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Se apoyó en la pared, jadeando, luchando por cada bocanada de aire. La pared se movía, se tambaleaba. Se separó unos centímetros. Vio la vía de acceso circular. El helicóptero se alejó, trazando un amplio arco. Entonces vio un taxi.

Una mujer con un abrigo de pieles y un pañuelo de seda estaba de pie junto a la puerta del conductor, pagando al taxista. Se giró y se dirigió hacia la puerta principal, arrastrando su maletita tras ella. El conductor se disponía a meterse de nuevo en el taxi.

Caitlin corrió, dando tumbos, hacia el taxi, agitando los brazos.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Eh!

Él no la oía.

– ¡Eh!

El taxista volvía a subirse al vehículo.

Ella se agarró a la puerta del acompañante, tambaleándose. Sujetándose con todas sus fuerzas, la abrió.

– Por favor -dijo, jadeando-. Por favor, ¿está libre?

– Lo siento, guapa, estoy fuera de mi zona. Aquí no puedo recoger pasajeros.

– Por favor… ¿Adónde va? ¿No podría llevarme?

Era un hombre canoso con arrugas y rostro amable.

– ¿Adonde quieres ir? Yo tengo que volver a Brighton.

– Sí -dijo ella-. Sí, estupendo, gracias.

Entró, o más bien se dejó caer en el asiento del acompañante. Dentro olía muy fuerte a perfume de mujer.

– ¿Estás bien, niña? Estás sangrando.

Caitlin asintió.

– Sí -dijo, casi sin aliento-. Me he… me he pillado la mano con una puerta.

– Tengo un botiquín. ¿Quieres una tirita?

– No -respondió Caitlin, sacudiendo la cabeza con fuerza-. No, gracias. Estoy bien.

– ¿Has estado aquí recibiendo tratamiento?

Ella asintió, intentado desesperadamente mantener los ojos abiertos.

– He oído que es un lugar muy caro.

– Paga mi madre -susurró ella.

Él estiró el cuerpo por encima del de ella, tiró del cinturón de seguridad y se lo abrochó.

Cuando llegaron a las puertas de entrada, ella estaba casi inconsciente.

– ¿Estás segura de que estás bien? -preguntó él.

Ella asintió:

– Es agotador, ya sabe, los tratamientos.

– No, no tengo ni idea -dijo él-. No entra en mi presupuesto.

– Presupuesto -repitió ella, con voz tenue. Luego, al tiempo que se le cerraban los ojos, sintió cómo aceleraba el coche.

– ¿Estás segura de que te encuentras bien? -volvió a insistir el taxista.

– Estoy bien.

Cinco minutos más tarde, tres coches de Policía pasaron en dirección contraria, con las luces encendidas y las sirenas puestas. Un momento más tarde se les unió un cuarto.

– Parece que pasa algo -dijo el conductor.

– Siempre pasan cosas -murmuró ella, adormilada.

– Dímelo a mí.

118

Alarmada por la salida repentina de la alemana del despacho, Lynn se dirigió a la ventana para ver qué era lo que producía aquel repiqueteo incesante y atronador. Levantó la vista y se le hizo un nudo en la garganta al ver el helicóptero volando en círculos y la palabra Policía en el lateral.

Volaba muy bajo, como si buscara algo… o alguien.

¿A ella?

Sentía el estómago como si le hubieran vaciado un bidón de hielo en el interior.

«Por favor, no. Por favor, Dios mío. Ahora no. Deja que prosiga la operación. Después, lo que sea.»

«Por favor, deja que prosiga la operación.»

Estaba tan tensa ante aquella imagen que al principio no oyó el teléfono que sonaba. Entonces rebuscó en el interior del bolso y sacó el móvil. En la pantalla vio que ponía: «Número privado».

Respondió.

– ¿Señora Beckett? -dijo una voz de mujer que le resultaba familiar pero que no reconocía.

– ¿Sí?

– Soy Shirley Linsell, del Royal South London Hospital.

– Ah, sí, hola -dijo, sorprendida de tener noticias de ella. ¿Qué demonios querría?

– Tengo buenas noticias para usted. Tenemos un hígado que podría ser apto para Caitlin. ¿Puede prepararse para salir dentro de una hora?

