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Grace esperó que prosiguiera. Por fin, impaciente, la apremió:

– ¿Sí?

– Bueno, verá, yo trabajo en el departamento de ventas de un mayorista farmacéutico. Hace bastante tiempo que hemos estado distribuyendo dos fármacos en particular, entre otros, a una clínica de cirugía cosmética en el oeste del condado. El caso es que no entiendo por qué iba a necesitar esa clínica esos fármacos en particular.

El interés de Grace iba en aumento.

– ¿Qué tipo de fármacos? -Bueno, uno se llama Tacrolimus -dijo ella. Se lo deletreó y él tomó nota-. El otro es la ciclosporina. -Grace también apuntó el nombre-. Estos fármacos son inmunosupresores.

– ¿Y eso qué significa exactamente?

– Los inmunosupresores se usan para evitar el rechazo de órganos trasplantados por parte del cuerpo humano.

– ¿Me está diciendo que no tienen ninguna aplicación en la cirugía cosmética?

– La única aplicación podría ser para injertos de piel, para evitar el rechazo, pero dudo mucho que los usaran en la cantidad que les hemos estado dispensando los últimos dos años si fuera sólo para injertos de piel. Sé bastante de eso, ¿sabe? Trabajé en una unidad de quemados, en el hospital de East Grinstead -explicó, con cierto orgullo y aparentemente menos nerviosa-. Hay otro fármaco que también hemos distribuido a esta clínica, que creo que podría ser relevante.

– ¿Cuál?

– La prednisolona. -Éste también lo deletreó-. Es un esteroide. Puede tener muchas aplicaciones, pero se usa especialmente en trasplantes de hígado.

– ¿Trasplantes de hígado?

– Sí.

De pronto, Roy Grace sintió una oleada de adrenalina.

– ¿Cómo se llama esa clínica?

Tras un momento de vacilación, la mujer bajó la voz, de nuevo nerviosa. Casi en un susurro, dijo:

– Wiston Grange.

114

El conductor hablaba un inglés muy limitado, pero a Lynn ya le iba bien, puesto que no tenía ningunas ganas de charla. Le había informado de que se llamaba Grigore, y cada vez que miraba por el retrovisor, lo veía sonriendo con aquellos dientes torcidos y saltones. Durante el viaje, hizo dos breves llamadas telefónicas; habló en un idioma extranjero que Lynn no reconoció.

Tenía toda su atención puesta en Caitlin que, para su alivio, pareció animarse un poco otra vez durante el viaje, quizá gracias al fluido con glucosa o a los antibióticos, o a ambos. Era ella quien estaba hecha un manojo de nervios, y apenas se daba cuenta de que habían salido de Brighton por la A27 hacia el oeste, dejando atrás el aeropuerto de Shoreham y luego la carretera de circunvalación de Steyning. El cielo tenía un funesto color gris, como si reflejara la oscuridad de su interior, y caían copos de aguanieve. Cada pocos minutos, el conductor accionaba brevemente el limpiaparabrisas.

– ¿Vendrá papá a verme? -preguntó de pronto Caitlin, con una débil voz, mientras se rascaba la barriga.

– Claro. Uno de los dos estaremos a tu lado todo el rato hasta que vuelvas a casa.

– A «casa» -dijo Caitlin, con nostalgia-. Allí es donde querría estar ahora. En «casa».

Lynn estuvo a punto de preguntarle qué «casa», pero decidió cambiar de tema. Ya sabía la respuesta.

Luego, asustada, Caitlin preguntó:

– ¿Estarás allí durante la operación, verdad, mamá?

– Te lo prometo -respondió. Apretó la débil mano de su hija y le dio un beso en la mejilla-. Y estaré allí cuando te despiertes.

– Sí, bueno, a ver qué te pone para la ocasión -dijo Caitlin, con una sonrisa irónica. -¡Muchas gracias!

– ¿No has traído ese top naranja tan horrible? -No, no he traído ese top naranja tan horrible.

Algo más de media hora después de salir del aparcamiento de la estación de Brighton entraron por una elegante puerta de metal entre pilares, superaron un cartel en el que ponía «Wiston Grange spa resort» y enfilaron por un camino de grava rodeado de árboles y con una serie de bandas sonoras en el suelo. A la izquierda, Lynn vio un campo de golf y un gran lago. Enfrente tenían los Downs, y a lo lejos podía distinguir los bosques de Chanctonbury Ring.

