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Estaba entumecida por el shock. No podía creerse que aquello estuviera sucediendo.

Mentalmente, elaboró una lista de la gente a la que tenía que llamar, temiendo que llegara el momento de darle la noticia al hermano de Nat, a la hermana que tenía en Australia, a sus amigos. Tanto su padre como su madre habían muerto antes de los sesenta, su padre de un ataque al corazón y su madre de cáncer, y Nat solía bromear diciendo que nunca llegaría a viejo. Menuda broma.

Se giró, volvió a la Unidad de Cuidados Intensivos y llamó al timbre. Una enfermera la hizo pasar. Allí hacía más calor que en el pasillo. La temperatura se mantenía a una temperatura suficiente para que los pacientes pudieran estar en la cama con el pijama del hospital o desnudos, sin correr el riesgo de resfriarse. Era una ironía -pensó, aunque no se regodeó en ello- que ella hubiera trabajado allí como enfermera en otro tiempo, en aquella misma unidad. Fue en aquel hospital donde conoció a Nat, poco después de que él empezara a trabajar en ingresos.

Sintió un movimiento en su interior. El bebé estaba dando patadas. El bebé «de los dos». De seis meses. Un niño.

Al girar a la derecha, pasando por el puesto central de enfermeras, donde habían dejado una pierna ortopédica sobre una silla, oyó que alguien corría una cortina. Miró hacia el otro extremo del pabellón y el corazón le dio un respingo. Una enfermera estaba corriendo la cortina azul de la cama 14, la de Nat. Ocultándola a los ojos de los extraños. Estaban a punto de realizarle nuevas pruebas y no estaba segura de tener el valor de estar con él mientras se las hacían. Pero había pasado casi todo el día sentada a su lado y sabía que tenía que estar en aquel momento. Tenía que seguir hablándole. Debía seguir alimentando esperanzas.

Nat tenía fracturas craneales compuestas deprimidas y una lesión en la región cervical de la médula que muy probablemente le dejaría tetrapléjico si sobrevivía, además de una fractura en la clavícula derecha y otra en la pelvis, que en comparación parecían casi irrelevantes.

No había rezado desde hacía años, pero a lo largo del día se encontró haciéndolo repetidamente, en silencio, siempre con las mismas palabras: «Por favor, Dios, no dejes que Nat muera. Por favor, Dios, no lo permitas».

Se sentía terriblemente impotente. Con toda su formación como enfermera, no había nada que pudiera hacer. Más que hablarle. Hablarle una y otra vez, esperando una respuesta que no llegaba. Pero quizás ahora fuera diferente…

Volvió a recorrer la sala, con un suelo reluciente, pasando junto a una mujer inmensamente gorda con unos rollos de carne en la cara y el cuerpo que recordaban el relieve de un mapa en 3D. Una de las enfermeras le dijo que la mujer pesaba 248 kilos. Un cartel en el extremo de la cama decía: «No alimentar».

A la izquierda había un hombre de unos cuarenta y pico con la cara del color del alabastro, intubado y con una selva de cables pegados al pecho y a la cabeza. Por su experiencia podía deducir que le acababan de poner algún bypass en el corazón. Sobre una mesa de instrumental, a su lado, había una enorme tarjeta de alegres colores en la que alguien le deseaba que se pusiera bien. «Por lo menos él se está recuperando -pensó-, y tendrá posibilidades de salir de este hospital por su propio pie.» A diferencia de Nat.

Nat había ido empeorando progresivamente todo el día y, aunque ella aún se aferraba a una esperanza desesperada, cada vez más irracional, empezaba a tener la terrible sensación de que se acercaba lo inevitable.

Cada pocos minutos, su teléfono, en modo silencioso, vibraba con un nuevo mensaje. Había salido varias veces para responder alguno. A su madre. Al hermano de Nat, que había estado allí por la mañana y que le preguntaba si había novedades. A la hermana que vivía en Sídney. A la mejor amiga de ella, Jane, a la que había llamado hecha un mar de lágrimas por la mañana, una hora antes de llegar al hospital, para decirle que los médicos no estaban seguros de si Nat viviría. A los demás no les hizo caso. No quería que la distrajeran, quería dedicarse exclusivamente a Nat, darle fuerzas para salir adelante.

