A las cuatro, Joanna recopiló lo que tenía. Mientras lo imprimía, escuchó sus mensajes. Vielle, que quería saber si había hecho ya algún progreso con el doctor Wright. El señor Wojakowski, que quería saber si lo necesitaban. La señora Haighton, diciendo que necesitaba concertar otra cita porque tenía una reunión de emergencia del Comité Primaveral. El señor Mandrake. Se saltó ese mensaje. Guadalupe.
—Llámame cuando tenga un momento.
“Probablemente querrá saber si sigo interesada en Coma Carl —pensó Joanna—. No he ido a verlo desde hace varios días.”
Le llevó las listas a Richard, quien apenas levantó la cabeza de los escaneos, y luego bajó a ver a Guadalupe. Estaba en la habitación de Carl, introduciendo sus datos en la pantalla del ordenador. Joanna se acercó a la cama. Estaba inclinada cuarenta y cinco grados, y Carl, rodeado de almohadas por todas partes, parecía que iba a resbalarse hasta el pie de la cama de un momento a otro. Una mascarilla de oxígeno transparente le cubría la nariz y la boca.
—¿Cómo le va? —le preguntó a Guadalupe, obligándose a hablar en tono normal.
—No muy bien —susurró Guadalupe—. Ha tenido una pequeña congestión estos dos últimos días.
—¿Neumonía? —susurró Joanna.
—Todavía no —dijo Guadalupe, comprobando sus intravenosas Había dos bolsas más en la percha.
—¿Dónde está su esposa?
—Se marchó a comer algo —dijo Guadalupe, pulsando unos números en la percha de las bolsas—. No ha comido en todo el día y la cafetería estaba cerrada cuando bajó. La verdad, ¿para qué se molestan en tener siquiera una cafetería?
Joanna miró a Carl, que yacía quieto y silencioso en la cama inclinada. Se preguntó si podía oírlas, si sabía que su esposa había salido y ella estaba allí, o si se encontraba en un jardín precioso, como la señora Woollam. O en un pasillo oscuro con puertas a cada lado.
—¿Ha dicho algo? —le preguntó a Guadalupe.
—Hoy no. Ayer dijo unas cuantas palabras durante el turno de Pam, que por lo visto tuvo problemas para entenderlas a causa de la mascarilla.
Guadalupe rebuscó en su bolsillo, sacó un papelito y se lo entregó a Joanna.
Carl gimió de nuevo y murmuró algo. Joanna se acercó más a la cama.
—¿Qué es, Carl? —dijo, y le tomó la mano flácida.
Sus dedos se movieron cuando ella le tomó la mano, y Joanna se sorprendió tanto que casi lo soltó. “Me ha oído —pensó—, está tratando de comunicarse conmigo.” Luego se dio cuenta de que no era así.
—Está temblando —le dijo a Guadalupe.
—Lleva así un par de días. Su temperatura es normal. Joanna se acercó al respiradero de la calefacción y alzó la mano para ver si salía aire. Salía, levemente cálido.
—¿Hay un termostato?
—No. Pero tiene usted razón. Hace frío aquí dentro. Le traeré otra manta.
Guadalupe salió y Joanna se sentó junto a la cama y leyó la tira de papel que la enfermera le había dado. Sólo había unas pocas palabras: “agua” y “mitad” con una interrogación detrás, y “oh, gran”.
Carl gimió y su pie se agitó débilmente. ¿Apartaba algo de una patada? ¿Escalaba algo? Murmuró unas palabras ininteligibles y su mascarilla se empañó. Joanna se inclinó hacia él.
—Ella —murmuró Carl—. Aprisa —dijo, levantando la cabeza de la almohada—. Tengo que…
—¿Tienes que hacer qué, Carl? —preguntó Joanna, tomándole de nuevo la mano—. ¿Tienes que hacer qué?
Pero se había vuelto a hundir en las almohadas, tiritando. Joanna lo cubrió con la colcha sin que él ofreciera ninguna resistencia, y se preguntó que había pasado con Guadalupe y la manta, y luego se quedó allí, sosteniéndole la mano entre las suyas. Tengo que. Agua.
