Un hombre algo mayor sostenía un escalpelo y daba órdenes a otro más joven, que trazaba líneas sobre el cuerpo con un dedo enfundado en un guante, donde evidentemente estaba a punto de efectuar incisiones.
Aunque el rostro de la niña estaba en una posición forzada e inerte, Caitlin la reconoció al instante.
Era la niña rumana de la fotografía que habían traído los dos agentes a su casa por la mañana.
La niña que la alemana había dicho que había muerto en un accidente de tráfico en Rumania el día anterior. Desde luego, pensó Caitlin en un momento en que alguien se apartó y pudo ver mejor a la niña, alguien que ha sufrido un accidente de carretera suficientemente grave como para matarle debería tener alguna marca en el cuerpo, ¿no? Heridas, golpes, abrasiones por lo menos. Aquella niña tenía aspecto de estar simplemente dormida.
Caitlin apretó los ojos y volvió a abrirlos, intentando enfocar mejor. No veía ninguna señal en su cuerpo. Las palabras del superintendente le resonaban en la cabeza: «Se llama Simona Irimia. Hasta ahora, por lo que sabemos, está viva y sana. La han trasladado ilegalmente a Inglaterra y la matarán para que su hija pueda tener su hígado».
Y ahora se daba cuenta de que aquello era verdad.
La alemana mentía.
Su madre mentía.
Iban a matar a aquella niña. A lo mejor ya lo habían hecho.
De pronto, tras ella, oyó una voz furiosa que gritaba en un torpe inglés:
– ¿Qué crees que estás haciendo?
Se giró y vio a Draguta que se echaba hacia ella.
Desesperadamente, Caitlin empujó la puerta, pero no se movió. Entonces vio el pomo, lo giró y entró dando tumbos, llena de rabia. Rabia y odio hacia toda aquella gente de rostro enmascarado.
– ¡Alto! -gritó Caitlin, yendo a parar entre las dos personas vestidas de verde que tenía justo delante. Se lanzó hacia el cirujano y le arrebató el escalpelo de la mano y sintió cómo el filo le laceraba los dedos-. ¡Paren ahora mismo! ¡Animales!
Luego, situándose entre el pasmado cirujano y el hombre más joven, se quedó mirando y escrutando cada centímetro visible del cuerpo de la niña. No había señales de heridas en absoluto.
– Jovencita, por favor, salga ahora mismo -dijo el hombre mayor, con una voz de señoritingo amortiguada por la mascarilla-. Está contaminando el quirófano. ¡Devuélvame eso de una vez!
– ¿Aún está viva? -le gritó Caitlin, haciendo uso de todas las fuerzas que le quedaban.
En la pantalla plana montada en la pared, tras la mesa, se sucedían una serie de ondas sin sentido. Y en otras pantallas más pequeñas situadas por detrás de la cabeza de la niña parpadeaban varios símbolos y números.
– ¿Qué demonios le importa a usted? -explotó el cirujano, con las partes visibles de su rostro de un tono morado.
– Pues en realidad mucho -dijo Caitlin, respirando con dificultad. Se señaló el pecho con la mano libre-. Se supone que me van a poner su hígado.
Todos se quedaron en silencio, anonadados.
Draguta le ordenó a gritos que saliera de allí, como si estuviera gritando a un perro.
– En este momento está viva, sí -dijo el hombre más joven, como si fuera algo que Caitlin quisiera oír.
Ella se echó adelante, agarró las vías que tenía Simona en la mano izquierda y se las arrancó de un tirón; luego le quitó las del cuello y los conectores de monitorización cardiaca.
El cirujano cogió a Caitlin por los hombros.
– ¿Está loca, jovencita?
Caitlin respondió mordiéndole la mano con fuerza. El cirujano gritó del dolor y ella se zafó, retorciéndose, mirando a todos aquellos pares de ojos tras las máscaras, todos ellos pasmados, sin saber qué hacer. Entonces vio a la enfermera, que se dirigía hacia ella.
Levantó el escalpelo, agarrándolo por el mango como una daga, esgrimiéndolo ante todos, decidida a todo.
– ¡Sáquenla de la mesa! -dijo, con la voz entrecortada-. ¡Sáquenla de esa mesa ahora mismo!
