Sintió una presión repentina en la garganta. Algo iba mal, muy mal. Abrió la puerta y entró.
– ¡Perdonen! -dijo-. ¡Oigan! ¿Alguien sabe dónde está mi hija, Caitlin?
Varios de ellos se giraron y se quedaron mirándola.
– ¿Su hija? -dijo un joven, con acento extranjero.
– Caitlin. Le van a hacer una operación. Un trasplante.
El cirujano miró a la enfermera y luego otra vez a Lynn.
– No creo -dijo él-. Ahora no.
– ¿Dónde está? -dijo ella, casi gritándole, cada vez más asustada-. ¿Qué está pasando? ¿Dónde está? -Señaló a Draguta-. ¿Qué ha pasado?
– Creo que debería hablar con su hija -dijo él.
– ¿Dónde está? Por favor, ¿dónde está?
El se encogió de hombros.
– No lo sé.
Lynn miró el reloj. Le quedaban siete minutos.
Dio media vuelta y salió corriendo, presa del pánico, al pasillo, gritando en voz alta:
– ¡Caitlin! ¡Caitlin! ¡Caitlin!
Abrió una puerta, pero no era más que la lavandería. Luego otra, que sólo contenía un escáner de resonancias magnéticas.
– ¡¡Caitlin!! -gritó, desesperada, sin dejar de correr por el largo pasillo hasta salir al exterior, al patio desierto y helado. Miró a su alrededor angustiada y volvió a gritar-: ¡¡¡Caitlin!!!
Cubierta de lágrimas, volvió a entrar corriendo al pasillo y se metió en las oficinas, donde abrió una puerta tras otra. No eran más que despachos. Los administrativos, sobresaltados, levantaron la vista y se la quedaron mirando. Abrió otra puerta y vio una pequeña escalera de servicio. La subió corriendo y en lo alto vio una gruesa puerta de incendios con las palabras: «Zona estéril, prohibido el paso a personas no autorizadas». Estaba abierta y entró en lo que tenía el aspecto y el olor de un pasillo de hospital. Había otra puerta más allá, con un puesto para lavarse las manos en la pared… No hizo caso, abrió la puerta y entró.
Era una pequeña unidad de cuidados intensivos. Había seis camas, tres de ellas ocupadas, una por un hombre de cabello largo y poco más de cuarenta años, que podría ser perfectamente un cantante de rock; otra por un chico de una edad parecida a la de Caitlin; y la tercera por una mujer que debía de tener poco menos de sesenta años. Los tres estaban intubados con tubos endotraqueales y nasogástricos y conectados mediante una jungla de goteros y vías a la batería de aparatos que rodeaba cada cama.
Tres enfermeras con el mismo uniforme que llevaba Draguta se la quedaron mirando con recelo desde el puesto de control.
– Estoy buscando a mi hija, Caitlin -dijo ella-. ¿Alguien la ha visto?
– Por favor, salga -dijo una de ellas, con acento extranjero-. Prohibido el paso.
Ella salió enseguida, buscó más puertas, vio una y la abrió. Era una pequeña sala de personal. La atravesó y abrió otra puerta, pero ésta daba a un baño vacío. Volvió a mirar el reloj.
Menos de cinco minutos.
– ¿No podrían darle algo más de tiempo? Tenía que estar por allí. «Tenía que estar allí.»
Marcó el número del móvil de Caitlin, pero le salió directamente el buzón de voz. Entonces volvió a bajar las escaleras a toda velocidad, atravesó las oficinas y salió por otra puerta. Recorrió un corto pasadizo, abrió otra puerta y, de pronto, se encontró en el enorme vestíbulo del balneario, con elegantes suelos de mármol.
Había gente por todas partes. Tres mujeres en albornoces blancos y zapatillas desechables contemplaban un expositor de joyería. Un hombre, vestido del mismo modo, estaba firmando un formulario en uno de los mostradores de recepción. Cerca de él, una mujer con un elegante abrigo y un pañuelo de seda y una maletita con ruedas al lado parecía estar haciendo los trámites de registro.
Recorrió toda la sala con la vista en unos segundos.
Ni rastro de Caitlin.