Se produjo un súbito cambio en la habitación, un silencio. Joanna miró a Carl, alarmada, temiendo que hubiera dejado de respirar, pero no. Vio su pecho subir y bajar débilmente, el leve vaho de su mascarilla de oxígeno.
Pero algo había cambiado. ¿Qué? Los monitores estaban funcionando todos, y si hubiera habido algún cambio en las constantes vitales de Carl habrían empezado a sonar. Joanna observó el ordenador, la percha con las intravenosas, el calefactor. Colocó las manos delante del respiradero. No salía aire.
“El calefactor se ha estropeado —pensó, y luego—, lo que oí no fue un sonido. Fue el silencio posterior. Eso es lo que oí en el túnel. Por eso no puedo describirlo. Porque no era un sonido. Era el sonido después de que algo se desconecta.” Y casi, casi lo tuvo.
—Allá vamos, Carl, una bonita manta caliente —dijo Guadalupe, desplegando un cuadrado azul—. Te la he calentado en el microondas. —Se detuvo y miró la cara de Joanna, sus puños cerrados—. ¿Qué pasa?
“Casi lo tenía y ahora se ha vuelto a perder —pensó Joanna—, eso es lo que pasa.”
—Estaba intentando recordar algo —dijo, abriendo los puños.
Vio cómo Guadalupe colocaba la manta sobre Carl y lo tapaba hasta los hombros. Algo referido a una manta y un calefactor. No, no un calefactor, a pesar de la manta, a pesar de que la mujer dijo “hace tanto frío”. Era otra cosa, algo que tenía que ver con el instituto y con rebuscar en los bolsillos de la bata de Richard y con un lugar en el que no había estado nunca. Un lugar que tenía en la punta de la mente.
“Lo conozco, sé lo que es”, pensó, y la sensación de temor regresó, más fuerte que nunca.
17
Y en mi sueño vino a mí un ángel de alas blancas, sonriendo.
—Interesante —dijo Richard cuando Joanna le habló del episodio del calefactor—. Describe de nuevo la sensación.
—Es una… —Buscó la palabra adecuada—. Una convicción de que sé dónde está el pasillo de mi ECM.
—No estás hablando de un flashback, ¿verdad? No volviste a encontrarte allí otra vez.
—No. Y no, no es un deja vu —contestó, anticipándose a su siguiente pregunta—. Sé que no he estado allí anteriormente.
—¿Y si es un jamáis vu? Es la sensación de que estás en un lugar extraño aunque has estado allí muchas veces. También es un fenómeno del lóbulo temporal.
—No —dijo ella pacientemente—. Es un lugar en el que sé que no he estado nunca, pero lo reconozco. Sé lo que es, pero no se me ocurre. Es como… —Se subió las gafas sobre la nariz, tratando de dar con un buen ejemplo—. Bueno, es como… Un día estaba en el cine con Vielle, y vi a una mujer comprando palomitas. Sabía que la había visto en algún sitio, pero no pude situarla. Tuve la sensación de que era algo negativo, así que no quise ir y preguntarle, y me pasé toda la película pensando en si trabajaba en el hospital o si vivía en mi edificio o si había sido una paciente mía. Es esa sensación. —Miró a Richard, expectante.
—¿Quién era?
—Una de las seguidoras de Mandrake —dijo, y sonrió—. Casi al final de la película, Meg Ryan va a que le lean la mano y pensé: “De eso la conozco. Es una de las amigas del señor Mandrake”, y Vielle y yo nos largamos antes de los créditos.
Richard parecía pensativo.
—Y crees que el hecho de que el calefactor se apagara es igual que la lectura de la mano.
—Sí, pero no funcionó. Las tres veces sentí que tenía la respuesta al alcance de mi mano… —Advirtió que estaba a punto de hacer el gesto de nuevo y se detuvo—. Pero no pude cogerla.