Pero sí, la señora Woollam podía tener visitas, dijo Luann. Estaba bien. La iban a tener ingresada un par de días en observación.
—¿Ha venido a verla el señor Mandrake?
—Lo intentó —dijo Luann—. La señora Woollam lo expulsó.
—¿Lo expulsó? Luann sonrió.
—Es un hueso duro de roer. Pasa. Joanna llamó suavemente a la puerta.
—¿Señora Woollam? —dijo tímidamente.
—Pase —dijo una voz suave, y Joanna se encontró ante una frágil anciana no mucho más grande que Maisie. Su pelo blanco era tan fino y carente de sustancia como el pelillo de un diente de león, y la propia señora Woollam parecía a punto de echar a revolotear con la primera brisa. Desde luego no parecía capaz de expulsar a nadie, mucho menos al inamovible señor Mandrake. Estaba sentada en la cama, conectada a unos monitores por medio de un puñado de cables. Leía un libro de tapas blancas, que guardó en el cajón de la mesilla de noche en cuanto vio a Joanna.
—Soy Joanna Lander. Yo…
—La amiga de Vielle —dijo la señora Woollam—. Me habló de usted. —Sonrió—. Vielle es una enfermera maravillosa. Cualquier amiga suya es amiga mía. —Mostró de nuevo una sonrisa de increíble dulzura—. Me ha dicho que está usted estudiando las experiencias cercanas a la muerte.
—Sí —dijo Joanna. Sacó un impreso del bolsillo, lo describió, y se lo entregó para que lo examinase.
—No siempre experimento lo mismo —dijo la señora Woollam, el boli detenido sobre el impreso—, y nunca he flotado por encima de mi cuerpo ni he visto ángeles, si eso es lo que está buscando…
—No estoy buscando nada —dijo Joanna—. Me gustaría que me contara qué ha experimentado.
—Bien. —Firmó el impreso con letra temblorosa—. Maurice Mandrake estaba decidido a que viera un túnel y un Ángel de Luz la última vez que estuve aquí. Un hombre terrible. No trabajará usted con él, ¿no?
—No —respondió Joanna—, no importa lo que él diga.
—Bien. ¿Sabe qué me dijo? —preguntó la señora Woollam, indignada—. Que las experiencias cercanas a la muerte son mensajes de los muertos.
—¿No cree usted que lo sean?
—Por supuesto que no. Eso no son el tipo de mensajes que los muertos envían a los vivos. “Oh, no”, pensó Joanna.
—¿Qué clase de mensajes envían? —preguntó con cuidado.
—Mensajes de amor y perdón, porque a menudo no podemos perdonarnos a nosotros mismos. Mensajes que sólo nuestros corazones pueden oír. —Le tendió a Joanna el impreso y el bolígrafo—. ¿Qué quería preguntarme? He estado en un túnel, aunque no se lo dije al señor Mandrake.
—¿Qué clase de túnel?
—Estaba demasiado oscuro para ver exactamente qué era, pero sé que era más pequeño que un túnel de metro. He estado en un túnel dos veces, la primera vez y la penúltima.
—¿El mismo túnel?
—No, uno era más estrecho y su suelo era más irregular. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer.
—¿Y las otras veces? —preguntó Joanna, deseando que la señora Woollam no tuviera problemas de corazón ni ochenta años. Sería una voluntaria magnífica.
—Estaba en un lugar oscuro. No un túnel. En el exterior, en un lugar abierto, oscuro… —Miró más allá de Joanna—. No había nada en kilómetros a la redonda.
—¿Estuvo en ese lugar oscuro todas las otras veces?
—Sí. No, una vez estuve en un jardín.
“Maisie no me llegó a decir por qué quería saber qué era un jardín de la victoria”, pensó Joanna.
—Estaba sentada en una silla blanca en un jardín precioso, precioso —dijo la señora Woollam, añorante.
Los jardines eran una experiencia común en las ECM.
