—Tiene varios mensajes —dijo severa la operadora.
—Lo siento. ¿Cuáles son? Creo que a mi busca le pasa algo. La operadora se lo dijo. El señor Mandrake, por supuesto, y la señora Davenport, y Maisie. —dijo que le dijera que ha descubierto algo importante sobre… —vaciló—, ¿el Hildebrand?
—El Hindenburg —corrigió Joanna. Miró su reloj. Eran más de las cinco. Si iba a ver a Maisie ahora, posiblemente la entretendría y aún no había redactado sus conclusiones. Sería mejor que terminara el trabajo primero y se pasara por la habitación de Maisie al marcharse.
Justo antes de irse, intentó llamar de nuevo a la señora Haighton y, sorprendentemente, obtuvo una respuesta.
—Soy su sirvienta. La señora Haighton está en su reunión del comité de la Orquesta Sinfónica. ¿Es Victoria? Me dijo que le dijera que llegaría tarde a la reunión mañana porque tiene una reunión con la Ópera de Colorado.
—No soy Victoria —dijo Joanna, y le pidió que le dijera a la señora Haighton que por favor la llamase mañana, recogió su abrigo y su bolso y bajó a ver a Maisie. Cuando salía del ascensor junto al pasillo de la quinta planta, vio al señor Mandrake al fondo, explicando la otra vida a un paciente sentado en una silla de ruedas. Joanna volvió rápidamente al ascensor, pulsó el tres y enfiló el pasillo de la tercera planta, cortó por Medicina Interna y la Unidad de Quemados y subió cuarta por las escaleras de servicio.
Maisie estaba tumbada contra sus almohadas, leyendo Peter Pan. Todo muy inocente. Pero tenía un aire de secretismo, de movimientos apresurados, como si la hubiera pillado dando volteretas o balanceándose en las barras de tracción que colgaban de la cama si hubiera llegado un segundo antes.
— ¿Has llamado, chavalina? —dijo Joanna, y al instante Maisie cerró el libro y se sentó.
— Hola —saludó alegremente— Sabía que vendrías. La enfermera Barbara no quería llamarte, pero le dije que querrías saber esto enseguida. ¿Recuerdas al tipo del Hindenburg que tuvo la ECM?
— Sí. ¿Averiguaste su nombre?
— Todavía no, pero he descubierto una forma de hacerlo. La bibliotecaria de mi colegio, la señora Sutterly, siempre me trae libros para leer, así que la próxima vez que venga voy a pedirle que lo busque. Es muy buena encontrando cosas.
“Tú sí que eres buena ideando motivos para hacerme bajar aquí —pensó Joanna.
— ¿No es una buena idea? —dijo Maisie.
— Sí. Cuando lo descubras, puedes hacer que me llamen. “Y no antes”, pensó Joanna en silencio. Se encaminó hacia la puerta.
— Espera, no puedes irte todavía —dijo Maisie— Acabas de llegar. Tengo un montón de cosas que contarte.
— Dos minutos —dijo Joanna—, luego me voy.
— ¿Tienes una cita?
— No, es una noche de picoteo.
— ¿Noche de picoteo? ¿Qué es eso?
Joanna explicó cómo Vielle y ella se reunían para comer palomitas, y ver películas.
— Así que tengo que irme de verdad —dijo, dando una palmadita a los pies de Maisie a través de las mantas—. Adiós, chavalina. Volveré a verte mañana y podrás contarme lo que quieras sobre el Hindenburg.
—Sobre el Hindenburg no. Ya no me gusta. Joanna la miró, sorprendida.
—¿Cómo es eso?
¿Era posible que el desastre se hubiera vuelto demasiado horrible incluso para ella?
—Era aburrido.
—¿Qué estás leyendo ahora? —preguntó Joanna, inclinándose para recoger el libro que Maisie había soltado—. Peter Pan. Buen libro, ¿eh? Maisie se encogió de hombros.
—Creo que la parte en que Campanita casi se muere y la salvan porque todo el mundo cree en las hadas es estúpida. “Me lo imagino”, pensó Joanna.
