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– Ya entiendo por qué tenía que venir usted con nosotros, señor -dijo Bella Moy.

Malcolm esbozó una sonrisa. Cuando el haz de su linterna dio con la casa de Wendy, de madera, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Entonces se detuvo, de pronto hecho un manojo de nervios.

En cierto modo, estaba sorprendido de que aún estuviera allí y, por otra parte, deseaba que no estuviera. Le recordaba demasiado, de pronto, el dolor de la separación de Lynn.

La casita estaba hecha de troncos y se apoyaba en gruesas patas de ladrillo en cada esquina. La había construido él mismo como muestra de amor a Caitlin. Había una puerta en el centro, con unos escalones, y una ventana a cada lado. Aún conservaba los cristales, aunque el haz de la linterna apenas podía penetrar a través de la capa de polvo. Le agradó ver que la capa asfáltica del tejado aún estaba en su sitio, aunque curvada por los bordes.

Intentó llamar a Caitlin por su nombre, pero tenía la garganta demasiado seca y no le salió nada de voz. Flanqueado por los dos policías, avanzó, llegó a los escalones, giró el pomo desencajado y abrió la puerta.

Y el corazón le dio un salto de alegría.

Caitlin estaba sentada en el suelo, al fondo de la casita, hecha un ovillo como una muñeca flexible, mirando hacia abajo.

Vio un leve brillo verde procedente de su iPod, que tenía apoyado sobre los muslos, y en el silencio del lugar distinguió un estribillo que hacía: «One…, two…, three…, four…».

Lo reconoció. Feist. Una de sus cantantes favoritas.

A Amy también le gustaba.

– ¡Hola, cariño! -dijo, intentando no sobresaltarla.

No hubo respuesta.

Algo en su interior le sacudió por dentro.

– ¿Cariño? Todo va bien, papá está aquí -dijo. Entonces sintió un brazo que le cogía del hombro.

– Señor… -le advirtió Glenn Branson.

No le hizo caso y salió corriendo, tirándose de rodillas y pegando la cara a la de su hija.

– ¡Caitlin, cariño!

Le cogió la cabeza entre las manos y se quedó horrorizado al ver lo fría que estaba. Helada.

Le levantó la cabeza suavemente y vio que tenía los ojos completamente abiertos, pero no había el mínimo rastro de movimiento en ellos.

– ¡No! -exclamó-. ¡No! ¡Por favor, no! ¡No! ¡¡¡Nooooooooo!!!

Glenn Branson levantó la linterna y miró aquellos ojos, en busca de algún movimiento de las pupilas, los párpados o las pestañas. Pero no había nada. Desesperado, Mal pegó los labios a los de su hija y empezó a hacerle la respiración boca a boca. Tras él, oyó la voz de la sargento pidiendo por radio una ambulancia.

Aún seguía intentando desesperadamente resucitar a Caitlin veinte minutos más tarde, cuando llegaron los sanitarios.

123

Diez días más tarde, la amable policía y la traductora acompañaron a Simona por la pista del aeropuerto de Heathrow, hacia el avión de British Airways.

Simona tenía a Gogu apretado contra el pecho. La agente había buscado por todas las papeleras de Wiston Grange para recuperarlo.

– Bueno, Simona, ¿estás contenta de volver a casa a tiempo para la Navidad? -le preguntó la policía, risueña.

La traductora repitió la pregunta en rumano.

Simona se encogió de hombros. No sabía mucho sobre la Navidad, sólo que era cuando había mucha gente por las calles con dinero en los bolsos y las carteras, lo que la convertía en una buena época para robar. Se sentía perdida y confundida. La llevaban de un lugar a otro, de una sala a otra. No sabía dónde estaba y no quería seguir allí. Lo único que deseaba era volver a ver a Romeo.

Bajó la mirada, sin saber qué responder; aún le dolía al hablar. Era por el tubo de respirar, le habían dicho, y muy pronto se le pasaría.

No entendía por qué le habían puesto un tubo para respirar ni por qué la enviaban de vuelta a casa. La traductora le dijo que unas personas malas habían planeado matarla y quitarle las tripas. Pero ella no sabía si creerla. Quizá no fuera más que una excusa para devolverla a Rumania.