Caitlin estaba callada, con los ojos cerrados, escuchando la música de su iPod, o dormida. Lynn mantenía un silencio sepulcral, ya que no quería despertarla hasta el último momento; esperaba que el sueño le ayudara a conservar las fuerzas.

«Por favor, Dios mío, que haya tomado la decisión correcta», rezó en silencio.

Todo había ido bien hasta la visita de los policías por la mañana. Hasta entonces estaba convencida de que hacía lo correcto, pero ahora ya no sabía qué era «lo correcto».

Por fin una banda sonora del asfalto la sacudió y Caitlin abrió los ojos. Miró a su alrededor, desconcertada.

– ¿Qué estás escuchando, cariño? -preguntó Lynn.

Caitlin no la oía.

Se quedó mirando a su hija con tanto cariño que pensó que el corazón le iba a estallar. Observó el color amarillento bilioso de su piel y sus ojos. Tenía un aspecto terriblemente frágil y vulnerable.

«Aguanta, cariño. Sólo un poco más. Sólo unas horas, y todo irá bien.»

Miró por el parabrisas unos momentos y vio el edificio que se alzaba delante, un caserón majestuoso, grande y feo. Lynn pensó que la parte central debía de ser gótico Victoriano, pero había una serie de anexos y edificios externos añadidos, algunos respetuosos con el estilo general y otros simplemente sosos bloques modernos prefabricados. Delante tenían una vía de acceso circular con coches y un aparcamiento a cada lado, pero el conductor tomó un desvío señalizado con el cartel de Privado, pasó bajo un arco a un lado de la casa y entró en un gran patio trasero que en uno de sus lados tenía lo que Lynn supuso que habrían sido en otro tiempo las caballerizas y en el otro una fila de feos aparcamientos cerrados.

Pararon frente a una entrada de servicio muy discreta. Antes de que Lynn hubiera salido del Mercedes, una mujer como una montaña salió por la puerta, vestida con bata blanca de enfermera y deportivas.

Grigore se apresuró a abrir la puerta de Caitlin, pero ella, con un esfuerzo considerable, se deslizó hasta el lado de su madre y salió tras ella por sus propios medios.

– ¿Señora Lynn Beckett, señorita Caitlin Beckett? -El tono formal y la pronunciación forzada de la enfermera hicieron que el saludo pareciera una interrogación.

Lynn asintió dócilmente, agarrando a su hija por la cintura, y leyó el nombre de la mujer en su placa: «Draguta».

Pensó que parecía un dragón.

– Sigan a mí, por favor.

– Yo llevo sus bolsas -dijo Grigore.

Lynn tenía agarrada la mano de Caitlin, y no la soltó mientras seguían a la mujer por un amplio pasillo con azulejos blancos en las paredes en el que olía mucho a desinfectante. Pasaron junto a varias puertas cerradas, hasta que la tal Draguta se paró frente a la del final del pasillo e introdujo un código de seguridad en un teclado.

Pasaron a una zona enmoquetada y con las paredes pintadas de un gris pálido que tenía pinta de despacho. La enfermera se detuvo ante una puerta y llamó con los nudillos.

Al otro lado se oyó una voz de mujer:

– Reinkommen!

Lynn y Caitlin pasaron a un despacho grande y elegante, y la enfermera cerró la puerta tras ellas. Marlene Hartmann, sentada tras una mesa vacía, se puso en pie para darles la bienvenida. A sus espaldas había una ventana con unas vistas panorámicas de los Downs.

– Gut! ¡Ya están aquí! Espero que hayan tenido un buen viaje. Por favor, siéntense -dijo, señalando los dos sillones frente a la mesa.

– Hemos tenido un viaje interesante -dijo Lynn, con el estómago cerrado y un nudo en la garganta que apenas dejaba pasar las palabras. Le temblaban las piernas.

– Ja. Tenemos problemas -dijo, asintiendo gravemente-. Pero nunca le fallo a un cliente. -Sonrió a Caitlin-. ¿Todo bien, mein Liebling?