– Y bien escondiditos en el campo.
– La mayoría no hablan inglés. Así que nada de cotilleos con los lugareños. Era una puesta en escena inteligente. Tráelos, deja que hagan un dinerito, y llévatelos. Son miembros de la UE, así que no hay restricciones fronterizas; nadie hace preguntas.
– ¿Y sir Roger Sirius? -Pasta a lo grande. Y tenía su propia justificación moral.
Caminaron en silencio un rato.
– Dime algo, Grace: si hubiera sido nuestro hijo…, esa chica, Caitlin, ¿qué habrías hecho? -Con la mano libre se dio una palmadita en el vientre-. ¿Y si le pasara a esta personita, en algún momento del futuro?
– ¿Qué quieres decir?
– En las mismas circunstancias, si nuestra única opción fuera la de comprar un hígado para salvar a nuestro hijo, ¿qué habrías hecho…, qué harías?
Él se encogió de hombros.
– Soy policía. Mi deber es hacer que se cumpla la ley.
– Eso es lo que me asusta de ti a veces.
– ¿Te «asusta»?
– Ajá. Creo que yo me dejaría matar por mi hijo. Y creo que sería capaz de matar por él. ¿No es eso lo que significa ser padres?
– ¿Crees que he hecho mal?
– No, supongo que no. Pero entiendo por qué la madre hizo lo que hizo.
Grace asintió.
– En uno de los libros de filosofía que me diste, leí algo que dijo Aristóteles: «Los dioses no tienen mayor tormento que el de una madre que sobrevive a su hijo».
– Sí. Exactamente. ¿Cómo crees que se siente esa mujer ahora?
– ¿Es que vale menos la vida de una niña rumana de la calle que la de otra de Brighton de clase media? Cleo, cariño, no soy Dios. No juego a ser Dios. Soy poli.
– ¿No te preguntas a veces si eres demasiado poli?
– ¿Por?
– ¿Hacer cumplir la ley a toda costa? ¿Sin fijarte en el precio «humano»? ¿No te ves tan obligado a ver el mundo con los ojos de un policía que pierdes la visión del exterior?
– Le hemos salvado la vida a esa niña rumana. Eso es muy importante para mí.
– ¿No piensas: trabajo hecho, pasamos al siguiente?
– No, nunca -respondió él, sacudiendo la cabeza-. No es así como trabajo, ni como me siento. Nunca.
Ella le apretó más fuerte.
– Realmente eres un buen hombre.
Él esbozó una sonrisa.
– En un mundo de mierda.
Ella se detuvo y se lo quedó mirando, con aquella sonrisa por la que Roy lo habría dado todo.
– Tú haces que sea menos de mierda.
– Ojalá.
Epílogo
Lynn se quedó de pie en la habitación de Caitlin, que había permanecido intacta casi dos años y medio. Ahora, entre el caos de las cosas de su hija, había un montón de cajas de cartón de la empresa de mudanzas.
¿Qué diablos iba a quedarse y qué iba a tirar? En el minúsculo piso al que se iba a mudar no había mucho espacio.
Con lágrimas surcándole las mejillas, se quedó mirando la impenetrable maraña de ropa, peluches, CD, DVD, zapatos, estuches de maquillaje, el taburete rosa, el móvil de mariposas azules de metacrilato, bolsas de tiendas y la diana con la boa violeta colgando.
Las lágrimas eran por Caitlin, no por aquel lugar. No le daba pena dejarlo. En cierto modo, Caitlin tenía razón desde el principio. Había sido «una casa», pero no «su casa».
Entró en su dormitorio. Sobre la cama estaba apilado el contenido de los armarios. En lo más alto estaba su abrigo azul, aún en la bolsa de plástico con cremallera donde lo había metido tras su primera «cita» con Reg Okuma. Aunque era su abrigo favorito, sentía que estaba mancillado, y no se lo había vuelto a poner nunca más. Pero Reg Okuma ya formaba parte del pasado. En Denarii se habían portado bien con ella tras la muerte de Cailtin, y Bhad la había ascendido a directora de grupo. Aquello le había permitido cancelar la deuda y corregir su valoración crediticia en el sistema informático. Nadie se había dado cuenta.
Se colgó el abrigo del brazo, bajó y salió al exterior. Hacía una bonita mañana de primavera. Al llegar al bidón de basura, tiró el abrigo.