– ¿Un hígado? -dijo ella, incapaz de reaccionar.

– En realidad es un hígado compartido, de una persona corpulenta.

– Sí, ya veo -dijo, con la mente hecha un torbellino. Un «hígado compartido». En aquel momento no podía pensar siquiera qué significaba aquello.

– ¿Le va bien dentro de una hora?

– ¿Una hora?

– Para que la ambulancia pase a recogerlas a usted y a Caitlin.

De pronto, Lynn sintió que le hervía la sangre, como si la cabeza estuviera a punto de explotarle.

– Disculpe… ¿Cómo?

Shirley Linsell repitió pacientemente lo que acababa de decir.

Lynn se quedó sentada en silencio, petrificada, con el teléfono pegado a la oreja.

– ¿Hola? ¿Señora Beckett?

Tenía el cerebro paralizado.

– ¿Señora Beckett? ¿Está ahí?

– Sí -dijo Lynn-. Sí.

– Le mandaremos una ambulancia a casa en una hora.

– Bueno -dijo Lynn-. Esto… El caso es que… -No acabó la frase.

– ¿Oiga? ¿Señora Beckett?

– Estoy aquí.

– El nivel de compatibilidad es muy bueno.

– Bueno, vale. De acuerdo.

– ¿Hay algo que le preocupe y de lo que querría hablar?

El cerebro de Lynn seguía patinando. ¿Qué debía hacer? ¿Decirle a la mujer que no, gracias, que ya se las había arreglado por su cuenta?

Con un helicóptero de la Policía allí mismo.

¿Dónde había ido Marlene Hartmann, qué casi había salido de allí a la carrera?

¿Y si las cosas salían mal, a pesar de haber pagado?

A lo mejor sería más sensato, aunque fuera tarde, aceptar la oferta de un hígado legal.

¿Cómo la última vez, cuando las habían dejado en la cuneta por un maldito alcohólico?

Caitlin no sobreviviría si le negaban el hígado otra vez.

– ¿Podemos hablar de sus preocupaciones, señora Beckett?

– Sí, bueno, después de lo que pasó la última vez… Aquello fue bastante duro. No quiero hacer pasar por eso a Caitlin otra vez.

– Lo entiendo, señora Beckett. No puedo darle ninguna garantía de que el especialista no encuentre algún problema también en este caso. Pero, de momento, tiene buena pinta. Tenemos que ser positivos.

Lynn se sentó en una de las butacas frente a la mesa de Marlene Hartmann. Necesitaba desesperadamente pensárselo bien.

– Tendré que llamarla yo -dijo Lynn-. ¿Cuánto tiempo me puede dar?

Sorprendida, la mujer respondió:

– Puedo darle diez minutos. Si no, tendré que pasar a la siguiente persona en la lista. Pero me temo que si no acepta el hígado estará cometiendo un error terrible.

– Diez minutos, gracias. La llamaré. Dentro de menos de diez minutos.

Colgó e intentó sopesar mentalmente los pros y los contras, intentando no dejarse influir por el dinero que había pagado.

Un hígado seguro allí mismo, contra un hígado sin seguridad en Londres.

Caitlin debería tomar parte en aquella decisión. Miró el reloj. Le quedaban nueve minutos.

Atravesó la zona enmoquetada y después la puerta que daba al pasillo de azulejos. A su derecha vio una puerta abierta y echó un vistazo. Era un pequeño vestidor, con taquillas y un banco en el que estaba el abrigo de lana de Caitlin.

«Debe de estar por aquí cerca», pensó. A unos pasos de allí había otra puerta abierta, a la izquierda. Entró y miró, y vio un almacén con una camilla y, en el extremo opuesto, lo que parecía la puerta de un quirófano con un ojo de buey.

Cruzó el almacén y miró por el cristal. Una niña desnuda, no Caitlin, yacía inconsciente sobre la mesa de operaciones. Varias personas vestidas con batas verdes y máscaras intentaban enderezar a una enfermera enorme, también inconsciente, del suelo. Mientras ellos luchaban por levantar aquel peso muerto, Lynn observó, asombrada, que se trataba de Draguta, la enfermera que se había llevado a Caitlin.