—¿Puede describirlo?
—Había viñedos —dijo la señora Woollam, contemplando las paredes de la habitación—, y árboles.
—¿Qué clase de árboles? —instó Joanna.
—Palmeras.
Viñedos y palmeras. La imaginería religiosa estándar.
—¿Recuerda algo más acerca del jardín?
—No, sólo estar allí sentada, esperando algo.
—¿A qué?
—No lo sé —dijo ella, sacudiendo la blanca cabeza—. Ésa fue la primera vez que se me paró el corazón. Hace casi dos años. No lo recuerdo muy bien.
—¿Y esta última vez?
—Estaba al pie de una hermosa escalera, contemplándola.
—¿Puede describirla?
—Se parecía a esto —dijo la señora Woollam, tomando el libro de la mesilla de noche. Joanna vio para su desazón que se trataba de una Biblia. La señora Woollam hojeó las finísimas páginas hasta llegar a una lámina en color y se la mostró a Joanna. Era una imagen de una amplia escalera dorada, con ángeles de pie en cada peldaño y en lo alto un rayo de luz en el que se veía el contorno de una figura con los brazos extendidos.
“Tendría que haber previsto que era demasiado bueno para ser verdad”, pensó Joanna.
—¿La escalera era así?
—Sí, pero se curvaba hacia arriba. Y la luz de lo alto chispeaba, como diamantes.
“Y zafiros y rubíes”, pensó Joanna.
—Pero no había ningún ángel, no importa lo que dijera el señor Mandrake. No paraba de intentar convencerme de que había visto el cielo.
—¿Y usted cree que no?
—No lo sé. Todo podría ser el cielo: el túnel y el jardín y el lugar oscuro y despejado. —Sostuvo la Biblia y pasó a otra página—. Juan 14, versículo 2: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones.” O podría ser otra cosa.
—Lamento interrumpirlas, señoras —dijo Luann—, pero es hora de llevarla abajo, señora Woollam.
—¿Al catéter? —dijo la señora Wollam, cerrando la Biblia.
—Aja —respondió Luann. Su busca sonó—. Lo siento —dijo, sacándolo del bolsillo—. Ahora mismo vuelvo.
—dijo usted que lo que vio en sus ECM podría ser otra cosa —dijo Joanna—. ¿A qué se refería? ¿Qué cree que podría ser?
—No lo sé. A veces… —Su voz se apagó—. Pero sé que sea lo que sea, Jesús estará allí conmigo. —Abrió de nuevo la Biblia—. Isaías 45, versículo 2: “Cuando atravieses las aguas, estaré contigo. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Luann regresó, apurada.
—Me gustaría volver a hablar con usted —le dijo Joanna a la señora Woollam—. ¿Puedo?
—Si todavía estoy aquí —respondió la señora Woollam, e hizo un guiño—. Cada vez me tienen menos tiempo ingresada. A mí también me gustaría hablar con usted. Me gustaría saber qué piensa que son estas experiencias y qué opina de la muerte.
“Opino que cuanto más averiguo menos sé”, pensó Joanna, volviendo a las escaleras. Deseó no tener todavía por delante dos horas o más de transcripción. No podía dejarlas para el día siguiente, no con tantas sesiones programadas, y ya llevaba una semana de retraso. Entro en su despacho, tomó una cinta de la caja de zapatos donde guardaba todas las cintas por transcribir y conectó el ordenador.
—Oh, qué bien, estás de vuelta —dijo Richard, asomando la cabeza por la puerta—. He tenido que cambiar la primera sesión del señor Sage para esta tarde. No debería durar mucho. Tish ya lo tiene preparado.
Richard se equivocó. Tardó una eternidad. Pero no porque el señor Sage tuviera mucho que contar. Hacer que dijera algo fue como arrancarle los dientes.
—Dice usted que estaba oscuro —preguntó Joanna después de otros quince minutos de preguntas—. ¿Pudo ver algo?
—¿Cuándo?