De vez en cuando oía el pitido de alarma de algún monitor. Aspiraba el olor de las sustancias esterilizadoras, mezclado en algunos casos con un toque de colonia y el leve rastro de fondo del equipo eléctrico en funcionamiento.

En el interior del recinto limitado por las cortinas, colocado sobre una cama reclinada unos treinta grados, Nat parecía un extraterrestre, vendado y conectado a cables, con la intubación endotraqueal y nasogástrica en la boca y las fosas nasales. Tenía una sonda en el cráneo para tomarle la presión intracraneal y otra en un dedo, y una maraña de vías intravenosas y de drenaje conectadas a los soportes de los goteros y que le cubrían los brazos y el abdomen. Yacía inmóvil, con los ojos cerrados, rodeado de columnas de aparatos de monitorización y de sistemas de soporte vital. Tenía dos pantallas de ordenador a la derecha, y un portátil en un carrito junto al extremo de la cama, con todas las notas y las lecturas.

– Hola, cariño. Ya estoy otra vez aquí -dijo ella, mirando la pantalla del ECG mientras hablaba.

Ninguna reacción.

El tubo de drenaje de la boca acababa en una pequeña bolsa con un tapón en el extremo inferior, medio llena de un líquido oscuro. Susan leyó las etiquetas de los goteros: manitol, pentaalmidón, morfina, Midazolam, noradrenalina. Medicamentos para mantenerlo estable. De apoyo. Para evitar que se apagara, nada más.

Los únicos indicadores de que seguía con vida eran el movimiento de su pecho subiendo y bajando y los destellos en los monitores.

Observó las vías introducidas en el dorso de las manos de su marido, y la placa de plástico azul con su nombre, y luego otra vez el equipo, donde descubrió algunas máquinas y pantallas que le resultaban desconocidas. En los cinco años desde que había dejado la enfermería por un trabajo de comercial en la industria farmacéutica, habían hecho su aparición nuevas tecnologías que no reconocía.

El rostro de Nat, cubierto de cardenales y laceraciones, era una fantasmagórica máscara blanca desconocida para ella: era un tipo en forma, que jugaba habitualmente al squash, y que siempre tenía la cara sonrosada, a pesar de las largas jornadas -de locura- en el trabajo. Era fuerte, alto, con el cabello claro y largo, casi demasiado largo para un médico respetable, tenía poco más de treinta años y era atractivo. Muy atractivo.

Susan cerró los ojos por un instante para evitar las lágrimas. «Tan jodidamente atractivo. Venga, cariño. Venga, Nat, vas a ponerte bien. Vas a salir de esta. Te quiero. Te quiero tanto. Te necesito», pensó. Y tocándose el vientre, añadió:

– Los dos te necesitamos.

Abrió los ojos y leyó las constantes en los monitores, las pantallas digitales, los niveles, buscando en vano algún leve indicio que pudiera darle esperanza. Nat tenía el pulso débil e irregular, los niveles de oxígeno en sangre eran muy bajos, las ondas cerebrales apenas se reflejaban en el gráfico. Pero seguro que sólo estaba dormido y que se despertaría en cualquier momento.

Susan llevaba en el hospital desde las diez de la mañana, tras la llamada de la Policía. Otra ironía, que tuviera una cita programada en este mismo hospital para una ecografía aquel mismo día. Por ese motivo aún estaba en casa cuando llegó la llamada, en vez de en Harcourt Pharmaceuticals, donde trabajaba como monitora de ensayos clínicos con nuevos fármacos.

Le había ido bien conocer los entresijos de los edificios del hospital, y también que tantos de los trabajadores del centro la conocieran a ella y a Nat, de modo que no se encontró con los obstáculos habituales, sino que había podido hablar directamente con el equipo médico, por muy desagradable que resultara.

Para cuando había llegado, media hora después que Nat, a él ya estaban haciéndole un TAC cerebral. Si hubiera mostrado un coágulo le habrían trasladado a la Unidad de Neurología de Hurstwood Park para que lo operaran. Pero el TAC había mostrado una hemorragia interna masiva, lo que quería decir que no podía hacerse ninguna operación. Sólo quedaba permanecer a la expectativa, pero era más que probable que tuviera un daño cerebral irreversible.