—Me gusta la parte en que Peter Pan dice que morir debe de ser una aventura gigantesca —dijo—. ¿Sabes que había un montón de bebés en el Lusitania?
—¿El Lusitania? ¿Te refieres al barco que fue torpedeado por los alemanes en la Primera Guerra Mundial?
—Sí —contestó Maisie feliz. Rebuscó bajo las mantas y sacó un libro enorme con un tornado en la cubierta. Eso explicaba la sensación de movimiento brusco que Joanna había notado al entrar—. Había un montón de bebés en el barco —dijo Maisie, abriendo el libro—. Ataron salvavidas a sus cestitos, pero no sirvió de nada. Los bebés se ahogaron.
Bueno, se acabó la teoría de lo “horrible”.
—Estos son Dean y Willie —dijo Maisie, mostrando a Joanna una foto de dos niños pequeños vestidos de marineritos—. Se ahogaron también. Y esto es el funeral.
Joanna miró diligente la foto de una falange de sacerdotes ataviados de blanco oficiando sobre filas de ataúdes.
—Uno de los mozos del Lusitania no paraba de decir que todo iba bien, que no se estaban hundiendo, y que no había nada de qué preocuparse. No debería haberlo hecho, ¿verdad?
—No, no si el barco se estaba hundiendo.
—Odio que la gente mienta. ¿Te acuerdas de aquel perro llamado Ulla del Hindenburg?
—¿El pastor alemán? Maisie asintió.
—No se salvó. Los padres dijeron que sí. Se quemó, y los padres compraron otro pastor alemán y le dijeron a sus hijos que era Ulla. Para que no se sintieran mal. —Miró beligerante a Joanna—. Creo que los padres no deberían mentir a sus hijos sobre la muerte, ¿y tú?
—No —dijo Joanna, temiendo adonde iría a parar, y qué iba a preguntar Maisie a continuación—. Creo que no.
—Había un perrito de lanas en el Lusitania —dijo Maisie, y le mostró una foto en la que aparecía junto a otros cuerpos flotando, mientras el Lusitania se hundía en las aguas, completamente cubierto de humo y fuego.
—Tengo que irme, Maisie. Le dije a mi amiga que llevaría queso cremoso, y tengo que pasarme por el supermercado a comprarlo.
—¿Queso cremoso? Creía que comíais palomitas.
—Es lo que hacemos normalmente —dijo Joanna, preguntándose otra vez qué pretendía Vielle y sobre qué quería hablar para que fuera necesario que llegara temprano—. Pero esta vez vamos a comer queso cremoso y tengo que comprarlo.
Hizo un amago de marcharse.
—¡Espera! —aulló Maisie—. Tengo que hablarte de Helen.
—¿Helen?
—La niñita del Lusitania —dijo Maisie, y continuó rápidamente antes de que Joanna pudiera detenerla—. Estuvo buscando a su madre, pero no pudo encontrarla por ninguna parte, así que corrió hacia un hombre y le dijo: “Por favor, señor, ¿quiere llevarme con usted?” Y él dijo: “Quédate aquí, Helen”, y corrió a buscar un chaleco salvavidas.
“Y nunca volvió a verla”, pensó Joanna, conocedora del tipo de historia que solía contar Maisie. Pero, sorprendentemente, la niña estaba diciendo:
—… y volvió y le puso el salvavidas y luego la agarró y se fue con ella a buscar un bote, pero ya se estaba hundiendo. —Maisie hizo una pausa dramática—. ¿Qué crees que hizo él?
“Trató de salvarla pero no pudo —pensó Joanna, mirando a Maisie—. Y la niña se ahogó.”
—No lo sé —dijo Joanna.
—Lanzó a Helen al bote —dijo Maisie, triunfante—, y entonces él saltó también a bordo y los dos se salvaron.
—Me gusta esa historia.
—A mí también, porque la salvó. Y no le dijo que todo iría bien.
—A veces la gente hace eso porque espera que las cosas salgan bien —dijo Joanna—, o porque tiene miedo de que la persona se asuste o se ponga triste si se entera de la verdad. Creo que probablemente por eso los padres les mintieron a sus hijos respecto a Ulla, porque querían protegerlos.