—Cuando estaba en la oscuridad.
—No. Ya le dije que estaba oscuro.
—¿Estuvo oscuro todo el tiempo?
—No —dijo, seguido de una pausa interminable mientras Joanna esperaba a que añadiera algo.
—Después de que estuviera oscuro, ¿qué sucedió?
—¿Sucedió?
—Sí. Dijo usted que no estuvo oscuro todo el tiempo.
—No.
—¿Hubo luz parte del tiempo?
—Sí.
—¿Puede describir la luz? Él se encogió de hombros.
—Una luz.
No le fue mejor cuando le preguntó qué sensaciones había experimentado durante la ECM.
—¿Sensaciones? —repitió él, como si nunca hubiera oído la palabra antes.
—¿Se sintió feliz, triste, preocupado, nervioso, tranquilo, cálido, frío?
Él volvió a encogerse de hombros.
—¿Diría que se sentía bien o mal? —preguntó ella.
—¿Cuándo?
—En la, oscuridad —dijo Joanna, apretando los dientes.
—¿Bien o mal respecto a qué? Y así durante más de una hora.
—Vaya —dijo Richard cuando el señor Sage se marchó silenciosamente—, cuando dijiste que la gente tiene distintas capacidades de descripción, no bromeabas.
—Bueno, al menos establecimos que estaba oscuro, y luego hubo luz —dijo Joanna, sacudiendo la cabeza.
Estaban solos en el laboratorio. Tish se había quedado hasta la mitad del interrogatorio y luego se marchó, diciéndole a Richard:
—Voy a la Hora Feliz en el Río Grande con un grupo de amigos, por si le interesa. A los dos —añadió, como si se lo pensara mejor.
—Lamento no haber podido sacarle nada de lo que sentía, si es que sentía algo —dijo Joanna—. No creo que tuviera ninguna sensación negativa. No me respondió cuando le pregunté si se sentía preocupado o asustado.
—No respondió para nada —dijo Richard, acercándose a la consola—, pero al menos tenemos otro conjunto de escáneres que examinar. —Empezó a teclear números—. Quiero comparar sus niveles de endorfinas con los de Amelia Tanaka.
“Y se acabó la Hora Feliz en el Río Grande”, pensó Joanna, pero no importaba. Tenía que transcribir el testimonio del señor Sage, tal como estaba, y todas las otras cintas que no había transcrito todavía. Regresó a su despacho.
Su contestador automático estaba parpadeando. “Que no sea el señor Mandrake”, pensó, y pulsó el botón.
—Soy Maurice Mandrake —dijo el contestador—. Quería decirle lo contento que estoy de que esté usted trabajando con el doctor Wright. Estoy seguro de que será una influencia excelente. ¿Cuándo puede reunirse conmigo para planear estrategias?
Había mensajes de la señora Haighton y Ann Collins, la enfermera que había ayudado en la sesión del señor Wojakowski, las dos pidiéndole a Joanna que las llamara. “Y empezar otra ronda del escondite telefónico”, pensó cansada, pero las llamó a ambas. Ninguna estaba en casa. Dejó un mensaje en ambos contestadores y se sentó ante el ordenador y transcribió la sesión del señor Sage.
Sólo tardó cinco minutos. Sacó la cinta y metió otra.
—Era… —Una pausa interminable—. Oscuro… —Otra—. Creo… —La señora Davenport—. Estaba en… —Pausa muy larga—. Una especie de… —Pausa muy, muy larga, y luego su voz alzándose interrogante—. ¿Túnel?
Aquello era ridículo. Podía poner la cinta a toda velocidad y aún así teclearía más rápido de lo que la señora Davenport hablaba. “¿Y por qué no?”, pensó, tendiendo la mano hacia la grabadora. Aunque tuviera que rebobinar para completarlo, sería una mejora.
No funcionó. Cuando pulsó el botón de avance rápido, se oyó un chirrido agudo. Trató de pulsar “play” y “avance rápido” al mismo tiempo. El botón de avance se detuvo y sonó un gemido ensordecedor. Una voz de hombre dijo:
—Apaguen esa maldita alarma.
