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Pero ahora estaba bien. Ella y Romeo hacían un buen equipo. Ella, Romeo y el perro. El perro marrón que se había convertido en su amigo y que vivía bajo una cerca caída en el borde de la calle que pasaba por encima de ellos. Ella, con su chaleco guateado azul sobre una sudadera de colores hecha jirones, con un gorro de lana y deportivas. Romeo con su sudadera con capucha, vaqueros y deportivas también, y el perro, al que habían llamado Artur.

Romeo le había enseñado el mejor tipo de turistas. Las parejas ancianas. Se les acercaban los tres, Romeo con el perro atado a una cuerda. Él exhibía su brazo contrahecho. Si los turistas se echaban atrás con un gesto de repugnancia y les hacían gestos de que se fueran, para cuando lo hacían ella ya tenía la cartera del hombre en el bolsillo de su chaleco. Si el hombre echaba mano al bolsillo en busca de alguna moneda, para cuando Romeo aceptara las monedas, ella ya había sacado el monedero de la mujer del bolso y lo tenía bien guardado en el bolsillo. Y si la pareja estaba sentada en un café, sencillamente podían agarrar el teléfono o la cámara de la mesita y echar a correr.

La música cambió. Ahora cantaba Rihanna.

Le gustaba Rihanna.

El niño se calló.

Había sido un mal día. Sin turistas. Sin dinero. Sólo una pequeña cantidad de pan para compartir.

Simona pegó los labios al borde de la bolsa de plástico, exhaló y luego inhaló con fuerza.

Alivio. El alivio siempre llegaba.

Pero la esperanza no, nunca.

12

Las seis y cuarto, y por tercera vez aquel día, Lynn estaba sentada en la sala de espera de una consulta, esta vez la del gastroenterólogo. La ventana, en saliente, daba a una tranquila calle de Hove. Afuera estaba oscuro, las farolas estaban encendidas. Allí dentro ella también sentía la oscuridad. La oscuridad, el frío y el miedo. La sala de espera, con sus muebles viejos, parecidos a los del doctor Hunter, no contribuía mucho a levantarle el ánimo, y las luces eran demasiado tenues. Un hilo de música enlatada le llegaba de los auriculares pegados a los oídos de Caitlin.

Entonces, de pronto, su hija se puso en pie y empezó a tambalearse, como si hubiera estado bebiendo, rascándose las manos con desespero. Lynn había pasado toda la tarde con ella y sabía que no había bebido nada. Era un síntoma de su enfermedad.

– Siéntate, cariño -le dijo, alarmada.

– Estoy como cansada -respondió Caitlin-. ¿Tenemos que esperar?

– Es muy importante que veamos al especialista hoy.

– Sí, bueno, mira, yo también soy bastante importante, ¿sabes? -le dijo, con una sonrisa burlona.

Lynn sonrió.

– Tú eres lo más importante del mundo -dijo-. ¿Cómo te encuentras, aparte de cansada?

Caitlin paró y posó la mirada en una de las revistas de la mesa. Respiró hondo en silencio unos momentos y luego dijo:

– Tengo miedo, mamá.

Lynn se puso un pie y la rodeó con un brazo, y por una vez Caitlin no se encogió ni se apartó. Se acurrucó contra el cuerpo de su madre, le cogió la mano y se la apretó.

Caitlin había crecido mucho el año anterior y Lynn aún no se había acostumbrado a tener que levantar la vista para mirarla a la cara. Sin duda había heredado los genes de la altura de su padre, y su complexión delgada y desgarbada parecía más que nunca la de una muñeca flexible, aunque una muñeca muy guapa.

Iba vestida con aquel estilo descuidado que siempre le había gustado, con un top gris y color óxido sobre una camiseta, con un collar de piedrecitas sobre una fina tira de cuero, vaqueros deshilachados por el trasero y unas viejas deportivas sin atar. Y por encima, a causa del frío, y quizá para ocultar su vientre hinchado de embarazada -pensó Lynn-, un abrigo de tela gruesa de lana color camello que daba la impresión de haber salido de una tienda de beneficencia.