Entonces las dos mitades de la puerta automática de entrada se abrieron con un movimiento deslizante y entraron seis corpulentos policías armados.
Lynn dio media vuelta y salió corriendo.
119
– ¡Por el extremo! -le indicó Marlene Hartmann a Grigore-. Al final del campo de golf, pasado el hoyo ocho, hay otra salida. La Policía no la encontrará. Nos llevará a un camino. Podemos mantenernos alejados de la carretera principal varios kilómetros. Conozco el camino. Yo te indico.
Iba en el asiento trasero del Mercedes marrón, agarrada a la parte superior del asiento del acompañante, mirando a su alrededor con ansiedad, respirando fuerte y maldiciendo su suerte. Maldiciendo a la tal señora Beckett y a la zorra de su hija. Maldiciendo a la Policía. Maldiciendo al cirujano miedica, Sirius.
Pero sobre todo se maldecía a sí misma. Su estupidez por pensar que podría llevar esto adelante. Codicia. Era como la locura de un jugador que no sabe cuándo retirarse.
En el asiento de delante iba Vlad Cosmescu, en silencio, con los mismos pensamientos. En la ruleta, siempre -o casi siempre- sabía cuándo parar. Cuándo retirarse. Cuándo irse a casa.
Debería de haberse ido a casa la noche anterior, y todo habría ido bien. Tenía que haber vuelto a Rumania. No le debía nada a esa mujer. Sólo le usaba, como todo el mundo. Del mismo modo que él los utilizaba a ellos. Así es como él veía el mundo. En la vida lo importante no era la lealtad, sino la supervivencia.
¿Y por qué estaba allí entonces?
Conocía la respuesta. Porque aquella mujer tenía un influjo sobre él. Él quería conquistarla, quería acostarse con ella. Pensaba que ser valiente la atraería.
Soltó una maldición en silencio. Durante diez años había reunido mucho dinero y había escapado del alcance de la ley.
«Idiota -pensó-. Qué idiota.»
El coche dio un giro brusco y rebasó un montículo. Luego, para enojo de dos jugadores de golf, atravesó un green, entre las bolas que estaban a punto de tirar al hoyo. Cuando el coche cayó al suelo tras el bote, Marlene se dio contra el techo.
– Scheisse! -exclamó, pero no por el dolor.
Lo que le hizo soltar el improperio fue la visión de la furgoneta blanca de Policía atravesada en la salida trasera de Wiston Grange, frente a ellos.
– ¡Gira! -ordenó a Grigore-. Probaremos por delante.
– ¿No nos iría mejor a pie? -propuso Cosmescu mientras Grigore frenaba de golpe, haciendo derrapar el coche por la hierba.
– Sí, claro, ¿con el helicóptero ahí arriba? ¡No tenemos ninguna posibilidad! -dijo ella. Miró por la ventanilla, estirando el cuello hacia arriba.
Entonces Grigore soltó un alarido y señaló con el dedo por encima del hombro. Marlene se giró y, horrorizada, vio un Range Rover de la Policía tras ellos, con las luces encendidas y ganando terreno a gran velocidad.
– ¿Quiere que intento? -dijo Grigore-. ¿Yo conduzco rápido?
– No, para. No digáis nada. Yo hablaré. Intentaré soltarles alguna mentira. ¡Para el coche! Halten!
Grigore obedeció. Los tres se quedaron sentados un momento, en un silencio incómodo, mientras Marlene pensaba a toda prisa.
Otro coche policial se les acercaba rápidamente. Paró dejando el morro frente al del Mercedes, bloqueándoles el paso, mientras el sonido de la sirena se apagaba. Y cuando Marlene vio los ocupantes de los asientos delanteros, su desánimo creció aún más.
El conductor era un agente negro que nunca había visto, pero su acompañante era alguien que desde luego había visto antes. En su oficina en Alemania.
El día anterior.
Ahora estaba fuera del coche y se acercaba a ella, con el abrigo abierto y ondeando al viento. Del Range Rover salieron varios agentes uniformados y con chaleco salvavidas que se situaron tras él.
– Buenos días, «señor Taylor» -le saludó ella fríamente, mientras él abría la puerta-. ¿O prefiere que le llame «superintendente Grace»?