No, pensó Joanna. Siempre eran mensajes del señor Mandrake, tratando de averiguar quiénes eran sus sujetos y qué habían experimentado.
—Tengo que verte ahora mismo —dijo Maisie— Estoy en la misma habitación que antes.
Joanna prometió que bajaría a verla después de la sesión con el señor Sage. Éste vio un túnel (oscuro), una luz (brillante) y algunas personas (tal vez), cosa que tardó hora y media en escupir. Fue un verdadero placer hablar con Maisie.
—No me llegaste a decir por qué querías saber qué era un jardín de la victoria —dijo Joanna, tratando de no parecer impresionada por la carita hinchada de Maisie. “Retención de líquidos”, pensó. Mala señal.
—Oh. Porque Emmett Kelly, el payaso de cara triste con la ropa rota, tengo por ahí una foto… el libro gordo y rojo con el volcán —dijo—. Está en mi mochila Barbie.
—Veo que la señora Sutterly te ha traído tus libros —dijo Joanna, examinando la mochila. Los 100 peores desastres de la Historia, con el Hindenburg envuelto en llamas en la portada; Desastres del mundo, con un mapa mundi salpicado de banderas rojas; Grandes desastres, con una foto en blanco y negro del terremoto de San Francisco. Allí estaba. Desastres del siglo XX, con un chillón dibujo en blanco y negro de un volcán.
—¿Qué es esto? —preguntó Joanna, acercándolo a la cama—. ¿Pompeya?
—Pompeya es la ciudad —la corrigió Maisie—. El volcán es el Vesubio. Pero eso es el monte Pelee. Mató a treinta mil personas en unos dos minutos.
Abrió el libro y empezó a pasar páginas llenas de fotos y mapas y titulares de periódicos. El incendio de la Fábrica Triangle Shirtwaist, el hundimiento del Castle-Morro, el huracán de Galveston.
—Aquí está —dijo Maisie, con un poco de pitido en la respiración. ¿Por el simple esfuerzo de pasar las páginas? Le mostró a Joanna una página doble de fotos. La de arriba del todo era de Emmett Kelly, con su boca pintada de blanco hacia abajo, el sombrero aplastado y sus enormes zapatones, corriendo hacia la carpa del circo con un cubo de agua. Había una expresión de horror y desesperación en su cara, visible incluso bajo el maquillaje de payaso, pero Maisie no parecía consciente de ello.
—Emmett Kelly ayudó a todos esos niños a salir del fuego —dijo—, y había una niña pequeña, la salvó, y después de rescatarla de las llamas le dijo: “Ve al jardín de la victoria y espera a tu madre.” Y ella se fue.
—Oh, ¿y pensaste que era algún tipo de sitio especial que los circos tenían entonces?
—No —dijo Maisie—. Pensé que una victoria era una especie de verdura.
Le dio la vuelta al libro para que la otra mitad de la doble página quedara de cara a Joanna, y señaló a un hombre con sombrero de copa, agitando un bastón.
—Es el director de la banda de música. Cuando el incendio empezó, hizo que la banda tocara Barras y estrellas para siempre. ¿Sabes cómo es?
—Sí. —Joanna tarareó unas cuantas notas.
—Oh, conozco esa canción —dijo Maisie—. Es la canción del pato. Sé amable con tus amigos palmípedas. Si estás en un circo y escuchas esa canción, hay que salir por piernas. Significa que hay un incendio o un león suelto o algo por el estilo.
—No lo sabía.
Maisie asintió sabiamente.
—Es como una señal. Cada vez que la banda toca eso, toda la gente del circo sabe que es porque hay una emergencia. Como cuando alguien tiene una parada cardíaca. ¿Cómo es que la ropa de Emmett Kelly está toda rota?
Joanna le explicó que porque se suponía que debía parecer un vagabundo, y después, como tararear Barras y estrellas para siempre le recordó el canturreo de Coma Carl, subió a verlo unos minutos.
