El equipo médico de Urgencias lo había estabilizado durante cuatro horas, en las que no se había registrado ningún cambio en su estado: se había mantenido una falta total de respuesta.
En el test de la Escala de Coma de Glasgow, Nat había dado un resultado de 3 sobre 15. Los ojos no respondían a ningún estímulo verbal, ni al dolor, ni a la presión aplicada directamente sobre ninguno de los dos ojos, lo que le daba una puntuación mínima de 1. Tampoco respondía verbalmente a ninguna pregunta, comentario u orden, lo que también le daba una puntuación de 1 en la parte verbal del test. Y no respondía al dolor, lo que le daba una puntuación de 1 en la sección de respuesta motora. El máximo que podía obtenerse era 15. El mínimo era 3. Susan sabía lo que significaba aquel resultado. Una puntuación de 3 era un triste indicador -fiable al cien por cien- de muerte cerebral.
Sin embargo, a veces se producían milagros. En sus años de enfermera en aquella unidad, había visto a pacientes con una puntuación de 3 que acababan recuperándose completamente. En un porcentaje mínimo, sí, pero Nat era un tipo fuerte. Podía conseguirlo. ¡Lo haría!
Saleha, la pequeña y agradable enfermera malasia que había estado a solas con Nat toda la tarde, sonrió a Susan:
– Deberías irte a casa y descansar un poco.
Susan sacudió la cabeza.
– Quiero seguir hablándole. La gente a veces responde. Yo lo he visto.
– ¿Le gusta alguna música en particular? -preguntó la enfermera.
– Snow Patrol -dijo ella, y pensó un momento-. Y los Eagles. Le gustan esos grupos.
– Podrías intentar traerle alguno de sus CD y ponérselos. ¿Tienes un iPod?
– En casa.
– ¿Por qué no lo traes? Así también puedes traerle sus cosas de aseo. Algo de jabón, un paño para la cara, cepillo de dientes, las cosas de afeitado, desodorante.
– No quiero dejarle solo -dijo Susan-. Por si… -Se encogió de hombros.
– Está estable -dijo Saleha-. Yo puedo llamarte si creo que tienes que venir enseguida.
– Estará estable mientras mantengáis las máquinas encendidas, ¿verdad? Pero ¿y cuando las apaguéis?
Se produjo un silencio incómodo. Ambas mujeres conocían la respuesta. La enfermera lo rompió con un comentario optimista:
– Lo que tenemos que esperar es que se produzca alguna mejoría pronto.
– Sí -coincidió Susan, con la voz entrecortada y reprimiendo las lágrimas.
Se quedó mirando la cara de Nat, sus párpados inmóviles, deseando que se moviera, deseando que aquellos ojos se abrieran y aquellos labios le sonrieran.
Pero no hubo cambios.
14
David Browne, director de Criminalística, y James Gartrell, fotógrafo forense de la Policía, habían llegado hacía un rato en vehículos separados. Tanto Browne -un hombre delgado y musculoso de poco más de cuarenta años, con el pelo pelirrojo muy corto y una cara alegre cubierta de pecas, llevaba un grueso anorak guateado, vaqueros y deportivas- como Gartrell, alto y serio, de pelo corto y oscuro, estaban ocupados en la cubierta principal del Arco Dee, tomando fotografías y vídeos del escenario.
Browne estaba de acuerdo con Roy Grace en que no había motivo para tratar el barco como escenario de un crimen, y ninguno de los tres hombres, ni Lizzie Mantle, se habían molestado en cambiarse y ponerse ropas de protección. Grace se había limitado a cercar la zona de alrededor de la cabeza de dragado con cordón policial.
Junto al cordón se encontraba ahora el superintendente, calentándose las manos con una taza de café caliente e interrogando de un modo informal al capitán y al ingeniero jefe, cuyas declaraciones registraba la inspectora Mantle, de pie a su lado. El superintendente miró su reloj. Eran las seis y diez.
