Branson asintió.
Lynn pensó por un momento.
– Miren… Miren, probablemente habrá vuelto a casa. Por favor, déjenme ir. Volveré. Volveré al instante, se lo prometo.
– Señora Beckett -dijo Roy Grace-, está detenida, y vamos a llevarla a la comisaría de Brighton.
– ¡Mi hija se está muriendo! No puede sobrevivir. Se morirá si no va al hospital hoy mismo. Yo… tengo que estar con ella. Yo…
– Si quiere, enviaremos a alguien para ver cómo está.
– ¿No hay nadie más que pueda llevarla? -preguntó Grace.
– Mi marido… Mi ex marido.
– ¿Cómo podemos contactar con él?
– Está en un barco…, en el mar. Una draga. No… No recuerdo qué horarios tiene, cuándo están en puerto.
Grace asintió.
– ¿Puede darnos su número? Intentaremos llamarle.
– ¿No puedo hablar con él yo misma?
– Lo siento, no.
– ¿No puedo hacer…? Pensé que podía hacer… una llamada telefónica.
– Cuando registren su ingreso en comisaría.
Ella miró a ambos hombres, desesperada y les dio el número del teléfono móvil de Mal. Glenn Branson tomó nota en su cuaderno e inmediatamente lo marcó.
121
En la sala sólo había dos cosas que leer. Un cartel, sobre una puerta verde con un ventanuco, prohibía el uso de teléfonos móviles en la zona de custodia. El otro decía que todos los detenidos serán sometidos a un estricto registro por parte del agente de custodia:
Si tiene algún artículo prohibido
encima o en sus propiedades,
dígaselo a su agente de custodia
o al agente que lo ha detenido.
Lynn había leído ambos una docena de veces. Llevaba más de una hora en aquella lúgubre sala de paredes blancas y suelo marrón, sentada en un banco que parecía de piedra, sin ingerir nada más que dos paquetitos de azúcar que le habían dado.
Nunca se había sentido tan mal en su vida. Ni siquiera el dolor de su divorcio se acercaba a lo que estaba experimentando ahora, mental y emocionalmente.
Cada pocos minutos, el joven agente que la había acompañado desde Wiston Grange, le echaba un vistazo y esbozaba una sonrisa de impotencia. No tenían nada que decirse el uno al otro. Ella le había dicho lo que quería una y otra vez, y él la entendía, pero no podía hacer nada.
De pronto el teléfono del policía sonó. Respondió y, al cabo de unos segundos en que sólo emitió respuestas monosilábicas, se apartó el teléfono del oído y se giró hacia Lynn.
– Es el sargento Branson. Estaba con usted antes, en Wiston. ¿Verdad?
Ella asintió.
– Está con su ex marido en su casa. No hay rastro de su hija.
– ¿Dónde está? -dijo Lynn, sin fuerzas-. ¿Dónde?
El agente la miró, impotente.
– ¿Puedo hablar con Mal, mi ex?
– Lo siento, señora, no puedo dejarle hacer eso -se disculpó. De pronto se acercó el teléfono al oído y levantó un dedo. Girándose de nuevo hacia Lynn, dijo-: Están hablando por teléfono con Streamline Taxis.
Escuchó unos momentos y luego dijo, al teléfono:
– Se lo comunicaré, señor, si espera un momento.
Volvió a girarse hacia Lynn.
– Han contactado con el conductor que recogió a una señorita de las características de su hija en Wiston Grange hace unas dos horas. Ha dicho que le preocupaba su estado de salud y que quería llevarla a un hospital, pero que ella se ha negado. La ha dejado en una granja en Woodmancote, cerca de Henfield.
– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Lynn, frunciendo el ceño.
– Según parece era sólo un camino. Allí es donde insistió en que la dejara.
Entonces se le encendió la bombilla.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo-. Ya sé dónde está. Sé exactamente dónde está. Por favor, dígale a Mal… Él lo entenderá -añadió con la voz entrecortada por el llanto apenas reprimido-. Dígale que ha ido a «casa».
