponible. La máquina de aperitivos estaba en el ala norte, pero no estaba segura de llevar dinero encima. Rebuscó en los bolsillos de su rebeca, pero lo único que encontró, además de su minigrabadora, fue un boli, un centavo, un impreso, un puñado de Kleenex usados y una postal de un océano tropical al atardecer con palmeras recortadas contra el cielo rojo y aguas coralinas. ¿De dónde había sacado eso? Le dio la vuelta. “Me lo estoy pasando maravillosamente. Ojalá estuvieras aquí”, había escrito alguien encima de una firma ilegible, y al lado, con la letra de Vielle, Pretty Woman, Titanes, Lo que la verdad esconde: la lista de películas que Vielle quería que alquilara para su próxima noche de picoteo.
Por desgracia, tampoco tenía las palomitas de aquella cena, y lo más barato que había en la máquina costaba setenta y cinco centavos. Tenía el bolso en el despacho, pero el doctor Wright podría estar acampado fuera, esperándola.
¿Dónde más podría haber comida? Tenían tabletas en Oncología, pero no tenía tanta hambre. Paula en la cuatro-este, pensó. Siempre tenía un montón de M M’s y, además, debería ir a ver a Carl Aspinall. Pulsó el botón del quinto piso.
Se preguntó cómo le iría a Coma Carl (así era como lo llamaban las enfermeras). Llevaba en estado semicomatoso desde que lo admitieron hacía dos meses con meningitis espinal. No respondía en absoluto casi nunca, y las contadas ocasiones en que lo hacía, sus brazos y piernas se retorcían y murmuraba. Y a veces hablaba con perfecta claridad.
—Pero no está teniendo ninguna experiencia cercana a la muerte —había dicho Guadalupe, una de sus enfermeras, cuando Joanna recibió permiso de su esposa para que las enfermeras anotaran todo lo que dijese—. Quiero decir, no ha sufrido ningún síncope.
—Las circunstancias son similares —le había dicho Joanna. Y era un sujeto al que Maurice Mandrake no podía alcanzar.
Nada podía alcanzarlo, aunque su esposa y las enfermeras fingían que podía oírlas. Las enfermeras tenían cuidado de no usar el mote Coma o discutir sobre su estado cuando ella estaba en la habitación, y animaban a Joanna a hablar con él.
—Ha habido estudios que demuestran que los pacientes en coma pueden oír lo que se dice en su presencia —le había dicho Paula, ofreciéndole unos M M’s.
“Pero yo no lo creo —pensó Joanna, esperando a que la puerta del ascensor se abriera en la quinta planta—. No oye nada. Está en algún otro lugar, fuera de nuestro alcance.”
La puerta del ascensor se abrió, y ella recorrió el pasillo hasta el puesto de las enfermeras. Una enfermera desconocida con pelo rubio y sin caderas trabajaba ante el ordenador.
—¿Dónde está Paula? —preguntó Joanna.
—De baja por enfermedad —dijo la delgadísima enfermera con cautela—. ¿Puedo ayudarla, doctora…? —Miró la tarjeta de identificación que colgaba del cuello de Joanna—. ¿Lander?
No tenía sentido pedirle comida. Parecía que nunca había comido un M M’s en su vida, y por la forma en que miraba el cuerpo de Joanna, parecía que no aprobaba que ella tampoco lo hubiera hecho.
—No, gracias —dijo Joanna fríamente, y advirtió que todavía llevaba la bandeja de la cafetería. Debía haberla tenido todo el tiempo en el ascensor y no se había dado cuenta.
—Hay que devolver esto a la cocina —dijo rápidamente, y se la tendió a la enfermera—. He venido a ver a Com… al señor Aspinall —dijo y se dirigió hacia la habitación de Carl.
La puerta estaba abierta, y Guadalupe se encontraba al otro lado de la cama colgando una bolsa de suero. El sillón que solía ocupar la esposa de Carl estaba vacío.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó Joanna, acercándose a la :ama.
—Mucho mejor —dijo Guadalupe alegremente, y luego añadió en un susurro—: Le ha vuelto la fiebre. —Desenganchó la bolsa y la acercó a la ventana—. Está oscuro aquí dentro —dijo—. ¿Quieres un poco de luz, Carl?
Descornó las cortinas.
Vielle tenía razón. Estaba nevando. Grandes copos caían de un cielo gris encapotado.
—Está nevando, ¿sabes, Carl? —dijo Guadalupe.
“No”, pensó Joanna, contemplando al hombre en la cama. Su cara mortecina bajo los tubos de oxígeno se veía pálida e inexpresiva a la luz gris de la ventana, los ojos sin cerrar del todo, una rendijita de blanco asomaba bajo los pesados párpados, la boca medio abierta.
—Parece que hace frío ahí fuera —dijo Guadalupe, acercándose al ordenador—. ¿Ya hay nieve acumulada en las calles?
Joanna tardó un momento en darse cuenta de que Guadalupe le hablaba a ella y no a Carl.
—No lo sé —dijo, combatiendo el impulso de susurrar y no molestarlo—. Llegué antes de que empezara.
Guadalupe fue marcando los iconos en la pantalla, introduciendo la temperatura de Carl y el inicio de una nueva bolsa de suero.
—¿Ha dicho algo esta mañana? —preguntó Joanna.
—Ni una palabra. Creo que está remando otra vez en el lago. Antes estuvo tarareando.
—¿Tarareando? ¿Puedes describirlo?
—Ya sabes, tarareando —dijo Guadalupe. Se acercó a la cama y cubrió con las sábanas el brazo sondado de Carl por encima del pecho—. Es como una canción, pero no la reconocí. Ahí tienes, calentito y cómodo —dijo, y se encaminó hacia la puerta con la bolsa vacía—. Tienes suerte de estar aquí y no ahí fuera con toda esa nieve, Carl.