Su esposa dijo que estaba teniendo un buen día, lo que significaba que no se había arrancado las intravenosas ni había sido emboscado por el Vietcong, pero a Joanna le pareció mucho más delgado. Cuando salió y fue al puesto de enfermeras, Guadalupe le dio una tarjeta con sus murmullos.
—No ha dicho mucho últimamente.
—¿Sigue remando en el lago?
—No.
Joanna miró la tarjeta. Había dicho: “No… tengo que… varón… parches…”, y debajo, escrito con letra distinta, “rojo”.
Joanna transcribió las palabras y las sumó al archivo informático de Carl junto con “agua” y “oh, gran” y los comentarios de Guadalupe sobre sus movimientos.
Al examinarlo, advirtió que no había transcrito sus tarareos. Debían de estar en una de las docenas de cintas guardadas en una caja de zapatos que no había podido rescatar todavía y que no rescataría pronto. Las cintas del proyecto tenían prioridad, y realizar entrevistas y concertar citas. Y volver a concertarlas.
La señora Haighton no podía venir el viernes (esta vez era la gala del Museo de Arte) y Amelia necesitaba cambiar la cita también. Tenía otro examen importante a la vista, y su profesor había concertado una sesión de repaso que no podía perderse, y no, tampoco podía el jueves. Tenía un examen de estadística ese día.
—¿Cuántos exámenes hacen en la facultad hoy en día? —explotó Richard cuando Joanna se lo dijo—. Creía que el trimestre había terminado. ¿Qué pasa? ¿Se ha echado un nuevo novio?
“Más bien habrá renunciado a que te fijes alguna vez en ella”, pensó Joanna, porque aunque Amelia no dejaba de sonreír y tontear, Richard estaba completamente absorto con su fracaso a la hora de tratar a la señora Troudtheim.
—No sé qué más intentar —le dijo a Joanna, exasperado.
Lo peor de la señora Troudtheim era que si hubiesen tenido una buena batería de voluntarios simplemente la habría declarado no válida y habría pasado a otros sujetos. Pero no había otros sujetos con los que continuar. Estaba claro que Joanna no iba a conseguir nunca fijar una entrevista con la señora Haighton, y mucho menos una sesión, y el señor Pearsall había llamado para decir que su padre, el que no había estado enfermo ni un solo día de su vida, había sufrido una embolia, y que iba a ir a Ohio y no sabía cuándo iba a regresar. Lo cual dejaba al señor Sage el Silencioso, a la cada vez más difícil Amelia Tanaka y al señor Wojakowski. Al menos él estaba disponible. Y más que dispuesto a hablar.
—Estaba en el túnel —dijo al inicio de su quinta declaración.
Estaban solos en el laboratorio. Richard, ansioso por analizar su sangre o tal vez sin muchas ganas de escuchar otra de las interminables historias del señor Wojakowski, había llevado él mismo la muestra de sangre al laboratorio.
—Estaba oscuro, no podía ver nada, pero no sentía miedo. Tenía una especie de sensación de paz, como cuando sabes que algo va a pasar, pero no sabes qué, y no sabes cuándo. Como el día que bombardearon Pearl.
“Sabía que encontraría un modo de meter al Yorktown en esto”, pensó Joanna.
—Todavía puedo recordar esa mañana. Era domingo… Joanna asintió, preguntándose si debería intentar que retomara el hilo, o si eso simplemente lo desviaría hacia otra historia. Normalmente acababa por volver a la pregunta. Joanna apoyó la barbilla en su mano y se dispuso a esperar.
—Yo volvía de un permiso en Virginia Beach, el Yorktown estaba en Norfolk, y vi a aquel marinero subir a la torreta…
Rebuscó en su bolsillo y sacó una ajada foto del Yorktown.
—Esto es la torreta —dijo, señalando la alta torre en mitad del barco. Tenía tres mástiles cruzados que, Joanna supuso, eran antenas de radio o de radar, y un puñado de escalas.