Un súbito silencio y la misma voz diciendo:
—Déjenme ver el pulso.
“El infarto de Greg Menotti —pensó Joanna—. Debí de tener la grabadora encendida”, así que pulsó para rebobinar.
—Ella está demasiado lejos —decía Greg, la voz distante y desesperada, y Joanna apartó el dedo del botón y escuchó—. Nunca llegará a tiempo.
Joanna tomó la caja de zapatos con las cintas sin transcribir y rebuscó mientras la cinta seguía en marcha, buscando las fechas. Veinticinco de febrero. Nueve de diciembre.
—Estará aquí dentro de unos minutos —dijo la voz de Vielle desde la cinta.
Luego el cardiólogo preguntó:
—¿Cuál es la PS?
Veintitrés de enero, marzo… allí estaba.
—Ochenta sobre sesenta —dijo la enfermera, y Joanna pulsó para rebobinar, dejó que corriera, pulsó “play”.
—Cincuenta y ocho —dijo Greg, y Joanna detuvo la cinta. La sacó de la grabadora, metió otra, avanzó hasta la mitad.
—Fue precioso —dijo Amelia Tanaka. Demasiado lejos. Joanna rebobinó, escuchó, rebobinó de nuevo, pulsó “play”.
—Está recuperándose —dijo la voz de Richard. Joanna se inclinó hacia delante.
—Oh, no —dijo Amelia—, oh, no, oh, no, oh, no.
Joanna la escuchó dos veces, luego sacó la cinta y metió la otra, aunque ya sabía cómo sonaría, por qué la voz de Amelia era tan inquietante. Lo había oído antes. “Demasiado lejos para que ella venga”, había dicho Greg Menotti, y en su voz había el mismo terror, la misma desesperación.
Pulsó para rebobinar y reprodujo la cinta otra vez, pero ya estaba segura. Había oído un tono idéntico dos veces aquel día, la primera vez leyendo la Biblia: “Cuando atravieses las aguas, estaré allí. Cuando camines a través del fuego, no te quemarás.”
Y si hubiera grabado la voz de la señora Woollam, las tres voces habrían sonado exactamente igual. Como la de Maisie, diciendo:
—¿Crees que duele?
12
Vamos, hombre, no podrían darle a un elefante a esta distan…
El señor Wojakowski llegó puntual a la mañana siguiente.
—Es una cosa que te enseñan en la Marina, a ser puntual —le dijo a Richard, y se lanzó a contar una historia de GeeGaw Rawlins, un compañero artillero que siempre llegaba tarde—. Lo mataron en Iwo. Una bala trazadora le atravesó el ojo —terminó de decir alegremente, y entró en el cuartito adjunto para ponerse la bata del hospital.
Richard recuperó los escaneos de la última sesión del señor Wojakowski. Todavía no había tenido oportunidad de mirar su nivel de endorfinas. Había pasado los dos últimos días analizando los escaneos de las dos últimas sesiones de Amelia Tanaka. Como esperaba, el nivel de actividad era significativamente inferior en su sesión más reciente, y estaban implicados menos sitios receptores, aunque había recibido la misma dosis de ditetamina. ¿Desarrollaban los sujetos una resistencia a los efectos de la droga después de exposiciones repetidas?
Dividió la pantalla e hizo un análisis paralelo de las sesiones del señor Wojakowski, buscando una reducción de la actividad de endorfinas en la segunda, pero había aumentado un poco. Las superpuso y miró los receptores.
—Hola —dijo Tish al entrar—. Le eché de menos anoche en la Hora Feliz.
—¿Ha visto a la doctora Lander? —le preguntó Richard, y cuando Tish negó con la cabeza, añadió—: Voy a buscarla.
Joanna salía de su despacho.
—Lo siento —dijo, sin aliento—. Estaba intentando cambiar la cita de la señora Haighton, pero nunca está en casa. No hago más que hablar con su sirvienta. Estoy pensando seriamente en pedirle que venga y entrevistarla a ella. Por cierto, he solicitado nuevos voluntarios, expresándolo con nuevos términos y dando un teléfono de contacto distinto que la señora Bendix y sus colegas no reconocerán.