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– ¿Qué coño es eso? -dijo el de Liverpool.

Por un momento, todos se quedaron en silencio.

10

Grace tenía la creciente sensación de que su vida era un constante desafío contrarreloj. Como si fuera un concursante en un programa de la tele que en realidad no ofreciera ningún premio por ganar, porque no tenía fin. Por cada correo electrónico que conseguía responder, entraban cincuenta más. Por cada dosier de su escritorio que conseguía eliminar, le llegaban otros diez de la mano de su ayudante, Eleanor Hodgson, o de alguna otra persona: la última vez de Emily Gaylor, del Departamento de Justicia Criminal, que estaba allí para ayudarle en la preparación de sus casos para juicio, pero que parecía disfrutar colocando cada vez más documentos sobre su mesa.

Aquella semana era el oficial de Investigaciones al mando, lo que implicaba que, si se producía algún delito importante en la zona de Sussex, tendría que ocuparse él. Rezó en silencio, esperando que el dios que protege a los policías, quienquiera que fuera, le diera una semana tranquila.

Pero ese dios debía de haberse tomado el día libre.

Sonó el teléfono. Era Ron King, un telefonista que conocía de Asuntos Internos.

– Roy -dijo-. Acabo de recibir una llamada de los guardacostas. Una draga ha sacado un cuerpo del canal, a diez millas de Shoreham.

«Estupendo -pensó Grace-. Justo lo que necesitaba.» Al ser una ciudad costera, a Brighton llegaban cada año numerosos cadáveres procedentes del mar. Algunos se encontraban flotando, generalmente víctimas de suicidios o tripulantes de yates que habían tenido la mala suerte de caer por la borda. Otros eran de personas que había escogido un funeral en alta mar y que habían acabado enredadas en las redes de pescadores que no miraban los mapas y que habían atravesado alguna de las zonas designadas para esos funerales. En su mayoría, eran casos que se podían resolver con un agente de uniforme, pero el hecho de que le llamaran a él quería decir que pasaba algo más.

– ¿Qué información tienes? -preguntó, siguiendo el procedimiento, recordándose a sí mismo no decirle nada a King sobre sus gatos. La última vez que el telefonista le había hablado de ellos, se había tirado diez minutos.

– Varón, parece joven, adolescente. No llevaba mucho en el agua. Protegido por una bolsa de plástico y con un lastre.

– ¿No es un funeral en alta mar?

– No parece. Tampoco es el típico cadáver. El guardacostas dice que el capitán se teme que sea algún tipo de asesinato ritual… Es lo que le parece a él. Hay una extraña incisión en el cuerpo. ¿Quieres que le pida al guardacostas que envíe un barco para traerlo a tierra?

Grace se quedó quieto un momento, dándole vueltas mentalmente, poniendo sus circuitos mentales en modo de investigación. Todo lo que tenía en la mesa y en el ordenador tendría que esperar, por lo menos hasta que viera el cuerpo.

– ¿Está en la cubierta o en la bodega? -preguntó.

– Está encajado en la cabeza de dragado. Aparte de cortar la bolsa de plástico para ver lo que era, no lo han movido.

– ¿Operan desde Shoreham?

– Sí.

Grace había estado en una draga que había extraído un cuerpo en grave estado de descomposición unos años atrás y recordaba algo de aquella maquinaria.

– No quiero que muevan el cuerpo, Ron -dijo. Podía haber pruebas forenses fundamentales alojadas en el cadáver o en la embocadura del tubo de dragado-. Diles que lo protejan y lo conserven lo mejor que puedan, y que tomen nota en una carta náutica del punto exacto donde apareció el cuerpo.

En cuanto acabó de hablar con Ron, realizó unas cuantas llamadas más para reunir al equipo que necesitaba. Una era a la jueza de instrucción, para informarla del incidente y solicitar un forense del Departamento de Interior. Para la mayoría de los cuerpos extraídos del mar o arrastrados hasta la costa bastaría con que un oficial levantara el cadáver acompañado de un equipo forense, tras un examen rutinario de un médico o un paramédico de la Policía en el escenario mismo para certificar la muerte, por muy obvio que fuera que la persona estaba muerta. Y luego se realizaría un nuevo examen en el depósito para determinar si la muerte había sido violenta o natural. Pero en este caso, visto lo visto, Grace tenía pocas dudas de que se tratara de una muerte violenta.

