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El dragado comercial era, en cierto modo, como una minería submarina. La arena y la grava que el barco absorbía se clasificaban y se vendían a las industrias de la construcción y paisajismo. La grava de mayor calidad acabaría en bonitas vías de acceso a grandes fincas, la arena se usaría en la industria del cemento, y el resto se molería para obtener mezclas de hormigón y asfalto, o se usaría como grava para cimientos de edificios, carreteras y túneles.

El capitán, Danny Marshall, un tipo enjuto y nervudo de cuarenta y cinco años y de buen carácter, estaba al timón, gobernando los dos cazonetes que controlaban los propulsores que le daban al barco mayor maniobrabilidad que el típico timón clásico. Lucía una barba de tres días, un gorro negro, un grueso suéter azul sobre una camisa también azul, tejanos y botas de trabajo. El primer oficial, vestido con un atuendo similar, controlaba la pantalla del ordenador, en la que aparecía la zona de dragado.

Marshall apretó el interruptor de la radio barco-tierra y se inclinó hacia el micrófono.

– Aquí el Arco Dee, Mike, Mike, Whisky, Echo -dijo.

Cuando el guardacostas respondió, indicó su posición. Al trabajar en una de las vías navales más concurridas del mundo, donde la visibilidad podía reducirse a sólo unos metros con las frecuentes nieblas y brumas que caían sobre el canal de la Mancha, era importante anotar y actualizar todas las posiciones periódicamente.

Al igual que los otros siete compañeros de tripulación, la mayoría de los cuales habían trabajado juntos durante los últimos diez años, Malcolm Beckett llevaba el mar en la sangre. De niño había sido un poco rebelde, y se había ido de casa en cuanto había podido, para alistarse en la Marina Real como aprendiz de ingeniero, y había pasado sus primeros años en el mar viajando por todo el mundo. No obstante, al igual que otros compañeros de este barco, que habían empezado su carrera en transatlánticos, al nacer su primera hija, Caitlin, había buscado un trabajo que le permitiera seguir navegando, pero, al mismo tiempo, mantener algún tipo de vida familiar.

La draga era una solución perfecta. Nunca estaban en el mar más de tres semanas, y volvían a puerto dos veces al día. En las épocas en que el barco zarpaba desde Shoreham, o desde Newhaven, a veces incluso tenía tiempo de pasar por casa una hora o así.

El capitán redujo la marcha. Malcolm comprobó las revoluciones del motor y los indicadores de temperatura, y luego echó un vistazo a su reloj. Tendrían cobertura otra vez en unas cinco horas. A las cinco de la tarde. La llamada de Lynn le había dejado muy inquieto. Aunque Caitlin siempre le había parecido una niña difícil, le tenía un inmenso cariño y se veía muy reflejado en ella. Los días que salía con ella, se divertía mucho con las quejas que le hacía respecto a su madre. Eran exactamente las mismas discusiones que solía tener él con Lynn. En particular, su preocupación obsesiva, aunque había que admitir que Caitlin les había dado a los dos muchas preocupaciones a lo largo de los años.

Sin embargo, esta vez sonaba peor que nunca, y lamentaba que la llamada se hubiera cortado. Estaba muy preocupado.

Se puso su casco rígido y su chaqueta reflectante, salió del puente y bajó la escalera de metal hasta la escalera de cámara; luego bajó hasta la cubierta principal. Sentía que la cortante brisa invernal le golpeaba contra la ropa mientras se dirigía a su puesto para supervisar el descenso del tubo de dragado hacia el fondo.

Un par de sus antiguos colegas de la Marina, a los que veía de vez en cuando para tomar unas copas, bromeaban diciendo que las dragas no eran más que aspiradoras flotantes. En cierto sentido tenían razón. El Arco Dee era un aspirador de 2.000 toneladas, que se convertían en 3.500 cuando el depósito del polvo estaba lleno.

En la cubierta de estribor del barco estaba montado el tubo de dragado, un tubo de acero de 30 metros de longitud. Para Malcolm, uno de los mejores momentos de cada travesía era cuando veía cómo se hundía el tubo y se perdía en las misteriosas profundidades. Era el momento en que el barco realmente parecía adquirir vida. El repentino repiqueteo de la maquinaria de absorción y de la tolva al activarse, el mar revuelto a su alrededor y, al cabo de un momento, agua, arena y grava cayendo con un gran estruendo en la bodega, convirtiendo el centro del barco, la bodega de carga, en una caldera de aguas fangosas en ebullición.

Ocasionalmente se atrancaba en la cabeza de dragado -la boca del tubo- algo inesperado, como una bola de cañón o un fragmento de algún avión de la Segunda Guerra Mundial o, en una ocasión que les puso a todos los nervios de punta, una bomba sin explotar. A lo largo de los años se habían extraído tantos artefactos antiguos del fondo del océano que se habían establecido procedimientos oficiales para saber qué hacer. No obstante, no había ninguna indicación para lo que el Arco Dee estaba a punto de extraer en esta ocasión.

Cuando la bodega se llenara, toda el agua se escurriría a través de las aberturas de desagüe, y dejaría prácticamente una playa de arena y guijarros en medio del barco. A Malcolm le gustaba caminar por encima cuando volvían a puerto, triturando parte de los cientos de conchas que habían sacado y encontrándose de vez en cuando con algún desventurado pez o cangrejo. Años atrás había encontrado lo que después identificarían como un hueso humano, una tibia. Incluso después de todos aquellos años, los misterios del mar, especialmente los que escondía en su fondo, le llenaban de una emoción casi infantil.

Al cabo de unos veinte minutos llegaría el momento de extraer el tubo de dragado. Malcolm se tomó una breve pausa en el comedor vacío, se sentó en un desvencijado sofá con una taza de té entre las manos y un tabnab -como solían llamar a los bollos en el argot marinero-. La televisión estaba encendida, pero la imagen estaba demasiado borrosa como para distinguir algo. Dejó vagar la mirada y se fijó en el menú de la noche, que estaba garabateado en rotulador rojo sobre una pizarra blanca: «Crema de puerros, panecillo, huevo a la escocesa, patatas fritas, ensalada fresca, bizcocho y natillas». Cuando volvieran a puerto, desembarcarían la carga y les esperarían varias horas de trabajo duro, así que para la hora de la cena seguramente estaría hambriento. Pero de momento tenía la mente fija en Caitlin y perdió interés en el bollo; tras un par de bocados lo tiró a la papelera. En ese momento, oyó una voz tras él.

– Mal…

Se giró y vio al primer oficial, un tipo robusto de Liverpool vestido con un peto, casco rígido y gruesos guantes de trabajo.

– Tenemos un atasco en la cabeza de dragado, jefe. Creo que tenemos que izar el tubo.

Mal cogió su casco y siguió al primer oficial hasta la cubierta. Mirando hacia arriba, inmediatamente vio que de la tolva sólo caía un chorrito de agua. Los atascos eran raros, porque normalmente las pesadas pinzas de acero de la cabeza de dragado apartaban los obstáculos de la embocadura, pero alguna vez acababa entrando alguna red de pesca.

Mal dio instrucciones a voz en grito a sus dos subordinados y se quedó esperando hasta que desconectaron la bomba de succión y la tolva; luego activó el cabrestante para izar el tubo. Se quedó de pie, mirando por la borda y observando el agua revuelta, hasta que apareció. Cuando vio el objeto que salía a la superficie, encajado entre la enorme pinza de acero, de pronto sintió que se le hacía un nudo en la garganta.