122
Poco después de las cuatro de la tarde empezaba a anochecer y el cielo estaba cargado de aguanieve, por lo que Mal tuvo que encender los faros de su MG. El camino, de rodadas muy marcadas, era casi todo barro salpicado de piedras y estaba cubierto por una gruesa capa de hojas de los árboles que lo flanqueaban. Avanzó lentamente para no golpear con el tubo de escape en el suelo ni echarle polvo al coche de Policía que le seguía.
Intentaba recordar cuántos años habían pasado desde la última vez que había estado allí. Lo habían vendido después del divorcio con Lynn, pero dos años más tarde había visto que estaba a la venta otra vez, y había traído a Jane hasta allí con la esperanza de volver a comprarlo. No obstante, ella le echó un vistazo y rechazó la idea de plano. Estaba demasiado aislado para ella. Dijo que le aterraría quedarse allí sola.
Tuvo que admitir que tenía razón. Hay a quien le gusta estar aislado y a quien no.
Pasaron junto a la granja principal, ocupada por un anciano granjero y su esposa, que habían sido sus únicos vecinos, y luego siguieron casi un kilómetro más, tras dejar atrás un grupo de graneros en ruinas, un tractor parcialmente desmembrado y un viejo camión, y luego entraron en el bosque.
Estaba terriblemente preocupado por Caitlin. ¿En qué lío se había metido Lynn? Seguramente tendría que ver con el hígado que intentaba comprar. Aún no le había contado a Jane lo del dinero, pero en ese momento aquélla era la menor de sus preocupaciones.
La Policía no había querido contarle nada, sólo que Caitlin había escapado y que su madre estaba preocupadísima por su salud, y por el trasplante de hígado que tenía la posibilidad de conseguir y que corría el riesgo de perder.
Cuando se acercaron al llano, vio el brillo fantasmagórico de una superficie de piedra blanca. Era el Winter Cottage, en otro tiempo la casa de sus sueños. Y el final del camino.
Situó el coche de modo que las luces iluminaran de pleno la casita. En realidad, tras la capa de hiedra era un edificio feo, una casa achaparrada de dos plantas construida en los años cincuenta con bloques de cemento como refugio para un pastor y su familia. En los años noventa, con la caída del sector agrícola, el lugar se había quedado obsoleto y el granjero lo había puesto a la venta para ganar algo de efectivo, momento en que la habían comprado ellos.
Era su situación lo que les había gustado a Mal y a Lynn. Era un lugar tranquilísimo, con una vista espléndida de los Downs al sur; sin embargo, no estaba más que a quince minutos en coche del centro de Brighton.
Por su aspecto, el lugar estaba en ruinas. Sabía que la pareja de Londres a la que se la habían vendido tenía grandes planes para el lugar, pero luego habían emigrado a Australia, motivo por el que había vuelto a ponerse a la venta. Era evidente que no la habían tocado desde hacía años. A lo mejor no había aparecido nadie más con el dinero necesario o con un proyecto. Desde luego, hacían falta ambas cosas.
Cogió su linterna, que tenía sobre el asiento del acompañante, y salió, dejando las luces encendidas. Los dos sargentos de Policía, Glenn Branson y Bella Moy, también salieron de su coche, cada uno con su linterna, y llegaron a su altura.
– No creo que aquí les vinieran a ver muchos testigos de Jehová -bromeó Branson.
– Eso, seguro -dijo Mal.
Luego se puso delante y los condujo por el camino de ladrillo que había construido él mismo, hasta la puerta principal. Rodearon la casa, pasando por un arco cubierto de un acebo tan crecido que los tres tuvieron que encogerse para evitar los pinchazos, hasta llegar al jardín posterior. El camino de ladrillo seguía hasta una barbacoa medio podrida y, más allá, por el extremo de un césped que en otro tiempo había sido un orgullo para él y que ahora no era más que maleza, pasando por un hueco casi cerrado en un alto seto de tejo, se llegaba a lo que Caitlin solía llamar su «jardín secreto».