Todo el equipo quirúrgico se quedó inmóvil, mirándola sin saber cómo reaccionar. Salvo la voluminosa enfermera, que se abrió paso, agarró a Caitlin por el brazo libre y tiró de ella con tanta fuerza que casi se cae. Entonces se la llevó a rastras hasta la puerta. Caitlin, sin apenas fuerzas, intentaba resistirse, pero sus zapatillas resbalaban en el suelo embaldosado.
– ¡Suéltame, vaca asquerosa! -dijo entre dientes.
La enfermera se detuvo para abrir la puerta, y luego volvió a tirar de Caitlin con fuerza. Ella cayó hacia delante, y al estirar el brazo para parar el golpe, la hoja del escalpelo, que aún tenía agarrado con fuerza, atravesó la parte superior del pómulo de la mujer, cortándole el ojo derecho y el puente de la nariz.
La mujer soltó un aullido terrible y se llevó las manos a la cara. La sangre manaba en todas direcciones. Se tambaleó como un alma en pena, y varios de los miembros del equipo corrieron en su ayuda, para evitar que cayera.
Entre todo aquel alboroto, nadie se dio cuenta de que Caitlin había salido de allí.
116
Marlene Hartmann avanzaba a paso de marcha por el pasillo blanco. Su férrea compostura habitual había quedado hecha añicos. De pronto oyó los gritos. Echó a correr y de pronto vio un tumulto procedente de la sala de operaciones.
Atravesó a la carrera la sala de material y vio el equipo del quirófano, que hacía desesperados esfuerzos por contener a la enorme enfermera, que sangraba por el rostro salpicando de rojo la bata blanca. Se debatía con todas sus fuerzas y gritaba, histérica, mientras sir Roger Sirius y los dos cirujanos auxiliares, los anestesistas y las enfermeras, todos manchados de sangre, forcejeaban con ella. Simona yacía en la mesa de operaciones, con una maraña de cables y de vías a su alrededor, ajena a todo.
– Gottverdammt, ¿qué pasa?
– La chica se ha vuelto loca -dijo Sirius, jadeando.
Entonces, antes de que pudiera decir nada más, el rechoncho puño de Draguta impactó contra su mejilla, haciéndolo retroceder hasta caer en el duro suelo.
Marlene corrió hacia él, se arrodilló y le ayudó a ponerse en pie. Parecía confuso.
– ¡Hay un helicóptero de la Policía! -le gritó Marlene-. ¡Tenemos que cerrarlo todo! ¡Solucionen esto! ¿Me entiende?
Draguta cayó, con varios miembros del equipo quirúrgico encima.
– ¡Estoy ciega! -gritó en rumano-. ¡Que Dios me ayude, estoy ciega!
– ¡Sedadla! -ordenó Marlene-. ¡Que se calle! ¡Rápido!
Un auxiliar de anestesista agarró una jeringa, rebuscó en el carrito y cogió un vial.
– Tenemos que llevar a Draguta a un hospital oftalmológico -dijo una de las enfermeras.
– ¿Dónde está la chica inglesa? ¿Caitlin? ¿Dónde está?
Sólo vio miradas en blanco, de sorpresa.
– ¡¿Dónde está la chica inglesa?! -gritó Marlene.
117
Los mareos iban cada vez a peor. Caitlin, congelada, sentía que el aguanieve le golpeaba la cara cada pocos segundos. Entonces fue a dar contra la pared, se apartó haciendo fuerza con los brazos y casi se cayó al suelo. Le costaba un gran esfuerzo mover los pies. Arrastró uno, luego el otro. Estaba casi en la parte delantera del edificio. Veía un aparcamiento. Filas y filas de vehículos que enfocaba sólo a ratos.
Atravesó un parterre de flores y casi se cae. El iPod, que le colgaba del cable, le iba dando golpes contra la rodilla. Tenía terribles picores. «Van a enfadarse conmigo. Mamá. Luke. Papá. La abuela. Mierda, van a estar enfadados conmigo. Mierda. Enfadados. Mierda. Enfadados.»
Por encima oyó un terrible ruido, como el de una metralleta.
Levantó la mirada, rascándose furiosamente el pecho. A unas decenas de metros sobre su cabeza vio un helicóptero azul oscuro y amarillo, como un enorme insecto mutante. Y vio la palabra Policía en el lateral. Mierda, mierda, mierda. Venían a detenerla por haber herido a la enfermera.