Treinta minutos más tarde estaba al volante de un Hyundai de la Policía, de camino al puerto, acompañado de la inspectora Lizzie Mantle, con quien había trabajado en varios casos anteriores. Era una mujer muy competente, además de atractiva. Tenía una melena castaño claro que le llegaba a los hombros, una cara bonita e iba vestida -como siempre, aparentemente- con un traje de estilo masculino, en esta ocasión azul con rayas blancas, acompañado de una blusa de un blanco cándido. En algunas mujeres aquello hubiera quedado bastante andrógino, pero a ella le daba un aire de mujer de negocios, aunque sin perder la feminidad.

Rodearon el extremo del puerto y pasaron por el acceso privado que llevaba a la calle sin salida donde estaba la casa de Heather Mills.

Al ver que Grace giraba la cabeza, como si quisiera ver por un momento a la ex mujer del Beatle, ella preguntó:

– ¿Has visto alguna vez a Paul McCartney en persona?

– No.

– ¿Eres bastante forofo de la música, no?

– Un poco -admitió.

– ¿Te hubiera gustado ser una estrella del rock? Ya sabes, como uno de los Beatles.

Grace se lo pensó un momento. No era algo en lo que no hubiera pensado.

– No creo -respondió-. No.

– ¿Por qué no?

– Porque… -dijo. Luego vaciló, redujo la marcha y miró hacia el lado derecho del muelle-. ¡Porque tengo una voz de mierda!

Ella hizo una mueca.

– Pero aunque supiera cantar, siempre he querido hacer algo que consiguiera cambiar el mundo. -Se encogió de hombros-. Ya sabes, algo que mejorara las cosas. Por eso me hice policía. Puede sonar a cliché, pero es la razón de que haga lo que hago.

– ¿Crees que un policía puede cambiar más cosas que una megaestrella del rock?

Él sonrió.

– Yo creo que corrompemos a menos gente.

– Pero ¿«cambiamos» algo?

Pasaron por un almacén de maderas. Entonces Grace vio la furgoneta verde oscuro con el emblema dorado de los juzgados de la ciudad de Brighton y Hove aparcada cerca del borde del muelle. Se paró muy cerca. No había llegado nadie más del equipo.

– Pensé que el barco ya iba a estar aquí -dijo algo molesto, pensando en la pérdida de tiempo y en la fiesta a la que tenía que asistir por la noche. Estarían varios de los altos cargos de la Policía de Sussex, lo que significaba que era una buena ocasión para hacer la pelota, así que le hubiera gustado llegar a tiempo. Pero parecía que no iba a poder ser.

– Probablemente lo hayan entretenido en la compuerta.

Grace asintió y salió del coche. Se acercó hasta el borde, aún cojeando y resintiéndose de la vuelta de campana que había dado con su querido Alfa Romeo durante una persecución unas semanas atrás. Se quedó de pie junto a un noray de hierro, sintiendo el frío cortante del hielo en el rostro. Cada vez había menos luz, y si no hubiera sido por la falta de nubes, ya habría oscurecido. A lo lejos, a uno o dos kilómetros, veía las compuertas de la esclusa cerradas y, detrás, una superestructura naranja, probablemente la de la draga. Se ajustó ligeramente el abrigo, tiritando de frío, hundió las manos en los bolsillos y se puso los guantes de cuero. Echó un vistazo al reloj.

Las cinco menos diez. La fiesta de jubilación de Jim Wilkinson empezaba a las siete, en la zona más alejada de Worthing. Tenía pensado ir a casa y cambiarse, y luego recoger a Cleo. Ahora, para cuando acabara aquí, dependiendo de lo que se encontrara y de la profundidad del examen que quisiera hacer el patólogo in situ, tendría suerte si llegaba a la fiesta. La suerte es que habían asignado a Nadiuska De Sancha, la más rápida -y más divertida- de los dos patólogos especialistas del Departamento de Interior con los que trabajaban habitualmente.