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—¿Bromeas? Estuvo aquí esta mañana, explicando los detalles del embalsamamiento. El jueves me vendrá bien… Espera un momento —dijo, y se volvió hacia la auxiliar que llegaba con aspecto preocupado—. ¿Qué pasa, Nina?

—El tipo de Trauma 2 está actuando de manera muy rara —dijo Nina—. Creo que está colocado con picara.

—Ahora mismo voy para allá —dijo Vielle, y se volvió de nuevo hacia Joanna.

—¿Pícara? Mencionaste eso antes…

—Es la última variedad de PCP —dijo Nina—, y da miedo. Alucinaciones psicóticas con episodios violentos.

—He dicho que ahora mismo voy para allá, Nina —dijo Vielle fríamente.

—Vale. Empezó en Los Angeles —continuó Nina, como si tal cosa—. Los ataques al personal de Urgencias han aumentado en un veinticinco por ciento, y ahora ha llegado aquí. La semana pasada una enfermera sueca…

—¡Nina! —la cortó Vielle amenazadora—. He dicho que ahora mismo voy para allá.

—Sí, señora —dijo Nina, se dio la vuelta y se marchó. Joanna esperó hasta que ya no pudiera oírla, y entonces dijo:

—¿Los ataques al personal de Urgencias han aumentado en un veinticinco por ciento y me das sermones porque voy a hacer algo peligroso?

—Muy bien —dijo Vielle, alzando las manos—. Una tregua. Pero sigo pensando que estás loca.

—Es algo mutuo. —Y, al ver la expresión escéptica de Vielle, añadió—: Estaré bien. No hay por qué preocuparse.

Pero, tendida en la mesa esa tarde, al mirar la luz cubierta y mientras esperaba a que Tish le colocara la intravenosa, Joanna sintió un retortijón de ansiedad. “Es el nerviosismo que siempre siente el paciente —pensó—. Esa causa de la bata hospitalaria y porque te has quitado las gafas. Y por estar tendida de espaldas, esperando a que una enfermera te haga cosas.”

Y no una enfermera cualquiera. Tish, que había dicho, cuando Joanna salió del camarín:

—¿Cómo ha conseguido convencer al doctor Wright para que la utilice?

Joanna se preguntó, considerando la exagerada reacción de Vielle, si Tish de pronto pondría también todo tipo de objeciones, y lo hizo, pero no como Joanna esperaba.

—¿Cómo es que usted puede hacer esto, y yo no? —preguntó, como si Joanna hubiera convencido a Richard para que la llevara a la Hora Feliz. Joanna se explicó lo mejor que pudo desde su posición tendida y casi ciega.

—Oh, claro, lo olvidé, es usted doctora, y yo una simple enfermera —dijo Tish, y empezó a colocar electrodos sobre el pecho de Joanna.

Lo más lógico era que a Tish le gustara la perspectiva de tener a Joanna ausente y a Richard para ella sola durante la duración de la sesión. “Tendría que estar nerviosa”, pensó Joanna. Es probable que Tish empiece a coquetear con Richard y se olviden de mí. O que decida que es buen momento para librarse de la competencia de una vez por todas, y tire del enchufe.

Pero no había ningún enchufe del que tirar. Aunque los dos se marcharan a la Hora Feliz y la dejaran allí tumbada, Joanna simplemente se despertaría cuando la ditetamina se consumiera. O despertara de su estado de ECM como la señora Troudtheim.

Otra cosa de la que preocuparse. ¿Y si ella, como la señora Troudtheim, resultaba incapaz de alcanzar un estado ECM? La señora Troudttheim había vuelto a salir de nuevo en su última sesión, aún más rápido que antes, a pesar de que Richard había ajustado la dosis.

—No sé qué más intentar —había dicho Richard, estudiando sus escaneos después de la sesión—. Tal vez tengas razón, y sea parte del cuarenta por ciento que no tiene ECM.

“¿Y si yo también soy una de ellos?”, se preocupó Joanna. ¿Qué harían entonces?

—Relájese —ordenó Tish, levantándole la rodilla para poner la almohadilla debajo—. Está tiesa como una tabla.

Colocó una almohadilla debajo del brazo izquierdo de Joanna y le dio la vuelta a la mesa para hacer lo mismo por el otro lado.