Iba a devolverles el dinero a Luke y a Sue Shackleton con la venta de la casa. Y parte del dinero a Mal y a su madre. Después de aquello no le quedaría mucho, pero no le importaba. Tenía que pasar página de algún modo.
Y en parte lo había conseguido. En lo referente a su condena, por lo menos. Dos años, suspendida gracias a una actuación digna de Oscar de un abogado, o a la suerte de encontrarse con un juez con corazón. O quizás a ambas cosas.
La cadena perpetua de sufrir el duelo por Caitlin era otra cosa. La gente decía que los dos primeros años eran los peores, pero a Lynn no le parecía que la cosa mejorara en absoluto. Cada semana se despertaba varias veces a medianoche, empapada en sudor frío, llorando amargamente por las decisiones que había tomado y por la niña que había perdido.
Se maldecía, y no se perdonaba que el trasplante legítimo hubiera estado tan cerca y que ella lo hubiera echado todo a perder dejándose llevar por el pánico, por la estupidez.
Y lo único que le calmaba y le reconfortaba era el ronroneo de Max, el gato, en el otro extremo de la cama, y el recuerdo de la sonrisa de su hija y aquellas palabras que solía decirle y que tanto le molestaban: «Relájate, tía».
Agradecimientos
Este libro es una obra de ficción, al igual que todas mis novelas de Roy Grace. Pero es una triste verdad que en el Reino Unido mueren cada día tres personas por falta de órganos disponibles para trasplantes. También es triste y cierto que hay más de mil niños pasándolo mal en Bucarest -algunos de ellos, indigentes de tercera generación- y más de cinco mil adultos; una situación heredada del monstruoso régimen de Ceaucescu. Y es cierto que algunos de estos niños son objeto del tráfico de órganos.
Hay mucha gente que me ha ayudado considerablemente en la creación de este libro, y sin su inmensamente amable y generoso apoyo habría sido imposible escribir con la mínima sensación de autenticidad.
En primer lugar quiero dar las gracias a Martin Richards, comandante de la Policía de Sussex galardonado con la Medalla de la Reina a la Policía, que se ha mostrado enormemente generoso en su apoyo y que me ha hecho infinidad de sugerencias útiles y me ha abierto muchos caminos.
Mi buen amigo, el ex superintendente David Gaylor, ha resultado, como siempre, imprescindible. Se leyó el manuscrito mientras avanzaba, no sólo para comprobar datos, sino para contribuir constantemente y con gran sentido común en todos los aspectos de la historia. Puedo decir que, sin su aportación, el resultado habría sido mucho más pobre.
Son tantos los agentes de la Policía de Sussex que me han brindado su tiempo y su sabiduría y que han soportado mi presencia (respondiendo a mis interminables preguntas) que me es casi imposible mencionarlos a todos, pero voy a intentarlo, y espero que me perdonen cualquier omisión: superintendente Kevin Moore; superintendente Graham Barlett; superintendente Peter Coll; superintendente Chris Ambler; inspector jefe Adam Hibbert; inspector jefe Trevor Bowles; inspector jefe Stephen Curry; inspector jefe Paul Furnell; Brian Cook, director de la División de Apoyo Científico; Stuart Leonard; Tony Case; inspector William Warner; inspector jefe Nick Sloan, inspector Jason Tingley, inspector jefe Steve Brookman; inspector Andrew Kundert; inspector Roy Apps; sargento Phil Taylor; Ray Packham y Dave Reed, de la Unidad de Delitos Tecnológicos; sargento James Bowes; agente Georgie Edge; inspector Rob Leet; inspector Phil Clarke; sargento Mel Doyle; agente Tony Omotoso; agente Ian Upperton; agente Andrew King; sargento Malcolm Choppy Wauchope; agente Darren Balcombe; sargento Sean McDonald; agente Danny Swietlik; agente Steve Cheesman; sargento Andy McMahon; sargento Justin Hambloch; Chris Heaver; Martin Bloomfield; Ron King; inspector jefe Steve Brookman; Robin Wood, sargento Lorna Dennison-Wilkins; y el equipo de la Unidad de Rescate Especializado; Sue Heard, jefa de prensa y RR. PR; Louise Leonard; James Gartrell; y Peter Wiedemann, de la LKA de Múnich.