“Pero no está aquí”, pensó Joanna.
—¿Dónde estás, Carl? —preguntó—. ¿Remando en el lago?
Remar en el lago era una de las escenas que las enfermeras habían inventado para sus murmullos. Hacía movimientos con los brazos que podrían haber sido el gesto de remar, y en esas ocasiones nunca se mostraba agitado ni gritaba, por lo que pensaban que era algo idílico.
Había varias escenas: La marcha de la muerte de Bataan, durante la cual gritaba una y otra vez “¡Agua!”, y correr detrás del autobús, y una para la que cada enfermera tenía un nombre distinto (Quemado en la hoguera y Emboscada vietcong y Los tormentos del infierno), durante la cual agitaba los brazos salvajemente y se destapaba y se quitaba la intravenosa. Una vez le había puesto a Guadalupe un ojo morado cuando intentaba contenerlo. “Atrapado”, gritaba una y otra vez, o posiblemente “Agarrado” o algo parecido. Y una vez, con pánico: “Corta el cable.”
—Tal vez cree que las sondas son cuerdas —dijo entonces Guadalupe, con el ojo hinchado, mientras le tendía a Joanna una transcripción del episodio.
—Tal vez —respondió Joanna, pero no lo creía. “No sabe que tiene puestas intravenosas, ni que está nevando o hay enfermeras a su alrededor. Está muy lejos de aquí, viendo algo completamente distinto”, pensó. Como todos los pacientes de infartos y accidentes de coche y hemorragias que había entrevistado en los dos últimos años, moviéndose entre ángeles y túneles y parientes que habían sido inducidos a ver, en busca del comentario casual, el detalle aparentemente irrelevante que podía dar una pista de que lo habían visto, de dónde habían estado.
—La luz me envolvió, y me sentí feliz y cálida y segura —había dicho Lisa Andrews, cuyo corazón se había detenido durante una intervención. Pero temblaba al decirlo, y luego se quedó allí sentada un buen rato, con la mirada perdida.
Y Jake Becker, que se había caído por un precipicio mientras hacía montañismo en las Rocosas, dijo, tratando de describir el túneclass="underline"
—Estaba muy, muy lejos.
—¿El túnel estaba muy lejos de usted? —preguntó Joanna.
—No —respondió Jake enfadado—. Yo estaba allí mismo. Dentro. Estoy hablando de dónde estaba. Muy muy lejos.
Joanna se acercó a la ventana y contempló la nieve. Ahora caía con más fuerza, cubriendo los coches del aparcamiento de visitantes. Una mujer mayor con un abrigo gris y un gorrito de plástico limpiaba con esfuerzo la nieve de su parabrisas. Tiempo propio de infartos, había dicho Vielle. Tiempo de accidentes de coche. Tiempo de muerte.
Corrió las cortinas y volvió a la cama y se sentó en la silla que había al lado. Él no iba a hablar, y la cafetería cerraría al cabo de diez minutos. Tenía que irse de inmediato si quería comer. Pero continuó sentada, contemplando los monitores, con sus líneas ondulantes, sus números cambiantes, contemplando el movimiento casi imperceptible del pecho hundido de Carl subiendo y bajando, contemplando las ventanas cerradas con la nieve cayendo silenciosamente al otro lado.
Advirtió un leve sonido. Miró a Carl, pero él no se había movido y seguía teniendo la boca medio abierta. Miró los monitores, pero el sonido procedía de la cama. “¿Puede describirlo?”, pensó automáticamente. Un sonido profundo, regular, como una sirena, con largas pausas intermedias, y después de cada pausa, un sutil cambio de tono.
Está tarareando, pensó. Buscó su minigrabadora y la conectó, y se la acercó a la boca.
—Nmnmnmnmn —zumbó él, y luego una pausa más breve, mientras tomaba aliento y continuaba, “nmnmnmnm”, cada vez más grave. Era decididamente una canción, aunque ella tampoco lograba reconocerla, porque los intervalos entre los sonidos eran demasiado largos. Pero era evidente que canturreaba.