El pelo negro, corto y en punta de Caitlin sobresalía por encima de la banda con un motivo azteca que le cubría gran parte de la cabeza, y sus piercings le daban un aspecto levemente gótico. Llevaba un pincho en el centro de la barbilla, otro en la lengua y una anilla en la ceja izquierda. En aquel momento no se veían, pero sin duda quedarían a la vista durante la exploración del especialista la anilla de su pezón derecho, la del ombligo y la que llevaba en la vulva, cuya implantación había resultado -tal como le había confesado a su madre con timidez en uno de sus escasos momentos de intimidad- «bastante embarazosa».

El día realmente se había convertido en una pesadilla, pensó Lynn. Desde que había salido de la consulta del doctor Hunter por la mañana, para volver después con Caitlin por la tarde, toda su vida parecía estar patas arriba, como si hubiera quedado sacudida por un seísmo.

Y ahora sonaba el teléfono. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era Mal.

– Hola -dijo-. ¿Dónde estás?

Acabamos de atravesar las esclusas de Shoreham. Ha sido un día de mierda: hemos sacado un cadáver. Pero cuéntame lo de Caitlin.

Ella le puso al día sobre las visitas al doctor Hunter, sin quitarle el ojo de encima a Caitlin, que seguía paseando por la sala de espera, que tenía un tamaño equivalente a una tercera parte de la del doctor Hunter. Ahora Caitlin cogía y dejaba una revista tras otra con gran urgencia, como si tuviera que leerlas todas pero no pudiera decidir por dónde empezar.

– En realidad sabré más dentro de una hora más o menos. Hemos venido directamente de la consulta del doctor Hunter a la del especialista. ¿Vas a tener cobertura durante un rato?

– Por lo menos cuatro horas. Quizá más.

– Vale.

Apareció la asistente del doctor Granger. Una mujer con aspecto de matrona de unos cincuenta años, con el pelo recogido en un moño apretado y una sonrisa distante en el rostro.

– El doctor Granger ya puede atenderlas.

– Te llamaré luego -dijo Lynn.

A diferencia de la amplia consulta de Ross Hunter, la del doctor Granger era un lugar angosto en la primera planta, con apenas suficiente espacio para las dos sillas que había delante de su pequeña mesa. Ladeadas, para que estuvieran perfectamente a la vista de todos sus pacientes, había unas fotos enmarcadas de una esposa perfecta de amplia sonrisa y de tres niños igual de perfectos y sonrientes.

El doctor Granger era un hombre alto de unos cuarenta años, nariz grande y pelo ralo, vestido con un traje rayado, una camisa impecable y una elegante corbata. Tenía una actitud algo distante, lo que le hizo pensar a Lynn que podría pasar por abogado perfectamente.

– Por favor, siéntense -dijo, abriendo una carpeta marrón, en cuyo interior Lynn pudo ver una carta de Ross Hunter. Entonces él mismo se sentó y la leyó.

Lynn cogió la mano a Caitlin y se la apretó levemente, y su hija no hizo ningún esfuerzo por apartarla. El doctor Granger le estaba haciendo sentir incómoda. No le gustaba su frialdad, ni la exhibición de sus fotos de familia. Parecían comunicar un mensaje: «Yo estoy bien y tú no. Lo que yo tengo que decirte no va a cambiar nada mi vida. Yo me iré esta noche a casa y cenaré, veré la televisión y quizás entonces le diré a mi mujer que quiero mantener relaciones sexuales y tú…, bueno, tú te despertarás mañana en tu infierno particular, y yo me levantaré como cada mañana, disfrutando de la alegría de la primavera y con mis preciosos hijos al lado».

Cuando acabó la lectura, se inclinó hacia delante con una expresión algo menos gélida.

– ¿Cómo te encuentras, Caitlin?

Ella se encogió de hombros, y se quedó callada unos segundos. Lynn se quedó esperando. Caitlin sacó la mano de la de su madre y empezó a rascarse el dorso de ambas manos alternativamente.

– Me pica -dijo-. Me pica todo. Hasta los labios.

– ¿Algo más?

– Estoy cansada. -De pronto tenía un aspecto malhumorado. Su aspecto normal-. Quiero encontrarme mejor -dijo.

– ¿Notas que pierdes ligeramente el equilibrio?