El capitán, Danny Marshall, sin afeitar y con tejanos, con una chaqueta reflectante sobre un grueso suéter y botas, tenía aspecto preocupado, y también consultaba repetidamente su reloj. El jefe de ingenieros, Malcolm Beckett, vestido con un mono blanco sucio y un casco rígido, estaba algo menos nervioso, pero Grace notaba la tensión en ambos hombres.
Era evidente que les preocupaba el cadáver, pero también las implicaciones comerciales de aquella alteración en su calendario.
Otro miembro de la tripulación se acercó a ellos con una hoja de papel milimetrado con una serie de coordenadas impresas que indicaban el punto exacto del lecho marino de donde habían extraído el cuerpo.
Lizzie Mantle copió la información en su cuaderno y luego metió el cuadrado de papel en una bolsa de plástico de pruebas y se la metió en el bolsillo. Al cuerpo le habían colgado un pesado lastre, pero con eso y con todo, tal como sabía Grace por experiencias anteriores, en el canal de la Mancha había fuertes corrientes y los cuerpos podían desplazarse considerablemente. Necesitaría recurrir al equipo de submarinistas para calcular la posición aproximada desde donde lo habían tirado.
De pronto oyó el rugido de una motocicleta, la radio hizo un ruido y oyó la voz de una joven agente que se había situado en la parte inferior de la pasarela para asegurarse de que no subiera a bordo nadie sin autorización.
– El médico acaba de llegar, señor -dijo.
– Ahora bajo.
Roy atravesó la cubierta y el ruido del motor de la motocicleta aumentó de volumen. La luz de un único faro atravesó el muelle. Unos momentos más tarde, a la luz de las balizas del barco, vio que una BMW con los colores del cuerpo de paramédicos se detenía. El conductor bajó y puso el caballete. Graham Lewis apoyó la moto con cuidado, se sacó el casco y los guantes de cuero y se dispuso a sacar su maletín del maletero.
Por obvio que pudiera resultarle a un policía que alguien estaba muerto, por orden del juez de instrucción, a menos que los restos fueran poco más que huesos, o que la cabeza estuviera separada o no apareciera, era necesario un certificado formal de defunción realizado en el mismo escenario. En otro tiempo se exigía incluso la presencia de un médico de la Policía, pero recientemente se había cambiado la norma y ahora eran los paramédicos quienes realizaban el trámite.
El sanitario, un tipo bajo y enjuto con el pelo gris rizado, tenía una expresión amable que siempre tranquilizaba a las víctimas de accidente a las que atendía. Y mostraba un optimismo irrefrenable, a pesar de todo lo que veía a diario en su
– ¿Cómo te va, Roy? -saludó con tono jovial.
– Mejor que al pobre diablo del barco -respondió Grace. «Aunque no me irá mucho mejor si no llego a la fiesta antes de que acabe», pensó.
– No creo que vayas a necesitar ese maletín. Está todo lo muerto que se puede estar -añadió.
Acompañó a Graham Lewis por la inestable pasarela hasta la cubierta, y luego, a la luz de los focos del barco, junto a los rollos de cable y los rieles naranja de la cinta transportadora, que en aquel momento habría tenido que estar girando y traqueteando, sacando la carga de la bodega y vertiéndola en el muelle. Pero estaba en silencio. El sanitario siguió a Roy Grace hasta el otro extremo del barco.
La cabeza de dragado de acero, colgada medio metro por encima de la cubierta, tenía el aspecto de un par de tenazas de cangrejo gigante. Encajado entre ambas había un fardo de lona negra impermeabilizada atado con varias cuerdas. La cuerda también pasaba por unos ojetes de la lona, de los que colgaban unos bloques de cemento, que ahora estaban tirados sobre la sucia cubierta de metal pintado de naranja.
– Está en la bolsa -le informó Grace-. La han abierto, pero no lo han tocado.
Graham Lewis se acercó y echó un vistazo por el largo corte practicado longitudinalmente en la bolsa. Roy Grace observaba a su lado, horrorizado pero muy intrigado.