– ¡Estarás bien! -le dijo la policía, que le dio un último abrazo a los pies de la escalerilla-. Ian Tilling se ha encargado de enviar a alguien a buscarte al aeropuerto de Bucarest para que te lleven a su albergue; tiene un lugar para ti. La traductora repitió aquellas explicaciones.

– ¿Estará Romeo? -preguntó Simona.

– Romeo te está esperando.

Simona subió los escalones sin demasiado entusiasmo; no sabía si creerlos.

Dos azafatas la saludaron alegremente en la cabina, comprobaron su tarjeta de embarque y la acompañaron a su asiento; luego la ayudaron a abrocharse el cinturón.

La mayor parte del viaje se la pasó mirando, apesadumbrada y en silencio, el respaldo del asiento que tenía delante, sin soltar el pasaporte que le habían dicho que tenía que presentar al llegar, y no tocó la bandeja de la comida. No hacía más que pensar en Romeo constantemente. A lo mejor «sí» que estaba allí al llegar. A lo mejor, cuando lo viera, las cosas volverían a estar bien.

A lo mejor podrían encontrar un nuevo sueño.

124

Aquél siempre había sido el paseo preferido de Roy Grace, bajo los arrecifes de caliza, al este de Rottingdean. De niño, era casi un ritual que hacían cada domingo con sus padres y, últimamente, por lo menos los domingos que no tenía que trabajar, se había ido convirtiendo en un ritual para él y Cleo.

Le encantaba la violencia de los elementos, especialmente en días agitados, como aquella tarde, en que soplaba un viento tempestuoso y la marea estaba alta, y el mar de vez en cuando se lanzaba playa arriba y salpicaba agua y guijarros contra el murete de piedra. Los carteles que advertían del peligro de desprendimientos no hacían más que aumentar el efecto dramático. También le encantaban los aromas, aquel olor penetrante a salado y a algas, y la ráfaga ocasional que traía el olor a pescado en descomposición y que desaparecía un instante después. Y la visión de barcos cisterna y de mercancías en el horizonte, y a veces yates, más cerca.

Era el último domingo antes de Navidad y sabía que debería sentirse libre, a la espera de disfrutar de un tiempo de descanso con la mujer que amaba. Pero por dentro se sentía tan agitado como las revueltas y grises aguas del canal a su derecha, cubiertas de espumarajos.

Los dos iban bien abrigados y calentitos. Cleo tenía el brazo cómodamente apoyado en el suyo y él de pronto se preguntó si podrían seguir dando aquel paseo cincuenta años más tarde, cuando fueran dos viejecitos arrugados.

Humphrey correteaba a su lado, cogido a su correa extensible, exhibiendo orgullosamente un gran fragmento de madera de un barco que llevaba en la boca. Un perrillo marrón se dirigió hacia ellos, ladrando alegremente, mientras su dueño, a cierta distancia, le llamaba por el nombre. Cleo se soltó un momento y se agachó para acariciarlo. Pero el animal se echó atrás, nervioso, cuando Humphrey soltó la madera y le gruñó. Cleo intentó tranquilizarlo, dio un paso adelante, y él volvió a dar un salto hacia atrás. Ambos se rieron. De pronto, al oír su nombre, se fue corriendo.

– Bueno, gran superintendente, ¿cómo te sientes? -le preguntó ella, volviendo a meter la mano por el hueco de su brazo.

– No lo sé -confesó, mientras miraba cómo Humphrey se debatía para recoger de nuevo la madera.

– Cuéntame.

– ¿No fue el duque de Wellington quien dijo que lo único peor que perder una batalla es ganarla?

Ella asintió.

– Pues así me siento yo.

– Lo que no entiendo -dijo ella- es que todos esos médicos y enfermeras se mantuvieran en silencio durante tanto tiempo.

– Un cirujano en Rumania gana 300 euros al mes. El resto del personal médico, aún menos. Todos estaban ganando una fortuna en Wiston Grange, así que estaban encantados.