Joanna trató conscientemente de relajarse, respirando despacio y luego soltando el aire, deseando que sus brazos y sus piernas se quedaran flácidos. “Relájate. Dejarte ir.” Contempló el aplique de la luz, ahora cubierto. Sin previo aviso, Tish rodeo con un tubo de goma su antebrazo y le hizo un nudo. Joanna giró la cabeza para ver qué estaba haciendo.

—¡Relájese! —ordenó Tish, y empezó a buscar una vena.

“En cualquier caso, sabré mucho más sobre cómo tratar a nuestros sujetos”, pensó Joanna. Tenían que saber todo lo que iba a pasar. Había que decirles: “Voy a introducir la intravenosa ahora. Una pinchadita”, pensó Joanna.

Tish no dijo nada. Pinchó el brazo de Joanna, clavó la aguja, colocó el tubo de la intravenosa, todo sin decir palabra. Desapareció del campo de visión de Joanna, y ésta sintió que le colocaban el antifaz para dormir sobre los ojos y algo helado en la frente.

—¿Qué está haciendo? —preguntó involuntariamente.

—Colocándole los electrodos en la cabeza —dijo Tish, irritada—. Dicen que los doctores son los peores pacientes, y tienen razón. ¡Relájese!

Joanna decidió contar al señor Sage y la señora Troudtheim una descripción detallada de los procedimientos la próxima vez que fueran sometidos a la prueba. Y no deberían quedarse tendidos allí largo rato sin tener ni idea de qué pasaba, se dijo, esforzándose por oír voces o pasos o lo que fuera. Se preguntó si Tish y Richard se habrían ido a la Hora Feliz. No, habría oído cerrarse la puerta. ¿Podría haberle puesto Tish los auriculares sin que se diera cuenta?

—¿Todo listo? —dijo bruscamente la voz de Richard en su oreja izquierda, y ella tanteó a ciegas en busca de su brazo—. ¿Seguro que quieres hacer esto? —preguntó Richard, preocupado, y la ansiedad de su voz hizo que la de Joanna se desvaneciera por completo.

—Estoy segura —dijo, y sonrió en lo que esperaba fuese su dirección—. Estoy decidida a resolver el misterio del zumbido o el timbrazo de una vez por todas.

—Muy bien. Tal vez no veas gran cosa. A veces hacen falta un par de intentos para conseguir la dosis adecuada.

—Lo sé.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?

—Estoy segura —dijo ella, y era verdad—. Empecemos. Le soltó el brazo.

—Muy bien —dijo él, y alguien (¿Richard?, ¿Tish?) le colocó los auriculares. Joanna se relajó con el silencio del ruido blanco y la oscuridad, esperando a que el sedante hiciera efecto. Inhaló profundamente. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. “No está funcionando”, pensó, y oyó un sonido.

“Tish no me ha puesto bien los auriculares”, pensó.

—Richard —empezó a decir, y advirtió que no estaba en el laboratorio. Estaba en un espacio estrecho. Notaba las paredes a cada lado. “Un ataúd”, pensó, pero era demasiado ancho, y estaba de pie. Miró su cuerpo, pero no pudo ver nada, el lugar estaba completamente oscuro. Alzó la mano delante de la cara, pero tampoco pudo verla, ni sentir el movimiento de su brazo.

“No puedo ver a causa del antifaz”, pensó, y trató de quitárselo, pero no lo llevaba puesto. Llevaba sus gafas. Se palpó la frente. No había electrodos en su cabeza, ni auriculares. Se palpó el brazo. No había ninguna intravenosa.

“Estoy en la ECM —pensó—, en el túnel”, pero eso tampoco era cierto. No era un túnel. Era un pasillo. “¿Puedes ser más específica?”, se preguntó en silencio, y miró a su alrededor en la oscuridad.

“Es estrecho”, pensó, sin tener ni idea de por qué lo sabía. O de por qué sabía que había paredes a cada lado, que no las había delante o detrás y que el techo era bajo. Miró hacia el techo invisible, deseando que sus ojos se acostumbraran, pero la oscuridad continuó siendo absoluta. ¿Y cómo sabía que no era el techo de un túnel?

Miró al suelo, que tampoco pudo ver, y tanteó con el pie.