¿Cantaba en un lago veraniego en alguna parte, mientras una chica hermosa tocaba un ukelele? ¿O cantaba al compás del coro celestial de la señora Davenport, envuelto en la cálida luz al final del túnel? ¿O estaba en algún lugar de las oscuras junglas de Vietnam, cantando para así para mantener sus miedos bajo control?
El busca empezó a sonar de repente.
—Lo siento —dijo, apagándolo con la mano izquierda—. Lo siento. Pero Carl continuó impertérrito, nmnm, nmnm, nmnm, nmnm, nm, nm. Ajeno. Inalcanzable.
El número que aparecía en el busca era el de Urgencias.
—Lo siento —repitió Joanna, y apagó la grabadora—. Tengo que irme.
Le palmeó la mano, que permanecía inmóvil junto a su costado.
—Pero volveré a verte pronto —dijo, y se encaminó hacia Urgencias.
—Un ataque al corazón —dijo Vielle cuando llegó—. Sacaba su coche de una zanja. Estuvo a punto de morir en la ambulancia.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Joanna—. ¿En Cuidados intensivos?
—No. Está aquí mismo.
—¿En Urgencias? —dijo Joanna, sorprendida. Nunca había hablado con pacientes en Urgencias, aunque había ocasiones en que deseaba poder hacerlo, para entrevistarlos antes de que lo hiciera el señor Mandrake.
—Se recuperó muy rápido, y ahora se niega a ser ingresado hasta que llegue el cardiólogo —dijo Vielle—. Lo hemos llamado, pero mientras tanto el tipo está volviendo loco a todo el mundo. No tuvo un ataque al corazón. Hace ejercicio en un gimnasio tres veces por semana. —Acompañó a Joanna a la sala de traumatología.
—¿Seguro que está lo bastante recuperado para hablar conmigo?
—preguntó Joanna, siguiéndola.
—No para de intentar levantarse de la cama y de exigir hablar con alguien que esté al mando —dijo Vielle, deslizándose expertamente entre un carrito de suministros y una máquina portátil de rayos X—. Si puedes distraerlo y mantenerlo en la cama hasta que llegue el cardiólogo, le harás un favor enorme a todo el mundo. Incluido él. Escucha, ahora es tu paciente.
—¿Por qué no está aquí mi médico ya? —exigió una voz de barítono procedente del otro extremo de la sala de reconocimiento—. ¿Y dónde está Stephanie?
Hablaba fuerte y de manera despierta para tratarse de alguien que había sufrido un infarto y luego había sido revivido. Tal vez tuviera razón y no se trataba de un ataque al corazón.
—¿Cómo que no se han puesto en contacto con ella? Tiene un teléfono móvil —gritó—. ¿Dónde hay un teléfono? La llamaré yo mismo.
—No puede levantarse usted, señor Menotti —dijo una voz de mujer—. Está lleno de cables.
Vielle abrió la puerta y condujo a Joanna a la habitación, donde una enfermera intentaba en vano impedir que un hombre joven arrancara los electrodos que tenía conectados al pecho. Un hombre muy joven, de no más de treinta y cinco años, bronceado y musculoso. Parecía verdad que hacía ejercicio tres veces por semana.
—Basta —dijo Vielle, y lo empujó contra la cama, que estaba dispuesta en ángulo de cuarenta y cinco grados—. Tiene que estarse tranquilito. Su médico llegará en unos minutos.
—Tengo que ponerme en contacto con Stephanie —dijo él—. No necesito ninguna intravenosa.
—Sí que la necesita —dijo Vielle—. Nina la llamará por usted. Miró el monitor cardíaco y luego le tomó el pulso.
—Ya lo he intentado —dijo la otra enfermera—. No responde.
—Bueno, inténtalo otra vez —respondió Vielle, y la enfermera se marchó—. Señor Menotti, ésta es la doctora Lander. Ya le hablé de ella.
—Lo empujó firmemente contra la cama—. Los dejo para que se conozcan.
—No dejes que se levante —le silabeó en silencio a Joanna, y se marchó.
—Me alegro de que esté usted aquí —dijo el señor Menotti—. Usted es médico, así que tal vez pueda hacerlas entrar en razón. No paran de decir que he sufrido un ataque al corazón, pero es imposible. Hago ejercicio tres veces por semana.